Los sueños y utopías de hoy frecuentemente acaban siendo las evidencias de mañana
(Jesús Martínez Gordo).- Un buen amigo me comunica lo que considera la noticia más importante del último encuentro del Papa con el grupo de nueve cardenales que, celebrada a mediados del pasado mes de junio, le viene asesorando en el proyecto de reforma con el que está comprometido. Según la nota facilitada por Greg Burke, portavoz de la Santa Sede, Francisco quiere hacer una «consulta más amplia» a los laicos, religiosos y religiosas sobre los candidatos propuestos para ser nombrados obispos.
A la espera de lo que pueda dar de sí jurídicamente, su concreción va a marcar la reforma, todavía pendiente, de la administración vaticana, así como la ansiada renovación de la Iglesia católica. Si por «consulta más amplia» se entiende el incremento del número de personas a las que solicitar su parecer, sin tocar para nada el procedimiento, entonces no ha de extrañar que nos encontremos con quienes concluyan, cargados de razones, que para semejante viaje no hacen falta tantas alforjas. En cambio, si lo que se pretende es mejorar el procedimiento, entonces no quedará más remedio que elegir y nombrar obispos de manera inequívocamente transparente y corresponsable o sinodal.
En efecto, sería deseable que en la reforma pendiente se procediera de manera transparente, habida cuenta de que semejante virtud actualmente no existe, por obra y gracia del llamado «secreto pontificio». Y que se tradujera jurídicamente la tan socorrida corresponsabilidad para que deje de ser un buen deseo, al albur de la voluntad del responsable de turno, y pase a convertirse en un procedimiento normalizado de sinodalidad: por ejemplo, Francisco podría aprobar que los diferentes órganos de consejo y gobierno de las diócesis concernidas presenten una terna de posibles candidatos para que él, como sucesor de Pedro, elija uno de entre ellos o, si se prefiere, que tales consejos diocesanos puedan elegir uno de la terna que presente el Vaticano. Si se dieran pasos en esta dirección, entonces nos encontraríamos ante una comprensión ciertamente relevante de lo que es una «consulta más amplia» desde el punto de vista no solo cuantitativo, sino también y, sobre todo, teológico.
Y lo sería, no solo porque se incrementaría notablemente el número y la diversidad eclesial de las personas consultadas, sino porque se recuperaría la multisecular intervención de las iglesias locales en la elección de sus respectivos obispos; un protagonismo que hubo de ser retirado por las injerencias y manipulaciones de los poderes políticos y económicos. Además, se abriría una importante vía para comprobar y mostrar, sin trampa ni cartón, qué se entiende por «comunión»: acuerdo o, mejor dicho, articulación, en este caso, entre la voluntad mayoritaria (y mejor, si es cualificada) de los cristianos directamente concernidos y la responsabilidad del sucesor de Pedro por garantizar la unidad en lo fundamental, la libertad en lo opinable y siempre, y en todo momento, la caridad.
A la luz de esta responsabilidad, el Papa estaría facultado, por ejemplo, para rechazar una terna y solicitar la presentación de una nueva en el caso de que ninguno de los candidatos mostrara el perfil evangélico, inequívocamente exigible, más allá de que las mayorías por las que vinieran avalados fueran absolutas o cualificadas. E, incluso, estaría habilitado para «imponer», en circunstancias excepcionales, y por fidelidad al Evangelio, un obispo, tal y como está sucediendo en la diócesis de Ahiara (suroeste de Nigeria): los sacerdotes, mayoritariamente de la tribu Mbaise, rechazan el nombramiento del obispo E. Okpaleke por pertenecer a la etnia Ibo. Obviamente, es un escandaloso comportamiento cuya resolución pasa por una intervención, directa e inapelable, de Francisco: quien no lo acepte, ha sentenciado, queda suspendido como presbítero. Sin embargo, intuyo que este problema podría haberse evitado o, cuando menos, reconducido de manera menos traumática y no, por ello, menos evangélica, de haber existido la transparencia y la corresponsabilidad en las que también puede cuajar esta llamada «consulta más amplia» que se propone.
Las diócesis, por su parte, también podrían rechazar, si no hay -como en el caso reseñado de la iglesia nigeriana- argumentos evangélicos de fondo, las ternas propuestas por la curia vaticana en el caso de que hubieran razonadas sospechas de que en su composición se dieran trazos, por ejemplo, de nepotismo; de contraprestación por favores recibidos; de apuntalamiento o reforzamiento de una línea teológica o pastoral percibida como errónea por los diocesanos o, simplemente, como punitiva.
Un procedimiento de este estilo no sería algo inusual. Es lo que sucedió, aunque fallidamente, el año 1988 cuando Juan Pablo II propuso -en aplicación del canon 377 & 1- una terna a la diócesis de Colonia en la que el recientemente fallecido, Mons. J. Meisner, era su candidato indiscutible para presidir dicha iglesia local. El cabildo catedralicio la rechazó por entender que ninguno era idóneo. Y, particularmente, Monseñor J. Meisner.
Solicitó, por ello, la presentación de otra terna, algo a lo que el Papa Wojtyla se negó alegando que, al haber enviado ya una, había cumplido la ley y que no se sentía obligado a presentar otra segunda. Nada que ver con argumentos o razones evangélicas ni con el espíritu pactado de la misma ley. Y sí mucho que ver con la imposición de una línea teológica y pastoral, tal y como llegará a reconocer el mismo arzobispo: «Vds. no me quieren y yo no quería venir, por lo menos partimos de una base común». Y tal y como se pudo comprobar muy pronto y como se ha podido evidenciar, de nuevo, y más recientemente, al alinearse, de manera pública y beligerante, con otros tres cardenales, en contra del actual papa por la publicación de la Exhortación postsinodal Amoris laetitia (2016).
Una reforma de este calado en la elección y nombramiento de obispos permitiría, además, superar no solo el modelo actual, en el que se mueven algunos «lobbys» como peces en el agua, sino que evitaría la subsiguiente mimetización de formas de gobierno marcada y desmedidamente unipersonales y muy habituales en no pocas diócesis en favor de otra corresponsable.
Basten dos ejemplos a los que se podrían añadir muchos más. Los, hasta el presente, llamados «vicarios», generales o territoriales, dejarían de ser «de los obispos» para serlo «de la diócesis» al tratarse de personas también nombradas acogiendo la voluntad mayoritaria (absoluta o cualificada) de las respectivas iglesias y respetando la responsabilidad episcopal de presidir, normalmente de manera sinodal, la comunidad cristiana. Y otro tanto se podría decir del rector del seminario. En este caso, su nombramiento sería, como se ha venido haciendo hasta no hace mucho en las diócesis del País Vasco, a partir de una terna presentada al obispo por el Consejo del Presbiterio, a la que se podría añadir el parecer del Consejo Pastoral Diocesano.
Envié estas líneas al amigo que me había trasladado el comunicado del portavoz de la Santa Sede. Me respondió, no sin sorna y con indudable afecto: interesante aportación la tuya, pero ¿no te parece que sueñas despierto, a pesar de estar Francisco en la cátedra de Pedro o quizá, precisamente, por ello? Es posible, le contesté a vuelta de correo, pero sigo creyendo, y tengo la corazonada, cada vez menos ingenuamente, de que los sueños y utopías de hoy frecuentemente acaban siendo las evidencias de mañana y que los pragmatismos y los «vuelos rasos» de nuestros días son los pecados (léase, falta de audacia evangélica) de pasado mañana e, incluso, de mucho antes.