Francisco ha roto convenciones. No es el Papa lejano que se exhibe ante la multitud. Es un hombre que se acerca y comparte con ella
(Rodrigo Silva, La palabra nuestra).- Cuando el Papa llegue a Chile, el 15 de enero, le faltará dos meses para cumplir cinco años como Obispo de Roma y jefe del estado vaticano. Cinco años de cambios, de nuevos signos y también de contradicciones. De disputas, de visiones y convicciones de profundo arraigo. Su tarea no ha sido nada fácil. Ha tenido que conformar equipos para ejercer el poder y orientar la barca.
El 15 de octubre, de 2013, Pietro Parolin asumió la secretaria de estado del Vaticano. Se convirtió en la mano derecha del Papa. Su responsabilidad esencial era la reforma de la curia romana, sacudida por diversos escándalos. Monseñor Parolin, 62 años, fue Nuncio Apostólico en Venezuela. Es un diplomático de carrera, profundo conocedor de la realidad de China, Vietnam, Israel y, particularmente, de América Latina. Es un hombre joven y respetado, pero su tarea ha sido muy compleja porque ha tenido que reordenar el eje del poder en el Vaticano, poniendo a prueba la visión de Francisco. Y desde luego, las reacciones de quienes por años se han sentido, al parecer, unos verdaderos príncipes de la iglesia.
Benedicto XVI se marchó, primera renuncia de un Papa en la historia, en un momento álgido, básicamente marcado por la crisis del Banco Vaticano, una poderosa red de influencia en la curia y el creciente descrédito internacional por los abusos cometidos por sacerdotes en diferentes partes del mundo. En este escenario es elegido Francisco, un hombre sencillo de la Compañía de Jesús que vino del tercer mundo. Que conoce la otra cara del poder.
La salida al balcón del segundo piso del Vaticano del nuevo Papa, la noche del 13 de marzo de 2013, fue una bocanada de aire fresco para la iglesia católica, con poco más de mil doscientos millones de fieles en el mundo, cuya mayor parte está justamente en América Latina y, en especial, en Brasil. No en vano, el Papa, en su primer viaje vino al encuentro mundial de jóvenes en Río de janeiro. Allí habló con fuerza y claridad para reiterar el tipo de iglesia que pregona, cercana con todos, tolerante y respetuosa.
Bergoglio tiene la cancha de los porteños argentinos. Su cercanía natural. Esa noche se asomó al balcón, en medio de los vítores de la multitud. Llamó la atención que su vestuario era distinto. También su empatía con la gente. Se planteó como un servidor. Pidió que rezaran por él.
Francisco ha roto convenciones. No es el Papa lejano que se exhibe ante la multitud. Es un hombre que se acerca y comparte con ella. Dejó los zapatos rojos y mantiene sus «bototos» negros. La sencillez de su vestuario lo acompaña a cualquier parte. Como dice el teólogo José Antonio Pagola:
«El Papa Francisco está llamando a la Iglesia a salir de sí misma olvidando miedos e intereses propios, para ponerse en contacto con la vida real de las gentes y hacer presente el Evangelio allí donde los hombres y mujeres de hoy sufren y gozan, luchan y trabajan (…) La Iglesia ha de salir de sí misma a la periferia, a dar testimonio del Evangelio y a encontrarse con los demás».
No está pensando en planteamientos teóricos, sino en pasos muy concretos: «Salgamos de nosotros mismos para encontrarnos con la pobreza».
Otro teólogo, el español José María Castillo sostiene que Francisco suele arremeter contra la gente de Iglesia, denunciando, sin pelos en la lengua, a los funcionarios de la religión que no hacen lo que tienen que hacer, que se muestran como unos trepas que lo que quieren es colocarse en puestos de importancia, ganar dinero y vivir bien. Y Francisco hasta ha llegado a denunciar públicamente a los mafiosos vestidos de sotana. No estábamos acostumbrados a este lenguaje en «los augustos labios del Pontífice», según solía expresarse «L’Oservatore Romano» hasta los tiempos de Juan XXIII, que cortó en seco con semejante estupidez en la forma de hablar.
En sus primeros días y meses, el Papa evidenció signos muy diferentes. Adoptó una forma sencilla de vivir. Ni siquiera usa las habitaciones asignadas, sino que desde que llegó a Roma vive en el Convento de Santa Marta. Con su ejemplo está produciendo un cambio radical en la forma de la iglesia. Está centrado en el Evangelio, en Jesús, y ha hecho una opción por los que más sufren, por los marginados, como lo hizo Jesús en su tiempo. Ha puesto el acento en una mirada responsable y de largo plazo ante el hábitat del mundo y ha sido un crítico permanente de los abusos y la desigualdad.
Este es el espíritu que ha impulsado también al secretario de estado vaticano. El aire fresco ha soplado con más fuerza por todos los rincones, no sólo del Vaticano, sino también en todas las latitudes del mundo cristiano.
Como dijo el propio Francisco ante los obispos de Brasil, a poco de comenzar sus tareas «hoy hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay quien se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer el todo con valentía.»
¿Cuánto ha cambiado la iglesia en estos cinco años con Francisco? Quizá sea prematuro aventurar juicios, pero pareciera evidente que hay nuevos aires que están provocando avances y retrocesos, como es siempre el ejercicio del poder.