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    Tras el suicidio de algunos amigos

    Vivir, prueba de amor. Suicidarse: preguntar por Dios

    "Vivir sin más (vivir por costumbre, dejarnos llevar) se ha vuelto insuficiente para mantenernos en la tierra"

    Xabier Pikaza 
    24 Ago 2017 - 10:22 CET
    Vivir, prueba de amor. Suicidarse: preguntar por Dios
    Ante el suicidio Agencias
    Archivado en: Honda | Religión

    Dios ha apostado así por ser y hacerse en finitud, con el «problema» que ello implica. Dios se ha enfrentado así (pudiéramos decir) con el riesgo del fracaso de su propia historia en la vida de los hombres

    Más información

    "Mis amigos, sacerdotes y religiosos 'tristes'"

    "Mis amigos, sacerdotes y religiosos 'tristes'"

    (X. Pikaza).- He tratado ayer del suicidio de algunos amigos sacerdotes o religiosos, afirmando que en el fondo de su gesto había varios elementos:

    — Un cansancio de la vida, un deseo dejar paso a Dios (a algo o Alguien, que podemos llamar pura nada o todo Dios), en medio de la lucha dura de la vida.

    — Una falta de presencia, de futuro, de tarea… en un momento dado algunos sacerdotes-religiosos (como miles y millones de personas cada día) se encuentran no sólo sin tarea, sin sin presencia y futuro… y renuncian a la vida, la «devuelven» (en medio de gran dolor, en general).

    — Cada hombre o mujer que se suicida… es un suicidio de toda la humanidad, y en especial del grupo personal del suicida (en este caso de un tipo de Iglesia), que no ha sabido o podido ofrecer un reto de vida, una compañía.

    — No se trata de echarnos la culpa, de personalizar cada suicidio, como si fuera nuestro…, pero tampoco podemos volver la vista a otro lado, como si no nos influyera. Cada suicidio es un reto para vivir, para acompañar… para ponernos de nuevo ante el Dios de la vida:

    Nos encontramos ante una encrucijada, que la misma Biblia había previsto al poner su letrero en el camino:

    Hoy pongo ante ti la vida y la muerte, el bien y el mal,
    escoge bien y vivirás,
    pues de lo contrario acabarás cayendo en manos de tu misma muerte (cf. Dt 30, 15-16).

    Así lo había ratificado la segunda página de la Biblia, al plantar ante nosotros el árbol del conocimiento (para saber quiénes somos) y el árbol de la vida y de la muerte (para optar por la vida o suicidarnos; cf. Gn 2).

    Aquella no era una elección espiritualista (referida sólo al alma), sino una opción vital de la que dependía y depende nuestra existencia. Sólo ahora sabemos lo que aquella elección significaba, pues nos hallamos ante el riesgo de un gran suicidio individual y colectivo, de manera que, si no logramos asumir nuestra tarea y realizar la buena opción, podemos acabar errando sin sentido, en un mundo sin luces ni señales de futuro, para dejarnos morir o destruirnos unos a los otros en guerra sin fin, bajo el poder de una Bomba que aniquila toda forma de existencia.

    Vivir sin más (vivir por costumbre, dejarnos llevar) se ha vuelto insuficiente para mantenernos en la tierra, tras haberla rodeado mil veces, para volver a encontrarnos otra vez y con riesgo más grande ante los mismos problemas de ansiedad, deseo de poder y lucha a muerte de unos contra otros.

    Ha llegado el momento de una decisión más honda, y sólo podremos tener un futuro y morar sobre el mundo si sabemos que la Vida merece la pena, no sólo en un plano intelectual, sino también moral, personal y social. De esa forma hemos vuelto, como por un rodeo, al tema de Dios, que se encuentra vinculado al sentido y tarea de la vida, en un mundo donde muchos afirman que él se encuentra ausente.

     

     

    Introducción

    En otro tiempo parecía que Él estaba siempre a mano, respondiendo de inmediato a nuestras voces. Pues bien, ahora debemos resolver las cuestiones inmediatas por nosotros mismos, como un niño perdido en el bosque, que no puede ya gritar para que venga un hada buena, y le saque del barro o barranco donde se ha metido, pues nadie de fuera podrá responderle. Así, también nosotros, debemos resolver los temas inmediatos de la vida por nosotros mismos, pero sabiendo que sigue pendiente la pregunta y tarea más honda, que somos nosotros mismos.

    En ese sentido, en el fondo de todo, seguimos preguntando por un Dios que, si existe, vendrá o, mejor dicho, estará con nosotros de un modo distinto, no para resolver problemas secundarios, sino para que podamos descubrir y asumir lo primario, siendo con gozo y esperanza lo que somos. De todas formas, seguimos preguntando por un Dios que nunca se ha ido, pues el Dios verdadero ha estado siempre, como impulso, sentido y presencia de nuestro camino en la vida, pues como sigue diciendo la Biblia, «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 27).

     

    Dios, el riesgo de la vida en libertad

    El judeo-cristianismo presenta a Dios como voluntad de salvación histórica, y en ese contexto sitúa el tema del origen y superación de la violencia, internamente vinculado a la protesta de los asesinados, en una línea cercana al postulado de Kant , pero entendido en forma social, no individual, y no sólo como exigencia de futuro (tras la muerte) sino como experiencia de presente. Nietzsche enraizaba al hombre en el eterno retorno de la Voluntad de Poder. Las religiones del Oriente le dejaban en manos de la lucha sin fin del eterno retorno (samsara), sin más respuesta que el destino propio (karma) y/o la evasión interior (lo brahmán, nirvana).

    En contra de eso, el Dios judeo-cristiano es voluntad de amor (paz), creador de una historia verdaderamente humana, de manera que «dejando» a los hombres en libertad original él les deja en manos de su propia libertad consecuente, abiertos al riesgo de la violencia, es decir, del rechazo del mismo Dios, de manera que ellos pueden caer en manos de su propia violencia (asesinato y suicidio) .

    Conforme a la visión bíblica, la situación actual del hombre no deriva de un descenso o caída de las almas (tema de hindúes y budistas, platónicos y gnósticos), ni de la dualidad intradivina (maniqueismo), sino del surgimiento y despliegue de la vida concreta, en un contexto histórico de libertad consecuente, con el riesgo del enfrentamiento social y del rechazo personal de la misma vida (cf. temas 10, 12). El mismo hecho de nacer en libertad y de distinguirse del mundo, implica un riesgo.

    Cada nacimiento humano introduce en la naturaleza un «nacimiento de Dios», pues cada hombre o mujer somos una ventana de Dios abierta en el mundo, en gratuidad y esperanza de una vida que trasciende la raya de la muerte. Pero, al mismo tiempo, rompiendo el equilibrio anterior, al nacer en libertad (en Dios), el hombre se abre a un infinito de posibilidades que pueden enfrentarle y le enfrentan de hecho con otros seres humanos .

    Nacemos de la misma libertad original de Dios, pero debemos asumirla y realizarla en un espacio de finitud, en relación de amor (y de posible enfrentamiento) con otros hombres y mujeres, de los que nacemos y con quienes convivimos. Como seres personales (infinitos), llamados a ratificar nuestra libertad (es decir, nuestra identidad) en un proceso de amor (gracia y riesgo), surgimos sin estar fijados, sin tener un deseo concreto, sin saber lo qué queremos y así necesitamos que nos despierten y enseñen lo que podemos desear, por su forma de ser y actuar, por su palabra y ejemplo. No deseamos simplemente cosas, como animales siempre limitados a opciones concretas, sino que debemos aprender a desear, en un espacio prácticamente infinito, partiendo de aquello que nos muestran otros (padres, maestros, modelos).

    Ésta es nuestra grandeza y debilidad: Nacemos a la vida personal (en la línea de lo numinoso) por deseo y enseñanza de nuestros engendradores y maestros. Por su gracia (don) brotamos y así, respondiendo de un modo gratuito a su oferta (que es la oferta de la libertad de Dios), nuestra vida puede volverse comunicación de amor, desde el mismo nacimiento, pero también puede convertirse en campo de conflicto y violencia. Por eso, cada nacimiento humano constituye un riesgo…

    No es riesgo el ser piedra o elefante, pues piedra y elefante son lo que son en el continuo de la realidad, pero es don y riesgo supremo ser hombre.

    a. Ser hombre es el mayor don posible, pues nada hay mayor que ser hombre, ni Dios que no es «más», sino sentido y hondura de la vida humana.

    b. Pero, al mismo tiempo, ser hombres es el mayor de todos los riesgos posibles, pues cada ser humano rompe (supera) el continuo de la naturaleza cósmica, apareciendo como puerta abierta al infinito de la Vida (ser persona en Dios), pero también como espacio de posible enfrentamiento y muerte, pues surgimos del deseo (y posible egoísmo) de otros seres personales, con quienes podernos enfrentarnos y matarles.

    De esa forma descubrimos (como supo y dijo S. Freud) la paradoja del origen de la vida. Los padres (engendradores) nos señalan y prometen precisamente lo que tienen, pero, al mismo tiempo, parece que nos impiden poseerlo, pues lo tienen como propio y además se encuentran muchas veces enfrentados entre sí y así introducen en su conflicto a los que nacen. Cada vida surge por gracia (eros), pero en los bordes del pecado o muerte, es decir, de la violencia ajena y propia (thanatos):

    ‒ Por gracia nacemos, pues otros nos han dado lo que somos y tenemos. No nos movemos, ni existimos, ni conocemos por naturaleza (como animales), ni por conquista propia, sino por regalo de otros seres personales (padres), de quienes aprendemos a vivir. No brotamos de una idea abstracta o de un poder cósmico-vital, sino del deseo-don de aquellos que nos dan su vida y nos regalan su cuidado (amor y palabra), abriendo nuestra voluntad y entendimiento a lo que tienen y desean (con el conflicto que ello implica).

    Somos lo más débil (nada tenemos por nosotros mismos), siendo, al mismo tiempo, lo más fuerte (vivimos de la gracia de los otros, por don originario). Por gracia nacemos, pues Dios ha querido así crearnos pero de tal forma que seamos nosotros (desde los familiares) nuestros creadores. Todo nos los da, pero de tal manera que debemos realizarlo por nosotros mismos. Ésta es la experiencia fundadora, raíz de toda vida humana.

    ‒ En riesgo vivimos. Al recibir la vida nos introducimos en un espacio que puede estar marcado por el enfrentamiento de los padres, y por la violencia social dominante. Donde hay gracia hay posibilidad de des-gracia. La misma vida, para desplegarse en plenitud, nos tiene que situar en el borde de la muerte, es decir, en el lugar de la gran elección marcada por los dos árboles de Gen 2 o por los dos caminos de Dt 30, 15-16.

    Éste es un conflicto constitutivo: Por un lado necesitamos a otros para ser (de ellos nacemos), para conocer nuestra identidad y descubrir lo que queremos, y así debemos agradecerles todo; pero, al mismo tiempo, sospechamos que ellos (esos otros) nos impiden tener lo que queremos, es decir, lo que ellos tienen, de forma que estamos inmersos en un enfrentamiento que nos precede (propio de los padres de quienes nacemos y de la sociedad en que maduramos). La misma gracia (recibimos lo que somos), puede volverse des-gracia: Para recibir y retener lo recibido debemos enfrentarnos a otros, creciendo así en un conflicto, como sabe la Biblia, de Gn 3 a Rom 1-8.

    Según eso, nuestro nacimiento es gracia, y así podemos responder en gratuidad, agradeciendo y regalando lo que somos. Pero, al mismo tiempo, es riesgo de des-gracia pues surgimos en medio de un conflicto del que formamos parte a medida que crecemos. No deseamos las cosas simplemente en sí (por lo que son), como objetos de simple consumo, sino por lo que significan para (y con) otros, pues de ellos las recibimos y ellos son para nosotros el primer objeto de gracia y/o conflicto, como sabía Hegel, e incluso Marx (cf. temas 8 y 10).

    Así aprendemos a vivir por gracia de otros (madre, padre, hermanos…), pero introduciéndonos en el cruce de sus deseos de manera que debemos optar, siempre con riesgo, pues aprendemos a vivir desde el deseo/interés de unas personas enfrentadas. Si naciéramos sólo de una persona, y ella (la madre) fuera simplemente buena no habría quizá riesgo, pero tampoco verdadera libertad, sino fusión (imitación), pues el niño sería prolongación de ella, no una nueva persona (con otros puntos de vista, otras referencias). Sólo podemos nacer de verdad (en libertad) allí donde tenemos padres (generadores personales), debiendo aprender a situarnos ante ellos (y ante otros), viendo por sus ojos, escogiendo y creciendo entre sus conflictos .

    Nuestro nacimiento es por tanto la gracia más grande (nos han regalado la vida), pero puede convertirse en lugar de riesgo y de violencia, simbolizada por la serpiente de Gn 3, que es signo de desconfianza y de lucha. En esa línea podemos añadir que la misma vida humana es un riesgo que Dios ha tomado al crear (engendrar) a unos seres personales finitos que nacen por gracia, pero también en un espacio y camino conflicto con otros seres personales.

    Ése es el enigma (la gran prueba o apuesta de Dios) que se arriesga a expresarse a sí mismo en lo finito, desplegando su eternidad en el tiempo y su amor total en formas limitadas (frágiles y enfrentadas) de amor humano. Esto nos lleva a situar el tema de Dios en clave de historia .

     

    Esperanza, revelación histórica de Dios

    En principio, la historia debía haber sido un camino de generosidad, pero de hecho, hemos crecido no sólo entre riesgos (cosa inevitable, por la constitución de nuestra libertad), sino también entre engaños y violencias, con dominio injusto de unos sobre otros, y con riesgo de destrucción universal, como indicaba la misma Biblia (cf. Gn 2-3; 6-8). En este contexto se plantea aquello que, de un modo simbólico, llamamos pecado original, que es desconfianza de Dios (de la realidad en su conjunto), rechazo de la propia vida (suicidio) y violencia contra la vida ajena (asesinato, opresión de los pobres y distintos).

    Así podemos afirmar que Dios es bueno, y que son buenas las «buenas» las cosas que él ha hecho, con la historia de los hombres (cf. Gn 1). Pero al crear al hombre en libertad finita y en multiplicidad (varón y mujer, padres hijos, sociedad y sociedades…), Dios ha tomado un riesgo inmenso, un riesgo suyo (¡del mismo Dios!) en la historia de los hombres. Dios ha apostado así por ser y hacerse en finitud, con el «problema» que ello implica. Dios se ha enfrentado así (pudiéramos decir) con el riesgo del fracaso de su propia historia en la vida de los hombres.

    Dios ha dejado su historia (se ha dejado a sí mismo) en manos de los hombres, en manos de la riqueza pero del posible enfrentamiento del varón y la mujer, de los hermanos entre sí, de los hombres con los hombres (cf. Gn 2-6). En ese contexto, la Biblia supone que ante el riesgo de la gran violencia de la vida, los más fuertes (triunfadores) se han unido entre sí y se han elevado contra sus enemigos (adversarios), para vencerles, imponiendo sobre ellos su poder y sacralizando la violencia que les ha permitido triunfar, instituyendo así los sacrificios (humanos o animales; cf. Lv 16).

    Esta ley del sacrificio (vinculado a la paz que se logra por sometimiento) ha definido la historia política (religiosa) de la humanidad hasta el momento actual, de manera que son muchos los que han interpretado a Dios como violencia suprema (invirtiendo la visión de este libro). Sólo un cambio en la visión de Dios podrá transformar nuestra forma de entender la historia, como la Biblia sigue sabiendo y diciendo desde la historia de Abraham (cf. Gn 12) y desde la experiencia del Éxodo (Ex 1-15). Y de manera inversa, sólo un cambio en nuestra forma de entender y realizar la historia, en línea de justicia y reconciliación (liberación), podrá transformar nuestra visión de Dios, pues en él vivimos, nos movemos y somos (Hch 17, 18).

    Para leer todos los artículos del autor, pincha aquí:

     

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    Jesús Bastante

    Escritor, periodista y maratoniano. Es subdirector de Religión Digital.

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