El hombre que acepta y se somete a sus dioses, se niega a sí mismo y niega a los otros
(Asoc. Humanismo sin Credos).- Entendámonos: es ésta una afirmación formulada de manera hipotética y referida exclusivamente a los orígenes de la misma. Porque también se podría decir que la religión es cosa de los apenas jóvenes, dado que éstos son idealistas, o sea tontos, y pretenden la transformación del mundo según ideas que no cuadran con la realidad de lo que es el mundo.
Decimos que la religión es cosa de viejos porque la religión surge de la pulsión de muerte. Y nadie como los viejos siente los vapores de muerte soplando sobre su cogote. Y el viejo interpreta la muerte -la desaparición- y encuentra el movimiento contrario que haga frente y equilibre lo que la naturaleza impone.
En su afán por dominar el mundo, tal como los Libros Sagrados prescriben, el hombre ha buscado siempre, y a la vez, someterlo, a la par que desligarse del mundo: él no puede ser naturaleza, él es más porque tiene espíritu. La fuerza de la Naturaleza empuja a los seres a vivir y desaparecer, destruir lo que es para que surja el nuevo ser; la religión por su parte detiene ese movimiento fatalista que camina hacia la nada creando la inmortalidad «porque sí».
La desdicha que la evolución trajo consigo, supuso que el hombre fuera capaz de volver sobre sí mismo, de reflexionar, de hacer crítica de sus actos y pensamientos, surgió el drama. Se dio cuenta de que era uno más dentro de la Naturaleza. ¡Imposible!, se dijo a sí mismo: yo tengo algo que está por encima de la Naturaleza. Y creó a Dios. «Y seréis como dioses», drama del mito del Paraíso perdido que se hizo realidad cuando el hombre inventó su dios.
Pero ese «dios» no deja de ser una negación de lo humano, con el riesgo que lleva consigo. El hombre que acepta y se somete a sus dioses, se niega a sí mismo y niega a los otros. Negación de las satisfacciones del cuerpo; negación del pensar; desprestigio de los productos de la inteligencia; infravaloración de la subjetividad gozosa… Y contra los otros, desprecio de lo que sienten y piensan si es contrario a sus fabulaciones; maldad; intolerancia; xenofobia. Y también colonialismo, guerras e injusticia social. Todo lo justifica el dios propio, que es el verdadero y el supremo.
Los tres monoteísmos coinciden en lo mismo, los mismos impulsos y los mismos desprecios. Son la mejor definición del concepto «odio»: a la razón y a la inteligencia en primer lugar; a la libertad; a todos los libros, porque basta con uno solo; a la vida; a la sexualidad; a las mujeres por ser la fuente de vida y a todo lo femenino; al placer; al cuerpo; en fin, a los deseos y pulsiones humanas.
Lo humano queda sustituido por sucedáneos. La fe y el amontonamiento de creencias; la necesidad de sometimiento y obediencia; el regodeo en la muerte y en asuntos del más allá; seres sobrenaturales asexuados; enaltecimiento de la castidad y la virginidad… Crucifixión de la vida y celebración de la nada. Porque a la hora de la verdad, cuando la vida empuja, hiere y aísla, todo ese súper yo ficticio se desvanece y evapora. No sirve.
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