La Jerarquía episcopal de Cataluña y una parte del clero (incluido el Abad de Monserrat) han escenificado su hipócrita proceder, su equidistancia calculada y su retórica ambigüedad
(Gregorio Delgado, catedrático).- Por mucho que se pretenda disimular o no se quiera hablar de ello, la realidad social es elocuente: muestra rasgos profundamente enquistados en su seno de una grave patología. Cada día es más obvio que la sociedad que formamos está profundamente dividida y separada, que parece que no tenemos ni tan siquiera un proyecto común que nos ilusione, que somos incapaces de un entendimiento mínimo entre nosotros, que propiciamos la intolerancia más absoluta del otro, que preferimos, como dijera Julián Marías, «descalificar, denigrar, difamar, destruir», aunque nos lleve a la nada, a la autodestrucción. ¡Grave, muy grave problema, presente y futuro!
En el anterior panorama general, destaca el intento, contrario a la legalidad vigente, de forzar la ruptura de Cataluña con el resto de España. La suerte está echada. Ha llegado, por fin, lo que tenía que llegar, aunque muchos nunca lo creyeron. Y, ha llegado, cargado con las consecuencias consustanciales, que acompañan a este tipo de procesos de ruptura. Una muy concreta y terrible: la fractura social en todos sus ámbitos, incluso el religioso. Fractura que, sin duda, puede ir incrementándose con el tiempo y cuya solución futura será muy compleja. ¿Cómo se ha podido llegar a tal estado de cosas? ¿Cómo hemos sido tan insensatos que lo hemos propiciado?
La respuesta es muy sencilla: Los impulsores de la secesión, arrogándose la representación de todo un pueblo, que no tenían, han persistido en el error, en el odio, en la intolerancia, en el adoctrinamiento, en la manipulación, en la desinformación, en el desprecio y en la aniquilación del otro, en la repulsión a todo lo español. Han hecho de todo, menos gobernar y gestionar en interés del pueblo catalán. Han gastado dinero a espuertas en el proceso. Han debilitado la atención a servicios indispensables para el ciudadano. Han controlado los medios de comunicación y han instrumentalizado cuanto han tocado, que ha sido mucho. Han violado derechos fundamentales.
Cómplices muy valiosos han sido ciertos medios de comunicación y creadores de opinión, que, a veces, los han jaleado, y, otras, han justificado sus posiciones desde la más cobarde ambigüedad. Cómplices han sido el resto de fuerzas políticas -aunque en diverso grado-, que siguen sin querer enterarse del órdago lanzado, que son incapaces de una medida eficaz para paralizar el proceso de ruptura, que no saben qué hacer ni cómo enfrentar el problema. Ni ahora ni en el futuro. ¡Vaya espectáculo! ¡Vaya irresponsabilidad! Ya sé que estas valoraciones molestan a muchos. Pero, es la realidad que tenemos ante nosotros y que padecemos a diario ¡Qué cada cual se mire a sí mismo y vea qué parte de complicidad tiene en ello!
No puedo, en este relato de complicidades, ignorar la posición de la Iglesia católica en Cataluña. ¡Vaya papelón ha representado! Su Jerarquía episcopal y una parte del clero (incluido el Abad de Monserrat) han escenificado su hipócrita proceder, su equidistancia calculada y su retórica ambigüedad. Todo ello poco evangélico y, en definitiva, en apoyo al proceso de ruptura, que no han tenido el coraje de explicitar (salvo excepciones) pero que, a la postre, ha sido real y efectivo. ¿Qué decir del protagonismo en el proceso del Cardenal Sistach? ¡Increíble!
Ante todo un historial de complicidad, muchos creyentes nos preguntamos, entre otras cosas, lo siguiente: ¿Cómo es posible que la exclusión practicada en Cataluña no haya merecido la más mínima reprobación de sus obispos? ¿Cómo es posible que sigan tragando con el adoctrinamiento que se practica en los centros educativos? ¿Cómo es posible que no hayan detectado la crisis moral que afecta a la sociedad catalana y ofrecido alguna orientación para paliarla? ¿Cómo es posible que no hayan reaccionado ante la evidente violación de derechos humanos? ¿Por qué no han pensado y valorado el desgobierno existente en Cataluña?
¿Acaso les parece bien cualquier cosa de los separatistas aunque sea contraria a la legalidad constitucional vigente? ¡Extraño modo, sin duda, de entender su función pastoral y evangelizadora!
Parece que la Santa sede, no obstante las múltiples presiones recibidas, ha enviado suficientes mensajes a todo buen entendedor. Ha llamado, como Arzobispo de Barcelona, a Mons Omella, que no era, ni de lejos, el candidato deseado y propiciado por el separatismo. Le ha concedido dos nuevos obispos auxiliares, que tampoco dan un perfil cómplice con las opciones políticas de ruptura. Es más, Mons Taltavull -muy estimado en los ambientes separatistas por razones más que evidentes- puede abandonar Barcelona y hacerse cargo definitivamente de Mallorca. Lo que busca y desea el papa Francisco en la Iglesia es otra cosa muy distinta.
Y, sobre todo, ante este órdago a la grande, que tenemos encima de la mesa, la Santa Sede ha hablado con claridad: la independencia de Cataluña «es una decisión del conjunto de los españoles» (Card Parolín, Secretario de Estado). ¿Por qué, señores obispos de la Iglesia en Cataluña, no tienen el coraje de extraer el mensaje que contienen las anteriores palabras y valorar lo que está ocurriendo? ¿No les parece que, a la vista de las cosas que, irresponsablemente, se han venido afirmando sobre la posición de la Santa Sede ante el proceso de ruptura, vienen obligados a dar alguna explicación? ¿Se reunirá ahora la Conferencia episcopal tarraconense y fijará su posición en armonía con el criterio de la Santa Sede?
Por otra parte, habría que recordar que el Cardenal Omella, al ser preguntado sobre qué es una nación, respondió: «Es un concepto que en la Constitución está claro. Es un territorio que ha caminado con una historia común durante muchísimos años».
¿Comparten este mismo criterio el resto de obispos en Cataluña? ¿No les parece que se está hablando de un punto nuclear en el proceso de ruptura? ¿No estiman oportuno, a la vista de las cosas se han mantenido en el pasado, tomar una posición clara, evitando toda equidistancia, toda hipocresía y toda ambigüedad? Creo, honestamente, que la historia se lo demanda.