Es otra más de las Marías dolientes que derraman lágrimas por la maldad del mundo, que piden sacrificios para lograr "aplacar" la ira de dios, que advierten sobre castigos cósmicos
(Padre José Agustín Cabré Rufatt).- En estos días se cumplen cien años desde las llamadas apariciones de Santa María en Fátima (Portugal).
Todo lo relativo a este tema me deja perplejo. Veo que hay un reconocimiento no solamente de fe para un hecho extraordinario: hay personas que cambian radicalmente de conducta mejorando su pertenencia a la Iglesia católica; hay sanaciones acreditadas por diversos médicos, incluso agnósticos; hay un fervor popular que se mantiene a lo largo del tiempo y se multiplica en innumerables lugares del mundo.
Y, sin embargo, la historia no logra calzar con mi sentido religioso.
Una presencia de María que me resulta extraña. Es otra más de las Marías dolientes que derraman lágrimas por la maldad del mundo, que piden sacrificios para lograr «aplacar» la ira de dios, que advierten sobre castigos cósmicos.
Se añade a esto, que las visiones tienen como protagonistas a unos niños analfabetos, fácilmente manipulables en su realidad campesina, en un ambiente de gente crédula.
De remate se trata de unos mensajes con tinte político que advierten del peligro que significaría Rusia para la paz del mundo: todo sucede en 1917, precisamente el año de la gran revolución moscovita encabezada por Lenin.
Es otra la figura de María que yo veo aparecer en los evangelios. En ellos, María es grande no por ser una muchacha virgen (había muchas en Palestina en ese tiempo) sino por ser madre de Jesús, en quien se manifestó el poder salvador de Dios.
Su presencia es siempre de cariño y de servicio: una ternura de mamá, una preocupación por atender las necesidades de los demás, una recomendación repetida a quien quisiera escucharla: «hagan lo que mi hijo les diga».
Me quedo, en definitiva, con sus propias palabras que manifiestan su gozo y su esperanza: «mi corazón se alegra en la bondad de Dios, porque ha mirado con bondad la sencillez de su sierva. Las generaciones futuras me llamarán bienaventurada». Una María que ríe y se alegra, no una María que llora.
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