Si hay un caso en Europa en que, en el día de hoy, se cumpla la condición de unidad forzosa que según el Papa Francisco legitima la secesión, es Cataluña
(Hilari Raguer osb).- Un artículo del cardenal Sebastián («Cataluña querida», en Vida Nueva, 28-X a 3-XI- 2017) me suscita unas reflexiones que, aunque soy veterano colaborador de la revista, no me han querido publicar, por lo que las expondré por otros canales.
La idea central del cardenal es que el nacionalismo catalán (no habla nunca del nacionalismo español) es algo fomentado artificialmente desde el poder autonómico mediante una escuela y unos medios de comunicación controlados por la Generalitat. Los nacionalismos peligrosos no son las pequeñas naciones que quieren sobrevivir, sino los grandes estados-naciones que quieren absorber pequeñas naciones de su interior o de su vecindad, como es el caso de Castilla en España o de Serbia en la antigua Yugoslavia.
Cataluña es una nación milenaria, de base no étnica sino cultural, con una identidad cuajada, con un estilo de vida peculiar, con una lengua propia y con un sistema de valores forjado a lo largo de su historia. Cuando en 1940 Himmler visitó Montserrat en busca del Santo Grial, al ver en el museo de prehistoria un sepulcro ibérico con el esqueleto de un hombre muy alto, exclamó: «¡Este hombre es ario! ¡Los catalanes son arios!» El monje que lo acompañaba, y que hablaba el alemán, le contestó: «Los catalanes no somos arios, ni de ninguna raza, sino mezcla de muchas razas».
Desde tiempos muy antiguos Cataluña ha sido un corredor de tránsito de pueblos, de invasiones y migraciones, desde Europa a África, desde África a Europa, de la península al Mediterráneo y del Mediterráneo a la península, y este país ha demostrado una gran capacidad de integración a quienes deseaban quedarse en su territorio. Un país crisol. En Cataluña nadie es despreciado por su origen o sus apellidos. Un andaluz de nacimiento, Montilla, ha podido ser elegido presidente de la Generalitat sin el menor reproche a su origen.
Amante de su identidad, Cataluña es respetuosa con la de los demás. Inmediatamente después de la conquista de Mallorca y de Valencia (s. XIII) por el rey Jaime I, sin esperar a ningún movimiento autonomista, esos países se organizaron, junto con el reino de Aragón, como una confederación, en plano de igualdad con el Principado de Cataluña, y con Parlamentos, leyes e instituciones públicas propias y unas Cortes conjuntas.
En cambio, Castilla siempre ha tratado de imponer su lengua, sus leyes y su forma de gobierno a los países que ha conquistado. Lo hizo primero en la península y después en América. Sólo la pequeña Cataluña ha mantenido su identidad, agarrada a su lengua y a su específica cultura. Inglaterra supo ser flexible con sus colonias y así ha mantenido con ellas unos vínculos sentimentales y económicos que han propiciado que, cuando la madre patria ha ido a la guerra, en 1914 y en 1939, a pesar de ser ya independientes, han combatido a su lado. Las repúblicas hispanoamericanas han tenido que ganar una guerra de independencia para ser tratadas por España de hijas o hermanas.
No es cierto que con los Reyes Católicos se alcanzara la unidad de España. Las coronas de Castilla y Aragón eran políticamente independientes. La corona de Aragón, encabezada por Cataluña, fue durante siglos excluida de la empresa colonizadora americana, mientras que Castilla se apropió el imperio mediterráneo catalanoaragonés (Nápoles, Sicilia, Cerdeña).
Los sucesores de los Reyes Católicos heredaron ambas coronas. Se llamaban «rey de las Españas» (Hispaniarum rex) y las gobernaban respetando bajo juramento las instituciones, leyes y privilegios de cada nación. España fue grande bajo los Austrias, que respetaron su carácter plurinacional, y empezó su decadencia con los borbones, que importaron el centralismo francés.
Ya con el último de los Austrias, Felipe IV, con su nefasto valido el conde-duque de Olivares, empezó la política de reducir todos los reinos al modelo, leyes y lengua de Castilla, al principio con disimulo, «para que -decía Olivares al rey- se produzca el efecto sin que se note el cuidado». Los barceloneses, tras la capitulación de 1714, tuvieron que trabajar en la demolición de un extenso barrio y la construcción de una fortaleza que no se orientaba al exterior para defenderse de ataques enemigos, sino hacia la propia ciudad, para tenerla sometida.
Lo mismo se hizo con el castillo de la montaña de Montjuïc, que domina la ciudad, desde la que ha sido bombardeada repetidas veces a lo largo de los últimos tres siglos. Objeto de especial represión fueron los eclesiásticos y religiosos que habían sido contrarios a Felipe V.
Durante estos tres siglos se mantuvo a Cataluña casi siempre bajo un régimen de excepción. Cuando el general Juan Prim (el único catalán que ha presidido un gobierno español) era un simple diputado, en una interpelación en las Cortes, el año 1851, protestó por el hecho de que se mantuviera a Cataluña, la mayoría del tiempo, bajo un régimen de excepción, con fusilamientos y deportaciones a colonias sin formación de causa y se tratara a Cataluña «como un país de salvajes y vagabundos».
En los siglos siguientes ha continuado, con mayor o menor dureza, la represión, sobre todo en los períodos dictatoriales: la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930) y la del general Francisco Franco (1936-1975). En la guerra civil 1936-1939 hubo en España vencedores y vencidos, pero en Cataluña todos fuimos vencidos, porque desde el principio los sublevados se declararon contrarios a la modesta autonomía que la República Española le había otorgado.
Si hay un caso en Europa en que se cumpla la condición de unidad forzosa que según el Papa Francisco legitima la secesión, es Cataluña.
Recientemente han causado escándalo en Cataluña manifestaciones de obispos y sacerdotes españoles contrarias a la autodeterminación, que la Doctrina social de la Iglesia profesa.
Los obispos catalanes, en cambio, sostienen en el documento colectivo Raíces Cristianas de Cataluña (1985) que Cataluña tiene una realidad nacional propia:
«Como obispos de la Iglesia en Cataluña, encarnada en este pueblo, damos fe de la realidad nacional de Cataluña, configurada a lo largo de mil años de historia y también reclamamos para ella la aplicación de la doctrina del magisterio eclesial: los derechos y valores culturales de las minorías étnicas dentro de un Estado, de los pueblos y de las naciones o nacionalidades, que tienen que ser respetados e, incluso, promovidos por los Estados, quienes no pueden de ninguna manera, según derecho y justicia, perseguirlos, destruirlos o asimilarlos a otra cultura mayoritaria».
Uno de los instrumentos de los que el gobierno español, bajo cualquier régimen político (monarquía, república, franquismo o posfranquismo), se ha valido para desnacionalizar Cataluña ha sido el nombramiento, para nuestras diócesis, de obispos que desconocían la lengua y mentalidad del país. Y no es que no hubiera en Cataluña dignos candidatos: se nombraban catalanes para gobernar diócesis españolas, incluso para la sede primada de Toledo.
Conocemos las tremendas presiones de los gobiernos españoles para que no catalanes ocupen diócesis catalanas. El ex presidente Aznar lo confiesa en sus memorias (2013), cuando refiere que presionó descaradamente para que el sucesor del Cardenal Ricardo Maria Carles no fuera catalán. Creo que es un caso único en la Iglesia universal: que los obispos de un país no puedan ser de aquel país.
La Iglesia tiene en Cataluña una larga y sólida historia. Se ha dicho con razón que antes de ser catalanes ya éramos cristianos, porque si nuestra nación tiene algo más de un milenio, nuestro cristianismo tiene casi dos. Por eso, en el marco de la mentalidad catalana, la religiosidad ocupa un lugar muy especial.
Tenemos un catolicismo que, salvando lo esencial y universal de nuestra religión, ofrece un estilo propio. No es del todo igual que el francés, el italiano o el castellano o andaluz. La piedad catalana es equilibrada. Huye de devociones sentimentales.
Por eso el movimiento litúrgico, que fue una vuelta a la serena liturgia romana, cobró gran fuerza entre nosotros, particularmente a raíz del Congreso Litúrgico de Montserrat del 1915, y no en la línea elitista francesa de Solesmes, sino en la popular y parroquial de los benedictinos belgas.
Parecen dichas expresamente para Cataluña las palabras de Juan Pablo II, el 2 de junio de 1980, al Consejo Ejecutivo de la Unesco:
Soy hijo de una nación que ha vivido las experiencias más grandes de la historia, cuyos vecinos la han condenado a muerte repetidas veces, pero que ha sobrevivido y que ha seguido siendo ella misma. Ha conservado su identidad y ha conservado, a pesar de las particiones y las ocupaciones extranjeras, su soberanía nacional, no apoyándose en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose en su cultura. Esta cultura se ha revelado en este caso más potente que todas las demás fuerzas.
Apelo finalmente a la condición del cardenal Sebastián de religioso claretiano. Cuando el «Pare Claret» (así seguimos llamándole en Catalunya, por su gran arraigo popular) fundó la Librería Religiosa y publicó en catalán más de setenta ediciones, con más de trescientos mil ejemplares, de su Camí dret i segur per arribar al cel (traducido luego al castellano, vasco y portugués), ¿lo hizo con la perversa intención de fomentar el independentismo, o convencido de que por razones pastorales tenía que ajustar su predicación a la realidad de sus fieles?
¿Y cuando, según se le atribuye, decía: «Aneu predicant en castellà, que ells blasfemen en català i es condemnaran en català»? Seguramente conoce el cardenal Sebastián lo que su correligionario P. Joan M. Fàbrega refiere, que el «Pare Claret» hizo casi el voto de, en Catalunya predicar siempre en catalán (en Madrid y en Cuba predicaba en castellano, claro). Y cuando influía en la reina Isabel II para que para Catalunya nombrara obispos catalanes, ¿lo hacía con el retorcida esperanza de que fomentarían el nacionalismo, o era consciente del gran perjuicio pastoral que causaban unos prelados que desconocían la lengua y mentalidad de sus fieles?
Lo que más me ha desconcertado del artículo del cardenal Sebastián es la gratuita afirmación de que el independentismo descristianiza y la descristianización favorece el independentismo. El nacionalismo catalán es transversal. Se encuentra a la derecha y a la izquierda, en el catolicismo, en el anticlericalismo y, como la mayoría del país, en el indiferentismo.
Lo que sí es seguro es que el nacionalcatolicismo español ha escandalizado a muchos católicos catalanes, y a algunos los ha apartado de la Iglesia, o al menos de «esa» Iglesia. Que semejante actitud hacia Catalunya venga envuelta en la celofana de que nos aman suena a sarcasmo.