Chile es como el Estado de Israel en Latinoamérica, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva
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(José M. Vidal).- «Todo lo puedo en aquel queme conforta». La frase de Pablo a los filipenses bien se le podría aplicar al Papa Francisco. Una vez más (y van…) ha conseguido salir airoso de una de sus visitas más complicadas a un país, como Chile, laico, secularizado, poco amigo de la Iglesia, el menos creyente de Latinoamérica y con el menor índice del continente de confianza en el propio Papa argentino.
Chile es un país complicado, lleno de encantos, pero también de problemas. Un amigo teólogo, que lleva muchos años enseñando en la capital chilena, asegura que «Chile es como el Estado de Israel en Latinoamérica, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva«. Con un capitalismo devorador, al que se ofrecen miles de trabajadores en el altar de la competencia más feroz. Y con un orgullo indómito de los que se creen los diferentes, los «elegidos».
Además, el país andino presenta una profunda brecha social, tiene que lidiar con una situación conflictiva con la minoría mapuche en la Araucanía y ejemplifica, como nadie, la negra sombra de los abusos del clero pederasta y, como consecuencia, la galopante pérdida de credibilidad eclesial.
Una auténtica losa, que sólo un Papa tan especial como Francisco es capaz de levantar. Y la levantó con creces, ante la admiración de los incrédulos chilenos y del resto del mundo. Quizás porque está tocado por el dedo de Dios. Quizás porque su mera presencia física desactiva los problemas y le granjea amistades. Y, quizás también, porque su fama lo precede y todo el mundo le concede el crédito de un testigo del Evangelio, padre de los pobres y líder mundial de autoridad moral contrastada.
Porque Francisco une a su indiscutible carisma personal, envuelto en el atractivo de lo sagrado que desprende su sotana blanca de Papa de Roma, una serie de virtudes, que activa y predica allá donde va. La primera es la humildad. No se cree un ser especial. Ni siquiera va de jefe de Estado. Va de simple mortal, «pecador como todos», que sólo pretende vivir y predicar la esencia de su religión: el amor al prójimo como a uno mismo.
Por ser humilde no le duelen prendas para reconocer que los abusos del clero son una plaga, «un dolor, una vergüenza», un horrible delito y el mayor de los pecados. El pecado del escándalo de los inocentes. Ese del que el propio Jesús dice: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí más le convendría que le colgasen al cuello un rueda de molino y lo sepultaran en el fondo del mar» (Mt 18,6).
Además de humilde, el Papa Francisco es un «justiciero», en el buen sentido del término: un luchador por la justicia. Pero una justicia con misericordia. Una justicia sin violencia. Una justicia que, a su juicio, se alcanza sólo por medio de la no-violencia activa. Porque «la violencia vuelve mentirosa la causa más justa», como proclamó en Temuco a los mapuches, tras invitarles a seguir luchando por sus derechos ancestrales pisoteados.
Y, por eso, contra viento y marea sigue defendiendo al obispo Barros, discípulo del condenado abusador, el sacerdote Fernando Karadima. Una simple indicación suya haría que el obispo de Osorno, cuya presencia en las misas papales empañó la visita de Francisco al país, se quitase de en medio y renunciase a su diócesis. Convencido en conciencia que el obispo es inocente, le defiende a capa y espada: «No hay una sola prueba contra el obispo Barros, todo es calumnia».
La justicia y la humildad lo llevan a la autocrítica. Nunca un Papa zahirió tanto a su propia Iglesia, herida no sólo por la negra plaga de la pederastia, sino también por el clericalismo, que convierte la religión en un producto y a los sacerdote y obispos, en funcionarios de lo sagrado. «Los laicos no son nuestros peones», les recordó en Chile a la burocracia clerical. Con estas armas, Francisco se metió a Chile en el bolsillo y seguramente hará lo mismo en Perú.