Gregorio Delgado del Río

La credibilidad perdida

"A la Iglesia le es exigible que sea rigurosa en sus juicios sobre ciertas realidades sociales"

La credibilidad perdida
Gregorio Delgado del Río

Es muy fácil y simplista la denuncia frente al poder económico. Pero, ¿acaso la propia Iglesia y sus instituciones no forman parte también de un cierto poder (patrimonio) económico?

(Gregorio Delgado del Río).- Hace unos días, José María Castillo, en RD, ponía sobre la mesa de debate una situación evidente: «… en España ahora mismo, es demasiada la cantidad de gente que, por un motivo o por otro, se siente descontenta, inquieta, insegura, en una situación de profundo malestar». Es cierto.

Ahora bien, culpar de la misma (sin más matizaciones y precisiones) a la política y la economía me parece un simplista reduccionismo, propio de una izquierda populista y anti sistema. ¡Ojo (riesgo que, a mi parecer, está corriendo ahora mismo cierto ‘columnismo’ de origen religioso y eclesiástico) con dar por buenas interpretaciones ‘científicamente falsas’! Al menos, me parece que son discutibles y que reclaman múltiples consideraciones, análisis y matizaciones.

Decía Peterson (El Mundo, 12.02.2018, pág. 4) que la izquierda «no tiene derecho (…) a culpar de la desigualdad al capitalismo, a Occidente o al presunto patriarcado. Ocurre también con la riqueza. Dicen: es injusto que la riqueza se distribuya de forma desproporcionada y que pocas personas acumulen la mayor parte». Ante la afirmación de la entrevistadora en el sentido de que el juicio anterior era verdad, Peterson contesta: «Pero no es culpa de nadie. Es un fenómeno enraizado en la naturaleza: los que más tienen, más acumulan. Se ve en el tamaño de las ciudades. En las masas de estrellas. En la altura de los árboles (….). El problema de la desigualdad no tiene una explicación simple. Las cosas son complejas. Y la izquierda debe asumir esa complejidad y, a partir de ahí, iniciar una profunda renovación intelectual. La izquierda de hoy es tan previsible. Está obsesionada con la identidad, la raza, el género, la victimización ….». El anterior juicio valga como ejemplo de la pluralidad de interpretaciones posibles de una misma realidad.

En definitiva, lo que quiero subrayar en relación con la situación de descontento y malestar subrayado es lo siguiente: lo fácil es adherirse, indiscriminadamente, a posiciones que, por lo menos, están en discusión, en la mesa del debate, que son cualquier cosa menos simples. Tentación en la que, por otra parte, parece que están incurriendo en éste y en otros muchos más asuntos ciertas opiniones provenientes del mundo religioso católico.

La situación es, sin duda, preocupante, inaceptable en cuanto realidad y situación que condiciona y pone en entredicho la dignidad misma del ser humano (personas concretas). Pero sus causas son muy complejas. El diagnóstico de ellas reclama análisis muy profundos, serios, interdisciplinares, de no fácil ni simplista solución. En su aplicación, aparecen también complejas circunstancias perturbadoras -el proceso es siempre demasiado lento-, que a los Estados no siempre les es fácil eliminar. El mundo en éste y otros aspectos es verdaderamente complejo de analizar, de cambiar y de transformar. Lo factible quizás radique en mantener la tensión del proceso en camino, aunque resten muchas metas todavía por conquistar.

No verlo así es una opción posible, como otras muchas. Pero, aunque la Iglesia deba mantener siempre la tensión por sus principios éticos (dignidad, igualdad y justicia), y de denuncia profética, ello no le ampara para incurrir en falsas interpretaciones, que sólo servirán, a la larga, para afectar gravemente a su ya muy deteriorada credibilidad moral. Creo que, precisamente en orden a una mayor eficacia en su misión de denuncia, conviene (le es exigible) que sea rigurosa en sus juicios sobre ciertas realidades sociales. No debería, en mi opinión, caer en la fácil tentación de adherirse sin más discernimiento a la ideologización reinante. Este proceder podría llevarla a ser considerada o vista desde la óptica puramente ideologizada y alineada con opciones políticas concretas. Lo cual no le otorgará credibilidad alguna y envolverá su mensaje con el manto de la ineficacia.

En esta misma línea, creo que también ha de huir de las injustas y fáciles generalizaciones: políticos y economistas no son ‘ángeles del cielo’ o políticos y gobernantes son ‘gente corrupta’. Puede que sean, ocasionalmente, bien acogidas en ámbitos populistas y anti sistema. Pero, se pueden, a corta plazo, volver contra quienes las ha dado por buenas (o las ha acogido), sin más limitaciones. Esas mismas generalizaciones podrían ser dirigidas (a veces, lo son) a los gobernantes eclesiásticos (Obispos). Tampoco son ‘ángeles del cielo’, ni personas ‘intachables’, ni personas que no utilicen sus cargos y su poder en provecho propio y a costa de los más débiles. Y, sin embargo, semejante generalización respecto a los Obispos sería también injusta e indiscriminada, desproporcionada, ajena a la realidad.

Por otra parte, creo que el mundo religioso y eclesiástico debe hacerse mirar en serio la tentación facilona de pensar que el Estado (laico) ha de secundar en la sociedad los criterios y propuestas religiosas. Perspectiva que no es de recibo ni en este tema ni en otros muchos. Parece que se habla desde un absolutismo en modo alguno aceptable en la cultura actual. Es más, determinados juicios y propuestas provenientes del mundo religioso desprestigian claramente a quienes las formulan. Parece que se mueven en un ámbito cultural y político del pasado, muy superado en la actualidad. La separación entre el orden temporal y el religioso ya no es discutible y tiene sus consecuencias prácticas.

Es muy fácil y simplista la denuncia frente al poder económico. Pero, ¿acaso la propia Iglesia y sus instituciones no forman parte también de un cierto poder (patrimonio) económico? ¿Acaso la Iglesia no atesora también enormes patrimonios? Si quiere tener credibilidad en esta denuncia, parece que debería empezar por la propia casa y aplicar las mismas propuestas. ¿O, no? ¿No será que las interpretaciones al uso no son tan seguras?

Sinceramente, no creo que los males de la Iglesia en España procedan en exclusiva de Rouco. Cualquiera que sea el juicio que se tenga sobre su gestión, habría que hacer un esfuerzo para ponerlo en conexión con la orientación impulsada desde Roma. Si se tiene el coraje debido, su responsabilidad queda bastante diluida y obliga, en este momento, ha olvidarse del pasado, ya inamovible, y a pensar más en el futuro.

Pero, ¿y si el Parlamento se pone a repensar que a la Iglesia hay que quitarle los privilegios económicos que tiene? ¿Y si el Gobierno les quita a los curas la «paguita», por aquello del Concordato y los Acuerdos con la Santa Sede? Sinceramente, a veces, me da por sospechar que nuestra Conferencia Episcopal piensa que «lo más prudente, en todo lo que roza este asunto del dinero, lo mejor es dejarlo como está. Y que cada cual se apañe como pueda» (Castillo). Fina reflexión, de grandes implicaciones, que suscribo.

Si en España el Gobierno hubiera sido coherente con la identidad del Estado democrático (laicidad) -cfr. Delgado del Rio, G., La utopía de una sociedad diferente, Barcelona 2016, págs., 105-146- habría dado un paso al frente, habría llamado al Nuncio y se habría plantado de una vez por todas. No es de recibo que, ante el órdago del soberanismo en Cataluña, la Iglesia en España y en Cataluña no se haya posicionado todavía, abierta y públicamente, en la defensa de la Ley (la Constitución). ¿Qué buscaba con sus intentos de mediar, reconciliaciones al margen? ¿Qué buscaba con Declaraciones tan ambiguas y equidistantes que, en el fondo, miraban para otro lado? ¿Quería obtener ciertas ventajas económicas como en el pasado con los Gobiernos Aznar y Rodríguez Zapatero?

Pero, si esto hubiese sido así, las preguntas de fondo (como sospecha José María Castillo con cierta razón), que nunca obtendrán respuesta, podían ser éstas: ¿Dónde queda el testimonio evangélico de la Iglesia? ¿Puede quebrantarse su mensaje -aunque se disimule- a cambio de un plato de lentejas? ¿Qué defiende, en realidad, la propia Iglesia? ¿Qué es lo que le otorga autoridad y credibilidad cuando denuncia, como debe, ciertas situaciones sociales? No es fácil engañar, de modo permanente, a la gente, que se dice querer orientar. Creo que viene obligada a ello por fidelidad a Jesús. Pero, para ser creíble ante la gente, para que su mensaje sea eficaz, viene obligada a mucho, a ser coherente, a dejarse de equidistancias, a no refugiarse en la solana del poder estatal, a arriesgar, incluso, la situación económica. ¿Se atreverá a ello? Lo dudo.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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