La blasfemia a Dios, ¿no es acaso la indiferencia de nuestras fronteras blindadas, nuestras casas con alarmas y nuestras iglesias cerradas?
Peio Sánchez, el párroco de Santa Anna, la iglesia hospital de campaña, vinculada con la del Padre Ángel en Madrid, pronunció una conferencia, en el templo de San Antón, sobre una de las siete palabras: «Dios mío, Dios mio, por qué me has abandonado». Para el sacerdote barcelonés, en ese grito de Cristo «están representados todos los abandonados», a los que la «indiferencia de nuestro mundo» da la espalda.
1. El grito del Abandonado.
Estas palabras de Jesús en la cruz, que nos han llegado por el testimonio de Mc 15,34 y Mt 27, 46, resultan especialmente provocadoras para los cristianos de todos los siglos. Para los que apenas conocen Jesús, este grito en la hora de la agonía no resulta demasiado especial. Son las palabras de un torturado que vencido por el dolor pregunta por Dios. Otras palabras y gestos de Jesús resultan más asombrosos e inquietantes para los que no creen.
Así relacionarse con Dios como Padre, proclamar bienaventurados a los condenados del mundo, poner la mesa con los últimos de su tiempo o curar las heridas de dentro y de fuera. Sin embargo, para los que creen que Jesús es el Hijo de Dios este grito resulta especialmente enigmático.
¿Puede el Hijo ignorar que su Padre amado le acompaña en este momento de máximo sufrimiento? ¿Qué densidad y hondura tiene el dolor de Jesús para provocar el sentimiento de vivirse abandonado? ¿Por qué el momento de máxima obediencia a Dios se convierte en el momento de máxima distancia?
Para algunos este clamor es una construcción secundaria de la comunidad primitiva que relee la muerte de Jesús desde el salmo 22, el canto del mártir justo. Este viejo salmo parte de la angustia ante Dios que resumen sus primeras palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Este himno describe, vez por vez, el camino de la cruz: «la gente me escarnece y el pueblo me desprecia» (v.7), «los que me ven, se burlan de mí, hacen una mueca y vuelven la cabeza: confió en el Señor, que él lo libre» (v.8-9), «me acecha el peligro y no hay nadie para socorrerme» (v.12), «soy como agua que se derrama y todos mis huesos está dislocados» (v.15), «mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar» (v. 16) «me taladran mis manos y mis pies» (v.17), «se reparten mi ropa y sortean mi túnica» (v.19).
Sin embargo, no es un canto a la desesperanza. Como describe Benedicto XVI, en una de sus catequesis, este salmo presenta «una doble dimensión de humillación y de gloria» «desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina», «recorriendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz».
Otros comentarios insisten en que se trata una «ipsissima verba Iesu», las mismísimas palabras de Jesús. Dos argumentos van en esta dirección. El criterio de dificultad, no parece que los que afirman que Jesús es el Mesías inventen estas palabras incómodas de Jesús dirigidas al Padre. El criterio de testimonio múltiple en Mc y Mt así como el ocultamiento en los evangelios más elaborados de Lc y Jn. Para estos autores estamos muy cerca del Jesús histórico y su interpretación de su muerte.
En cualquier caso, hay en este grito «un sentido de desolación en el que Jesús sitió un horror tan profundo por el pecado» (Vincent Taylor, 720). «No se quita fuerza al grito de abandono de Dios emitido por el Crucificado. Jesús abandonado por los hombres, tuvo que entrar también en sentirse abandonado por Dios para poder aferrarse a Dios (Jüachim Gnilka, 377). Estamos ante el momento del silencio de Dios, del Dios escondido y ausente.
2. Los gritos de los Abandonados
Lo enigmático del grito de Jesús en la cruz lo convierte en un grito que representa especialmente a todos los abandonados.
Un refugiado que acogemos en Santa Anna y que pasó muchas horas y días a la deriva en una balsa me contaba la dura experiencia, inolvidable, de la soledad absoluta perdido en el mar, combatiendo una batalla perdida donde ni los gritos son escuchados.
La indiferencia de nuestro mundo hace más abandonado el lugar de los últimos. Una persona me decía en nuestra iglesia que habíamos convertido una de las iglesias románicas más bellas de Barcelona en un lugar donde se blasfemaba a Dios.
Uno de los sin techo había entrado dando juramentos a la vez que le calmaban los voluntarios. Pero la pregunta es, entonces, qué es la blasfemia a Dios. ¿No lo es acaso la indiferencia de nuestras fronteras blindadas, nuestras casas con alarmas y nuestras iglesias cerradas?
Un joven de 23 años marchó de su casa y fue a parar a la calle. Allí cayó en manos de las maras para las que realizó servicios de trapicheo de droga. Llegó a Santa Ana con el frío de la calle y del corazón. Explotado, prostituido y roto. Y allí se acordó que tenía una madre…
Las personas que están en la calle se hacen invisibles, todos pasamos de largo. Una vecina me decía que desde que hemos abierto las puertas de la parroquia la zona se había llenado de ratas. Lo cierto es que las ratas proceden del subsuelo de Barcelona, construida sobre barro entre la orilla y el mar, el centro ahora convertido en la Babilonia del turismo. Es imposible que las ratas vengan por la iglesia que los voluntarios se afanan de mantener limpia. Sin embargo, las ratas están asociadas a la basura, al desecho. Y parece normal que con los descartados llegan también las ratas. Y en ellas se expresa el miedo a los que están fuera, a los que traerán la epidemia sea del fundamentalismo o de la enfermedad. Los gritos de las ratas estremecen.
3. El Dios que escucha
Silenciosamente la autonomía del mundo sigue, el dinamismo de las cosas tiene su propia causalidad incluso en el caos. La vulnerabilidad de la vida forma parte de su misterio en permanente transformación. El silencio de Dios muestra la distancia entre Dios y el mundo, su no intervencionismo es la firma del dejar ser creando. Dios crea dejando ser en la finitud.
El escondimiento Dios ante la injusticia y el pecado forma parte del nunca infringir la libertad humana. La densidad del mal, su poder geométrico, el olvido en los basureros de la historia donde van a parar los refugiados, las pateras, el abandono de las personas, son lugares del silencio de Dios.
La muerte injusta del Hijo, el peso de su dolor en todos los dolores humanos, la hondura del abismo. Recordemos el Cristo de San Juan de la Cruz reinterpretado por Dalí. Cristo en el basurero de la historia.
En el silencio de Dios está su escucha, aparentemente impotente. Pero es silencio de amor, ejercicio de libertad, es generador de Vida. Dios no es el ausente sino el presente, Dios no es el indiferente sino el oyente, Dios es el silencioso susurro que da vida. Cuando más hondo es el abismo del mal el poder del amor no se esconde sino que escucha para pronunciar su palabra.
La escucha de Dios es generadora de futuro, porque espera, sin pasar de lo que ocurre, sino en compasión con todo dolor. La espera de Dios es conmovida, no es que no quiera evitar el sufrimiento, sino que no puede cambiar lo que los seres humanos no quieren cambiar. Pero su escucha es una expectativa, siempre es posible un cambio profundo que nace del amor.
La cruz de Jesús no es el abandono de Dios, sino la espera de Dios que desde la solidaridad rompe el pasado y abre el futuro de resurrección. La palabra de Vida de Dios fue pronunciada en silencio en la resurrección del Hijo. La respuesta del más amor de Dios que actúa como salvación respetuosa y definitiva.
4. El hospital de campaña
La fe es ante todo una escucha. Y es un gran don para la fe escuchar el grito de Jesús en la cruz: Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado. Y en ese grito hacer resonar los gritos de todos los abandonados. Los que morirán solos sin una mano que les acompañe. Los que han acumulado fracaso tras fracaso. Sentarnos a su lado y quedarnos allí. El estar presentes para acoger. Este es el sentido de ser un hospital de campaña.
Hospital viene de huésped, de visitante; «hospitalia» era el departamento para visitas, para los huéspedes. La iglesia es un hospital de campaña que escucha y acoge a todos los heridos. «Algunas veces, he hablado de la Iglesia como hospital de campaña. Es verdad: ¡cuántos heridos hay, cuántos heridos! ¡Cuánta gente necesita que sus heridas sean curadas! Ésta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es Padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre» (Papa Francisco, Homilía en Santa Marta, 5 febrero 2015)
En la iglesia se oyen los gritos de la soledad, de la dependencia, de la enfermedad. Somos una iglesia accidentada, herida, manchada en tantos hermanos que pasan por allí. Cada día nos pasan cosan escuchando pero también cada día pasa la presencia del Señor por en medio de nuestro pequeño hospital.