El problema radica en quienes están acostumbrados a disfrutar en la Iglesia de una posición de poder, que ahora se tambalea y acabará por derrumbarse
(Gregorio Delgado del Río).- Si algo se hizo evidente a todos -desde el inicio mismo de su elección-, fue que el Papa Francisco iba a ser muy diferente a sus predecesores más inmediatos. La Iglesia -por mucho que ahora se empeñen y remuevan quienes todos sabemos- estaba al borde del precipicio, precisamente por ser ‘autoreferencial’ y estar encerrada en sí misma. Era, en consecuencia, necesario un profundo cambio de rumbo. Así lo entendió la mayoría de los electores.
Quienes lo eligieron, conocían perfectamente su talante, su visión de la Iglesia, su trayectoria pastoral, su programa de reformas, su voluntad de volver a la doctrina del Vaticano II, su amor y su entrega a los más desvalidos. Lo escucharon en las sesiones previas al Cónclave, confiaron en él y lo pusieron al frente de la Iglesia. Nadie puede, por tanto, reprocharle ahora que esté tomándose en serio su programa reformador.
Por primera vez, es operativa -¡ya era hora!- la idea según la cual Iglesia somos todos (pueblo de Dios) y su gobierno pastoral no puede ser una mega estructura de poder absoluto. El poder en la Iglesia es servicio. Busca y pide, desde la sencillez de sus homilías en Santa Marta, que vivamos (testimonio) como lo que decimos ser, que demostremos con hechos diarios que creemos en la Palabra de Dios, que acomodamos nuestras vidas en la familia y en la sociedad a las exigencias derivadas del mensaje de Jesús.
El problema, a mi entender, radica en nosotros, en quienes nos decimos cristianos. El problema radica en quienes están acostumbrados a disfrutar en la Iglesia de una posición de poder, que ahora se tambalea y acabará por derrumbarse. El problema radica en que cuando Francisco, en base a la palabra de Dios que comunica como nadie al mundo entero sin necesidad de grandes documentos magisteriales, nos exige servicio y testimonio de vida, se explicitan en muchos -sobre todo y también en el entramado jerárquico- las dudas, las resistencias, los reparos, las vacilaciones, la tentación de la oposición y de la crítica. Vamos, que aparece -como no puede ser de otro modo- la débil condición humana.
A todos aquellos que están en la oposición silenciosa y/o manifiesta, a todos los grupos más fundamentalistas y tradicionales de la Iglesia, a los cuatro Cardenales que han manifestado su explicita oposición, a ciertos personajes de la Curia romana que practican resistencias interesadas, a los muchos miembros del episcopado que han sido superados por el tiempo, les recordaría una escena de las ‘Sandalias del Pescador’. Cuando el nuevo Papa (cardenal Kiril Lakota), ante los reproches que recibía de los Cardenales que le rodeaban, se quitó el anillo, lo depositó encima de la mesa y les ofreció su renuncia, si todos estaban de acuerdo, se alza la voz del cardenal Leone, que había competido con él en el Cónclave por la elección papal, y, ante la sorpresa de todos los presentes, manifiesta: «No estoy conforme. Éste es Pedro».
Hace unos días, lo ha recordado oportunamente monseñor Omella: «Donde está Pedro está la Iglesia», el Papa es «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad». «No nos valen, por tanto, esas ‘matizaciones’ tan humanas, y tan poco coherentes, de que este Papa sí o este Papa no. Siempre el Papa es ‘el dulce Cristo en la tierra’, como lo llamaba santa Catalina de Siena …».
Señores obispos, no sirven las resistencias. Siempre «cum Petro et sub Petro», sea el que sea. ¿En qué quedamos? ¿Por qué esta doctrina era indiscutible con referencia a anteriores Papas y no lo es ahora con Francisco? No lo podrán explicar. Mejor que ni siquiera lo intenten.
Pero, por favor, den testimonio de una acogida a la orientación del Papa Francisco más entusiasta. No olviden aquello de la unidad fiel y obediente. Déjense de tanto hipócrita mantra, como exhiben. El pueblo fiel detecta a la legua el verdadero pastor.
Por cierto -y esto lo digo yo-, Papa no hay más que uno. No comparen, señores obispos. A veces, se percibe otra cosa muy distinta.