Ortega: Occidente, aspirando a ser revolucionario, nunca lo fue del todo, sencillamente porque nunca acertó a conseguir -la Historia lo advera- que el hombre fuera más hombre y menos depredador del hombre
(Santiago Panizo).- Esta mañana termino la lectura con meditación y notas -sosegada e inquisitiva- del magistral ensayo, Apéndice del Tema de nuestro tiempo, que Ortega y Gasset dedica a decir su punto de vista sobre el «ocaso de las revoluciones» en Occidente.
Me ha dado luz e iniciativas para interpretar realidades que -ahora mismo- no sólo pasan o nos pasan, sino que preocupan, inquietan y hasta dan miedo a veces a cualquiera que no sea piedra, vegetal que trepa o camaleón que se mimetiza. Y como el fenómeno es incitante -al menos para mí-, no me resigno a cerrarla sin echar un «cuarto a espadas», como suele decirse, y adobar con mis reflexiones de hoy -pocas y breves- algunos de los puntos de vista de nuestro pensador.
Vayan, pues, algunas ideas al aire del final -sobre todo- del sustancioso y grato relato. Eso sí, con pasajeras alusiones al clima de nuestro tiempo y a las perspectivas del futuro del hombre en climas así, sea el de seres racionales cada vez más humanos, o sea el de hombres y mujeres alienados, robotizados, más dependientes y autómatas, más utópicos e ilusos y, sobre todo, más superficiales y frívolos. Es decir, mejor vestidos, comidos y holgados, pero menos hombres o menos hechos como tales.
De la lectura de este ensayo, la de ayer, me impactó con fuerza una idea que se atribuye tanto el espartano Alceo como al argivo Píndaro; una idea que les inspiró el surgir -entre lo alto y lo bajo de aquella sociedad, entre la nobleza y los plebeyos- una tercera clase social de los mercaderes y demás aventureros de la «pela», por así decir, de la gente que, en todo tiempo, ha dado primacía y hasta culto al dinero y sus réditos. La frase original era muy corta: «Chrémata, chrèmata aner», «el dinero, el dinero es el hombre».
Pero dejemos por ahora a la frase estar y vayamos a otros pasos finales del sugerente ensayo.
Vayamos a ese presagio de Ortega. según el cual «las revoluciones» de verdad -las del cambio-cambio sin mover la esencia de las cosas- viven horas de ocaso en este Occidente que, aspirando a ser revolucionario, nunca lo fue del todo, sencillamente porque nunca acertó a conseguir -la Historia lo advera- que el hombre fuera más hombre y menos depredador del hombre, «un lobo para el hombre» en la virulenta y acerada expresión de Hobbes.
La razón de tan maléfico sino -aspirar de siempre a ser lo que nunca se pudo ser del todo- la ofrece Ortega en las últimas líneas del ensayo. «En el ocaso de las revoluciones, las ideas van dejando de ser un factor primario». Es decir, si las revoluciones de verdad -porque las otras, las violentas y sangrientas, se quedan mejor en reacciones que, más que progresos, son regresiones a ese «salvaje» que todos llevamos en los bajos fondos del alma- son, como enseña Ortega, «unas determinadas afecciones de la inteligencia» –hace falta ser inteligente para ser revolucionario y no quedarse en reaccionario meramente (si el revolucionario de verdad es todo un artista del cambio y la renovación, el reaccionario es el botarate de la barricada y el adoquín); si, como se observa por la poesía reflexiva de don Antonio Machado, que «de diez cabezas. una piensa y nueve embisten», y que -como ahora pasa- hay bastantes profesores y maestros -no todos, claro- del «cumplo y miento» y bastantes alumnos -no todos, claro- a los que importa más hacer «novillos» secundando huelgas que emplearse a tope en estudiar y aprender; si ello es así, nada extraño tiene que las verdaderas revoluciones, las que logran hacer al hombre más hombre en todos los ámbitos -materiales pero sobre todo espirituales- de su razón vital-, estén asomando al horizonte de los ocasos.
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