José María Rivas

Impacto de la invalidez y trastienda de la ley del celibato

"Dada su derogabilidad, es imposible que obligue en conciencia bajo pecado grave"

Impacto de la invalidez y trastienda de la ley del celibato
José María Rivas

La "ley del celibato" es el último modo de enunciar lo que en origen e históricamente ha sido simple "prohibición de matrimonio"

(José María Rivas).- Rehago aquí, desde perspectiva nueva, mi artículo de 04-06-2010. Como mis demás escritos, también éste queda abierto a todos, aunque se lo ofrezco en especial a los miembros del MOCEOP. Por si me lo quisieran recibir a manera de brindis mío en la celebración de sus cuarenta años, los días 4 y 5 del próximo noviembre. Lamento no haber sabido hacerlo más breve. Espero se me disculpe en atención a la ocasión.

A.- Invalidez del celibato y limitaciones matrimoniales al clero:

A tenor del decreto Presbyterorum Ordinis «el celibato, que primero sólo se recomendaba a los sacerdotes, fue luego impuesto por ley…» (16,3). Su imposición, y la de las demás limitaciones clerogámicas, tuvieron que provenir necesariamente de edicto eclesiástico, emitido tras iniciar la iglesia su andadura histórica. Ninguna existía antes. Son por tanto derogables. Como lo es todo aquello cuya urgencia deriva sólo de decreto eclesiástico.

Dada su derogabilidad, la ley del celibato sacerdotal es imposible que obligue en conciencia bajo pecado grave. De hacerlo conllevaría una sanción que, como tengo repetido, habría de ser rescindible a la vez que eterna. «Rescindible», por exigencia de la propia naturaleza de la ley derogable y por exigencia de la perfección infinita del Amor que es esencia de nuestro Dios (1Jn 4,8). «Eterna», por ser esa la voluntad del legislador. Y no se invalida este planteamiento con lo de ser la del infierno creencia propia del primitivismo religioso, ya superado en nuestro tiempo adulto. Porque en tal caso, la conclusión sería más extrema y radical: de no existir el infierno, no podría haber ley ninguna sancionada con él. Ni la del amor (Mt 25,41-46).

De la contradicción «eterno-rescindible» ya traté en mi escrito «¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?» (ECLESALIA 16-10-2009). También la he tocado en varios otros de mis artículos, como por ejemplo los tres últimos. Supuesta ella, es obligado afirmar, que quienes aceptan la validez de ley abolible sancionada con pena eterna -y acabo de decir que así son la del celibato y las relacionadas o anexas a él- profesan, aunque no lo adviertan, una contradicción lógicamente inaceptable y, también, blasfema. Por entrañar negación de al menos la racionalidad y la justicia de Dios, además de su Amor.

Con sólo lo anterior basta para rechazar de cuajo la ley celibataria y para proclamar a los cuatro vientos su invalidez, por más confirmada que haya sido por papas y concilios ecuménicos a lo largo de los siglos. Todas esas confirmaciones son encima igualmente derogables. No obstante, voy a recoger algunos datos de la historia de su implantación. Ayuda a captar su carencia de soporte cristiano y su consecuente invalidez, aun en el falso supuesto de no brotar ésta de la sola derogabilidad de la ley. También ayuda a descubrir la «trastienda» que impide derogarla.

La prohibición de contraer matrimonio tras la ordenación, no integró el originario legado apostólico. Es lo que obviamente admiten las líneas del decreto PO arriba recogidas (16,3). Tampoco alcanzó rango de norma general hasta pasados once siglos y cuarto. En concreto hasta el año 1123. Y la recomendación misma de celibato no fue ni tan inicial ni tan unánime como suele sostenerse. Aunque sí parece haberlo sido la exhortación a la continencia en pro de la pureza ritual, gratuitamente deducida de 1Cor 7,5. Elijo como prueba suficiente de la tardía implantación del celibato, de entre los varios datos que guarda la historia, las normas clerogámicas vigentes en la misma Roma, al menos hasta avanzado el siglo V.

El Sínodo Romano del año 402, presentado por varios como el primero en imponer el celibato, lo que en realidad hizo fue prohibir «que el clérigo se case con «mujer»». Así literalmente en su disposición IV. ¿Podría casarse con alguien más? Sí, según la disposición siguiente, la V, que da como precepto de la Escritura la razón de la prohibición: «Porque está escrito (Ez 44,22) que debe hacerlo con «virgen»». ¡Luego este Sínodo no prohibió al clero casarse! Sólo limitó sus posibilidades de matrimonio, al señalar con quién debía contraerlo.

La oposición entre los términos «mujer» y «virgen», obliga a deducir una diversidad de significado entre ambos en el habla latina de entonces, tan obvia que parece ofensivo aclararla. Pero la aclararé, y un tanto rudamente, para que llegue a todos, ya que no la advirtieron -he de suponerlo y no que se la callaran intencionadamente, o no se molestaran en leer la Disposición V- ni el primero que dio con la precedente, ni todos los historiadores eminentes que luego le han seguido: entonces se llamaba «mujer» exclusivamente a la hembra humana que ya había tenido relación sexual, y «virgen» a la que aún no. De ahí que la exclusión de casado con «mujer» la concretara el sínodo en la del casado con viuda o repudiada. Incluso en el caso, no insólito entonces, del pagano que se había casado antes de convertirse. El matrimonio con «mujer», que no el celebrado con virgen, se juzgaba sin excepción alguna posible, impedimento para las órdenes, insubsanable hasta por el bautismo (MANSI 3,492).

Esas disposiciones, no sobrepasaron las normas del papa Siricio (384-399), en cuyas decretales no hay ni sombra de exhortación al celibato. Lo que sí hizo en ellas fue prohibir a los clérigos, y por cierto muy enérgicamente, que contrajeran matrimonio por segunda vez -entendido tanto de forma simultánea como sucesiva- o que lo hicieran con no virgen (PL XIII: col.1142, líns.16-18; 1143,20-1144,5). Es decir: con viuda (col.1159,3-6), repudiada o meretriz (1141,12-17). Para respaldarlo todo en la Escritura, Siricio apeló a lo de «marido de una sola esposa» (1Tim 3,2.12), no sólo en las dos formas posibles de entenderlo; sino a la vez en la de «marido de esposa de uno solo». Éste último significado es posible desde la Vulgata. Por ser igual en latín el femenino y el masculino del genitivo de «unus». Pero no a partir del texto original griego, idioma que distingue entre ambos géneros: «de una → miâs y de uno → ‘enós».

B.- La ley de continencia y su evolución hacia la del celibato:

No he conseguido saber si el Sínodo citado, celebrado tres años después de morir Siricio, asumió también la ley de continencia, urgida asimismo por él. Pero la cuestión no parece relevante, por haber mantenido Inocencio I la misma postura al respecto que su inmediato antecesor Siricio en tres de sus cartas. Las cita el Card. Stickler en «El Celibato Eclesiástico. Su Historia y sus Fundamentos Teológicos».

Lo trascendente en esta cuestión es que el papa urgió a los clérigos casados la continencia conyugal. Lo hizo no sólo exhortando, conforme al sentir en la época sobre su conveniencia, en orden a la «pureza aconsejada» para orar y administrar los sacramentos; sino como exigencia permanente. Es más: las propias expresiones de Siricio en sus decretales, llevan a pensar que fue él quien promulgó la ley de continencia. Pues lo que hizo, lo hizo sin duda alguna consciente de ser el Primado, o incluso apelando expresamente a ello (1132, 14-1133, 1; 1138, 12-14), y con intención de vincular a los tres grados del orden con norma general e inapelable, que debía cumplirse en todas las iglesias (1139, 8-11; 1140, 8-12; 1142 ,8-10; 1145, 22-1146, 1; 1146,18- 20 y 1184, 19-20). Así dictó todas sus normas. Y para afianzar su cumplimiento, amenazó a los que no cumplieran la de continencia, con la privación del ministerio y de sus emolumentos (1140, 8-13.), con la excomunión y las penas del infierno (1162, 6-9), y se reservó la sentencia de quienes ordenaran o fueran ordenados sin guardarlas (1145, 22-1146, 1).

A nosotros no nos cuadra nada que se permitiera el matrimonio, aunque fuera sólo el monógamo y con virgen, y que a la vez se exigiera la observancia de continencia conyugal. Nos resulta de una ingenuidad pasmosa y de una falta de realismo inconcebible. Son fallas que parecen haber afectado a Siricio y a bastantes de sus contemporáneos eclesiásticamente relevantes, incluidos varios de los llamados Santos Padres. Pero son fallas de las que cierto no adolece, ni nuestro refranero popular: «Entre santa y santo, pared de cal y canto».

Por más absurdo que a nosotros nos parezca, así fue. No creo que pueda explicarse, salvo por respeto subconsciente, a la dura reprobación de los que prohibirían el matrimonio. La formulada por Pablo y aún viva, al parecer, en la conciencia eclesial; aunque no por mucho más tiempo. La vía de escape de tal reprobación parecería haber sido: «No se prohíbe el matrimonio, sino la vida conyugal». Como si para evitar una condena bastara con eludir su formulación literal: «El Espíritu dice abiertamente que en últimos tiempos algunos abandonarán la fe, dando oídos a inspiraciones erróneas y a enseñanzas de demonios, impostores hipócritas de conciencia marcada a fuego, que prohíben casarse…» (1Tim 4,1-3).

La ley de continencia permaneció tras la muerte de Siricio, al menos como meta a conseguir. En la práctica fracasó en la gran mayoría de las demarcaciones, así como todas sus normas complementarias. Lo mismo sucedió con las decretadas en los siguientes siete siglos, de forma cada vez más restrictiva, y un tanto oscilante y dispersa por la geografía. Cuando aquí cuando allá; cuando una cuando otra. Siempre en procura de la observancia de la continencia absoluta. Igual ocurrió con las fuertes sanciones, algunas de «extremada brutalidad medieval». Como azotar en plaza pública a las mujeres de los clérigos y venderlas como esclavas. Con todo, varias de esas normas terminaron por cuajar como generales. Fueron la de separación de los ya casados al ordenarse; la de los que se casaran luego; la prohibición de contraer matrimonio tras las órdenes, y la exclusión del orden sacerdotal de los que no se sometieran. Pero su cumplimiento tampoco alcanzó en todas partes un nivel mínimamente satisfactorio. Lo demuestra la sola reiteración insistente de las normas y su progresivo angostamiento.

La generalización oficial para toda la iglesia de esas normas se produjo en el Concilio Lateranense I (1123). Y dieciséis años después, otro concilio también ecuménico, el Lateranense II, decretó por primera vez la nulidad del matrimonio de los ordenados. De este modo se garantizaba la prohibición de contraerlo tras la ordenación, y se justificaba la exigencia de separación de los que se habían casado. Cuatrocientos cuarenta años después, Trento afianzó esa declaración de nulidad, con anatema contra quien la negara. Trató, al parecer, de neutralizar así las arremetidas de la reforma protestante.

El anatema de Trento, afectado por igual derogabilidad que las anteriores decisiones, no admite otro significado que el de exclusión de la «iglesia societaria romana», nunca de la de Jesús (remito a mi artículo del 01-03-2010). Ni, por supuesto, de la salvación eterna. Aunque sí puede plantear serios inconvenientes al vivir la fe en comunidad. Nadie, como tengo tan repetido, ni por más clérigo que sea, puede quedar vinculado en orden a la salvación eterna por «ataduras» derogables. Así son en suma todas las citadas aquí en esta materia y la que podría denominarse ley explícita de celibato o de soltería clerical, que esto es lo que significa «celibato».

Coherente con la bajada del «limbo originario…» que se había ido produciendo y con la evolución legislativa pergeñada, el c. 277, § 1 del CIC, formula así para nuestro tiempo esa última ley: «Los clérigos están obligados a […] continencia perfecta y perpetua […] y, por tanto, […] a guardar el celibato…». O sea, que lo primero fue la continencia y lo segundo el celibato, y que éste se acaba imponiendo por causa de la guarda de la continencia.

C.- El porqué histórico de la continencia:

Pero, ¿de dónde la obligación de continencia? De ley promulgada según todos los indicios, como ya he dicho, por el papa Siricio ¿Pero en base a qué?; ¿qué le movió a establecerla? Lo recordaré rapidísimamente.

Para el papa Siricio la relación sexual, incluida la conyugal, era suciedad (1186, 4-5); pasmo con las pasiones obscenas (1140, 13-14); lujuria (1138, 28); crimen (1138, 16-23); vida de pecadores (1186, 13-14); práctica de animales (1186, 22-23) y oprobio para la iglesia (1161, 5-7). El que se «manchaba» con ella se excluía de «las mansiones celestiales» (1185, 4-6), y si el laico quedaba por ella incapacitado para ser escuchado cuando rezaba -Siricio lo da por supuesto-, con mayor razón el clérigo perdía su «disponibilidad» para celebrar con fruto el bautismo y el sacrificio (1160, 9-1161,3), celebración que da a entender podía requerírsele en cualquier momento.

Todo esto fue lo que llevó a Siricio a concluir «No conviene confiar el misterio de Dios a hombres de ese modo corrompidos y desleales, en los cuales la santidad del cuerpo se entiende profanada con la inmundicia de la incontinencia» (1186,14-19). La que no he visto expresada en sus «Decretales», ni en parte alguna, es la conclusión que de ello sacaría respecto de su propia madre y de su propio padre…. Ni si él se tendría por un hediondo hijo más de perdición, o tal vez por una excepción en la especie humana. Algo así como «chorrito potable de agua cristalina y límpida, fluyente de la unión, según él pestilente y pútrida desde que empezó a darse por designio de Dios (Gn 1,28), de las aguas de dos manantiales creados buenos por Él» (Gn 1,27+31).

Hoy nadie profesa conscientemente nada de eso, aunque sí ha habido muchos que lo reiteraron a lo largo de los siglos. Con palabras explícitas y tácitamente. Con la persistente anatematización de los impugnadores de la ley celibataria, y con la misma canonización del papa Siricio por Benedicto XIV en 1748. ¡Casi mil cuatrocientos años después de su muerte! Y, desde entonces, ¡todo el mundo tan contento por contar con un nuevo espejo oficial de cristianismo en el que mirarse!: ¡¡San Siricio…!!

¿No hubiera sido mejor, no digo condenarlo, sino declararlo hereje? ¡Por supuesto que sí! ¿O es que no creía que la relación sexual era, en resumen, engendro del diablo y no invento del Creador? Pero entonces no era posible hacer esa declaración. ¡¡Ni por ahora lo es!! Los llamados a ser testigos de Jesús y transmisores de su enseñanza, no advirtieron, al menos con conciencia plena, ni parece que ahora lo adviertan:

– que el precepto de continencia urgido por el papa Siricio fue explícitamente reprobado por Pablo, al incluirlo entre «los que no se deben dejar imponer los que están muertos con Cristo a lo elemental de este mundo» (Col 2, 20-21). ¿O es que el verbo de «mè ‘ápse → no cojas», en Col 2,21 no es exactamente el mismo que el de «mè ‘ápteszai» de 1Cor 7,1, sin más diferencias que las propias del tiempo y modo de su conjugación en voz media, en la que él se usa en cada caso?; ¿es que no se traduce ‘ápteszai en el sentido de relación sexual, bien entendiendo como eufemismo el verbo castellano usado al traducir -«no tocar mujer»-, bien utilizando expresión equivalente -«abstenerse de mujer»?; ¿y no da el diccionario griego como significado propio de ese verbo en voz media, el de «coger», en el sentido sexual que la palabra tiene en Hispanoamérica?; ¿y no es éste también uno de los significados propios del latino «tango», verbo con el que la Vulgata traduce ambas expresiones griegas?

– que eso de que «bueno es para el hombre abstenerse de mujer» de 1Cor 7,1 no puede tener otro sentido, salvo que se le atribuya a Pablo incongruencia, que el de Col 2,23. Esto es, el de privación que tiene «ciertamente ‘traza’ de sabiduría en ‘religiosidad voluntariosa’, en humildad y en severidad con el cuerpo, no en valor alguno para la plenitud ‘del hombre caduco’ -lit. ‘carne’-».

Ni han percibido eso, ni tampoco parecen caer en la cuenta de que la continencia del papa Siricio no es cristiana, sino maniquea del todo y de arriba abajo. Así se enseña en las Facultades de Teología Pontificias, en las que muchos de ellos se graduaron de doctor. Porque la relación conyugal no puede:

– manchar a ningún casado, ni excluirle del reino de los cielos, salvo que ella fuera obra del diablo;
– ni incapacitarle para ser escuchado cuando reza, ya que de hacerlo, excluiría además del perdón de Dios, incluso en el lecho de muerte, a quien se lo pidiera después de tenerla;
– ni truncarle la «disponibilidad» para administrar con fruto los sacramentos en cualquier momento, ya que ello se opondría al dogma de su eficacia «ex opere operato», al condicionarla a la «sacrosanta…» continencia de quien los administra.

Tampoco han tenido, ni tienen presente:

– que urgir continencia al casado es coaccionarlo a no respetar lo de «no ser dueño de su propio cuerpo, sino el cónyuge respectivo»; y a faltar al deber que tiene de «no defraudar a la propia esposa, ni ponerla ni ponerse, en riesgo de ser tentados de incontinencia» (7,3-5);
– y a simular el sacramento del matrimonio. Hablo de cuando se permitía después de la ordenación, previo compromiso de continencia. Lo menciono igual que lo anterior, por haber sido cosas acaecidas por orden de la iglesia jerárquica, no porque suceda ahora. Y lo hago en el supuesto de rechazarse la generación in vitro, y en el de ser cierto que «El matrimonio está ordenado, por su misma índole natural al […] y a la generación y educación de la prole» (C.I.C. c.1055), hasta el punto de ser motivo de su nulidad la exclusión de la prole con un acto positivo de la voluntad (C.I.C. c. 1101,2). ¿No era tal aquel compromiso de continencia?

Se ha pasado y pasa igualmente por alto:

– que con lo de la separación de los clérigos casados y lo de la nulidad de su matrimonio, se quebranta lo de que «el hombre no separe lo que Dios unió» (Mt 19,6);
– que la prohibición de contraerlo viola un derecho natural del hombre, contenido en el destino bíblico del hombre sobre la tierra (Gn 1,28 y 2,23-24), y además constituye en sí misma, según Pablo, abandono de la fe (1Tim 4,1-3);
– que la sustitución de la primitiva prohibición de contraer matrimonio, por el moderno compromiso «libremente asumido» de no casarse, es sofisma con el que trata de eludirse la condena por ese abandono de la fe que es la prohibición del matrimonio (1Tim 4,1-3) y, a la vez, cargar sobre el ordenado todo el peso de la responsabilidad de su incumplimiento. ¿O es que con él no se pretende asegurar la observancia de preceptos preexistentes desde antiguo, que se le exigirían aunque no formulara tal compromiso?;
– que al exigir el celibato se rebasa el requerimiento paulino, y se olvida lo de que «por evitar la fornicación, tenga cada uno su mujer y cada una su marido»;
– que se olvida hasta el punto de poder luego de veras, cuando se da ella o sus perversiones sustitutivas, irreducibles a la sola pederastia patológica, rasgarse con todo aplomo y sin sonrojo, con gran lamento y quebranto, las propias vestiduras vindicativas y punitivas, como si no se tuviera responsabilidad ninguna en ello…

D.- El impacto de la invalidez evangélica de la ley del celibato:

He dicho que «no advirtieron, al menos con toda conciencia, ni parece que ahora lo hagan», porque ya no puedo decir que «no les ha importado, ni les importa en absoluto para nada, nada de lo que acabo de enumerar, con tal de llevar la suya adelante por siglos y siglos, erre que erre, anatema tras anatema, y salvaguardar su pretendida autoridad. Una autoridad imposible en lo tocante a leyes derogables con pena eterna, y reprobada por Jesús en lo societario terrenal» (Mt 20,25-28), por «no ser su reino como los de este mundo» (Jn 18,36).

Esto, sinceramente, y «bastante más..», fue lo que yo pensé al sufrir la fuerte sacudida -algunos le dicen «trauma»- que me produjo tropezarme con un papa, canonizado encima, que impuso errores y herejías al amparo de su condición de Primado (1146,3-6), y que lo hizo con un vigor y aplomo tales que lleva a preguntarse si no se creería, por lo del «atar/desatar» de Mt 16,19, con poder para enmendarle la plana al mismo Creador. Y encontrarlo todo eso en Decretales, cuya veneración se me había inculcado cuando menos como testigos de la fe verdadera. Y saber que había sido la misma iglesia quien había avalado esos desatinos y los había difundido sin freno, durante casi diecisiete siglos, sin advertir siquiera las incoherencias doctrinales a que dan lugar.

Fue choque frontal con lo que se me había enseñado, desde pequeño hasta licenciarme en teología. En resumen y principalmente, sobre la asistencia del Espíritu Santo sobre la iglesia, y la imposibilidad de su yerro en materia de fe y costumbres. Me sentí engañado en cuestiones cardinales. Mi instinto fue mandar «al infierno» a todos mis «maestros» para que en él se revolvieran para siempre, y todo lo que me habían trasmitido. Todo, menos el haberse jugado Jesús la vida por nosotros hasta la cruz, y lo claramente vinculado a su entrega.

Pero al final, no pude «mandar al infierno para siempre» a las personas. Porque no podía creer que hasta mis propios padres hubieran intervenido a sabiendas en urdir mi engaño y el de mis hermanos. Con el correr del tiempo y al irme serenando, brotó en mí igual incredulidad respecto de todos los que habían intervenido en mi formación. Por advertir que yo había hecho a mi nivel, exactamente lo mismo en la creencia de estar siguiendo las huellas del Buen Pastor, y que así les había podido suceder a los demás. Acabé concluyendo que tanto ellos como yo, habíamos sido víctimas de esa «tradición» humana que aplasta, y que mueve a preferirla a ella antes que al precepto de Dios (Mc 7,8). ¡Sin percatarse uno de nada! Como si se tratara de silenciosa e inadvertida «herencia genético-religiosa» que pasa de padres a hijos inconscientemente, como le sucedió a Pablo (Gal. 1,14). Así consideré esa conclusión mía en mi libro «La parábola del pecado original».

Desde entonces no me veo legitimado, aun olvidado por completo del Evangelio, para condenar a nadie, ni por más que me crea en la verdad, ni por más que de entrada me exacerben algunas cosas… Aunque sí me creo estarlo para manifestar razonadamente mi disentimiento y para esperar aún una respuesta igualmente razonada, aunque no crea que exista después de los años que llevo esperando la que pedí a Roma directamente. No insultos, que sólo sirven si acaso como pesas de balanza que evalúe la incapacidad de razonar que se tiene. No anatemas, que a lo largo de la historia se han demostrado del todo estériles. No acercamientos de conmiseración infundada, que ofenden la dignidad humana. Y además me veo legitimado para abrigar la esperanza de que también los sucesores de los apóstoles escaparán como yo de esa «tradición», y que sanarán de la como castración del brío y del raciocinio que produce respecto de la verdad. De suerte que tengan en la iglesia latina y en la oriental, los mismos redaños que tuvieron en la persa-caldea, para reconocer como aquéllos las cosas tal como en realidad han sido, y actuar en consecuencia.

En esas iglesias, en efecto, al siglo de la muerte de Siricio, considerándose y estando aún en comunión con Roma y no sólo con Jesús, se reunieron en los concilios de Beth Edraï y Seleucia-Ctesifonte, y calificaron la disciplina celibataria de tradiciones gastadas y nocivas. Por ver en ella, en consonancia con las advertencias de 1Cor 7, la causa de los adulterios y fornicaciones producidos en sus demarcaciones tras su implantación. En consecuencia prohibieron a los obispos imponérsela a su clero respectivo, y autorizaron a todos el matrimonio legítimo, ya antes ya después de la ordenación. Por ser él y la procreación de los hijos, buenos y agradables a los ojos de Dios. Y aprobaron incluso el segundo matrimonio de los clérigos enviudados, aunque se tratara del «Catholicós». Éste era el título que entonces se daba a los patriarcas de las iglesias desmembradas del Patriarcado de Antioquía. No me invento estos datos. Los he tomado básicamente de Crouzel sj, profesor del Instituto Católico de Toulouse y de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, en su colaboración en Sacerdocio y Celibato (BAC. 1971: págs. 292-293).

Digo «que tengan esos mismos redaños», en vez de empeñarse en encontrar nuevas razones que justifiquen hoy, o al menos apuntalen, una ley que, por su condición de derogable, es edificio tan inservible para alcanzar la eternidad, como lo fue la torre de Babel para llegar al cielo. Y, encima, en ruinas. Por haberse construido en ciénaga movediza y levantado sus muros y tabiques desaplomados del Evangelio. La búsqueda de nuevas razones, pedida también a los presbíteros en la preparación del Sínodo de 1971 -sobre sacerdocio ministerial-, pregona a las claras que en el fuero interno se reconoce esa ineficacia y esa ruina, aunque nadie lo manifieste en público. Pienso que por ser la ley del celibato diseño y proyecto aciagos y funestos del primado, y por haberse desfondado en su construcción el magisterio eclesiástico de siglos y la jerarquía entera. Ésta es la «trastienda» que ha impedido, y que impide hoy, derogar abiertamente y del todo la ley del celibato.

Aunque no fuera así, lo que no admite duda es, en resumen, que «ley de celibato» es el último modo de enunciar lo que en origen e históricamente ha sido simple «prohibición de matrimonio», y que como tal se ha conocido; que la misma constituye para la Escritura «abandono de la fe» (1Tim 4,1-3); que esta «apostasía» se justifica, incluso a nivel canónico, en razón a la «obligación de guardar continencia» (CIC c. 277, § 1), obligación ésta que, también según la Escritura, «no deben dejar imponerse, quienes están muertos con Cristo a los elementos del mundo, y no tienen en éstos su vivir» (Col 2, 20-21).

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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