Más que una efemérides curiosa, se ha iniciado una etapa fascinante en la Iglesia católica, pues se rompen paradigmas cargados del lastre
(Cardenal Porras).- Se cumple este mes de marzo el primer quinquenio de un hecho inédito en la historia: la elección del primer Papa venido del fin del mundo, ¡latinoamericano y jesuita! Más que una efemérides curiosa, se ha iniciado una etapa fascinante en la Iglesia católica, pues se rompen paradigmas cargados del lastre de una tradición a la que se le coge gusto o se adapta a los tiempos, sin ese necesario discernimiento para separar la paja del buen grano en una institución llamada a ser trasparente y servidora de una noble causa.
El nombre asumido, Francisco, no es un añadido más, sino un programa austero y audaz. Al de Asís, se unen ciertamente en la personalidad de Bergoglio, los franciscos de su orden: de Borja, Javier y alguno más como la delicadeza del de Sales. Todos juntos son un arsenal de virtudes y de aventuras apostólicas sin parangón. El Papa porteño ha optado por una iglesia más auténtica, más cercana a la originalidad del mensaje evangélico y de la rica tradición, «con la marca de fábrica latinoamericana»: la alegría, la sencillez, la cercanía con el pobre, el estar en salida en búsqueda de las periferias existenciales, el mestizaje como expresión de una pluralidad -cultural y religiosa- compleja pero muy rica; todo ello amasado en la reciente herencia del Concilio Vaticano II y la manera peculiar como ha sido puesta en práctica en nuestro subcontinente en las propuestas de los documentos de Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007).
La senda escogida por Francisco no ha sido la más suave, prefirió el arduo camino de la conversión pastoral, es decir, de la puesta en interrogante, en revisión, de lo que somos, decimos o hacemos, preguntándose si se ajusta realmente a lo querido por Jesús y a lo que la gente de hoy necesita. Por eso, el actual Pontífice es molesto, salir de la cómoda rutina, despojarse de privilegios que no vienen a cuento, acercarse, tocar y hacerse prójimo del marginado… en fin, estar en salida, o sea, a campo abierto, sin otras seguridades que las que da la fe.
La atención privilegiada a las periferias existenciales, a lo no tomado en cuenta, olvidado o despreciado, de personas, instituciones, culturas, pueblos, tiempos y lugares, genera en no pocos, estupor, incomodidad y hasta rechazo. Aunque también es verdad que para la inmensa mayoría de personas, dentro y fuera del círculo creyente católico, esta actitud ha sido acogida como agua de mayo: útil, conveniente, necesaria, en un mundo que se encierra en el inmediatismo, en el goce y disfrute del poder y del placer, como e dios al que hay que rendir pleitesía más allá de cualquier convencionalismo ético, jurídico y hasta religioso.
Lo que le da mayor fuerza a esta manera de predicar y actuar del Pontífice argentino, es su testimonio personal, en los que la paz, la serenidad, la paciencia, la misericordia y el perdón, brillan más que el esplendor de oropéndola que engaña y distorsiona. No se cambian actitudes y comportamientos de un plumazo ni por decreto. Estamos ante unos procesos que no buscan la cosmética de lo funcional, sino que van más allá, a lo profundo del ser humano, para descubrir dónde están los valores y virtudes que puedan más que los antivalores egoístas y abran luces a la reciprocidad y al bienestar colectivo.
Como el samaritano de la parábola lucana, Francisco, el de ahora, se hace prójimo, hermano, enfermero de la ternura y la paciencia para que la paz del corazón se haga presente en todos los pueblos. Damos gracias a Dios y a la Virgen Desatanudos para que despejen el horizonte a una humanidad sedienta de paz y de justicia, de trascendencia y amor a Dios. Gracias, Papa Francisco por este quinquenio provocador, incómodo pero lleno de esperanzas y de alegría que buena falta nos hace a todos los seres de este planeta.