Jesús Martínez Gordo

La (im)posible ordenación de las mujeres (I)

"Lo que está en juego en la enseñanza de Juan Pablo II no es la fe teologal"

La (im)posible ordenación de las mujeres (I)
Jesús Martínez Gordo

No es de extrañar que sean muchos los teólogos y los cristianos con dificultades para aceptar ("recibir") que es voluntad de Dios que el ministerio sea así y para siempre

(Jesús Martínez Gordo, teólogo).- Comparto con mons. L. Ladaria que el posicionamiento del magisterio más reciente con respecto a la (im)posibilidad de que las mujeres puedan acceder al ministerio ordenado se encuentra, por lo menos, en tres documentos de desigual valor: la Declaración «Inter Insigniores» de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1976), la Carta Apostólica «Ordinatio sacerdotalis» de Juan Pablo II (1994) y el «Responsum» sobre la autoridad de dicha Carta Apostólica firmada por la Congregación para la Doctrina de la Fe (1995). La declaración «Inter Insigniores» es un documento en el que no se compromete la infalibilidad o la irreformabilidad.

Al ser aprobada «in forma communi», no pertenece al depósito de la fe, por más que se recurra al ejemplo de Cristo, de los apóstoles y al argumento de la tradición. El «Responsum» sobre la autoridad de la Carta Apostólica es un texto de la Congregación, aprobado también «in forma communi», no «in forma specifica», es decir, su autoría es responsabilidad de la Congregación y el Papa se limita a autorizar su publicación.

No se trata, por tanto, de un texto redactado por la Congregación a petición del sucesor de Pedro o siguiendo sus indicaciones. No queda más remedio que analizar por qué se ha dado este alcance «limitado» a un documento de esta naturaleza, visto su contenido. Aquí las diferencias de interpretación con lo sostenido por mons. L. Ladaria en su artículo al respecto son notables. A ellas me refiero a continuación.

1.- La Carta Apostólica

La Carta Apostólica «Ordinatio sacerdotalis» recuerda -sin cuestionar el contenido de su enseñanza- diferentes documentos anteriores de Pablo VI y del mismo Juan Pablo II porque entiende que en ellos ya se ha dicho lo esencial. Tal modo de proceder deja la impresión de tener delante una argumentación sumaria que daña la fuerza argumentativa de la conclusión: «declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia».

Es claro que Juan Pablo II quiere disipar cualquier clase de duda entre los fieles. También lo es que quiere que este posicionamiento sea tenido como definitivo. Hay, sin embargo, desde un punto de vista formal, llamativas diferencias con las declaraciones infalibles sobre la infalibilidad pontificia en «Pastor Aeternus» (Vaticano I) y sobre la Asunción de María. Concretamente, la insistencia en esta Carta Apostólica es mucho menor: un solo y sobrio «declaramus» («declaro»), en vez de las repeticiones en las que se apoyan los documentos anteriores. Además, no se encuentran las manifestaciones negativas y condenatorias, propias de los documentos infalibles. Incluso en la hipótesis de que el magisterio actual hubiera perdido el gusto por ellas, no es de recibo sostener que una cuestión de elegancia literaria haya impedido el empleo de dichas fórmulas negativas y condenatorias.

A la luz de estas dos constataciones formales, un observador atento está llevado a pensar que la implicación magisterial -y, por ello, el grado de autoridad- es menor en el texto de Juan Pablo II que en los de Pío XII o de Pío IX sobre la Asunción de María y la Inmaculada Concepción. En el caso de estos dos dogmas no hay duda alguna de que son divinamente revelados ni de que lo que está en juego es la fe. Sin embargo, esto es algo que Juan Pablo II no deja claro en la Carta Apostólica «Ordinatio sacerdotalis». Se contenta con expresar su voluntad de que esta posición «sea tenida como definitiva» por todos los fieles.

Semejante imprecisión permite formular algunas importantes consideraciones: no es suficiente que el Papa se manifieste sin duda alguna sobre su intención subjetiva. Es preciso que el objeto sobre el que se pronuncia se preste a una declaración de infalibilidad. Según el Vaticano II, el objeto de la misma es «la fe y las costumbres». Pero como es bien sabido, esta fórmula («la fe y las costumbres») es voluntariamente imprecisa. Y más, en lo referido a la segunda parte de la expresión: ¿hasta dónde llegan «las costumbres»?

Nadie medianamente sensato cuestiona que el posicionamiento del Vaticano I sobre las «mores» o «costumbres» no se ha de aplicar a decisiones gubernativas o de disciplina eclesiástica ya que se trata del actuar moral. Y para eliminar cualquier duda al respecto, el mismo Juan Pablo II, sostiene que la no-ordenación de mujeres pertenece a la «constitución divina de la Iglesia». Por tanto, es en este terreno impreciso de la «constitución divina de la Iglesia» en el que hay que ubicarla, no en el de las «costumbres».

2.- El asentimiento requerido

¿Qué tipo de asentimiento hay que dar a esta enseñanza? La Nota de presentación de la misma, firmada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo expresa sin demasiados rodeos: «No se trata de una formulación dogmática nueva, sino de una doctrina enseñada de manera definitiva por el magisterio pontificio ordinario, es decir, propuesta no como enseñanza prudencial, como hipótesis más probable o como simple disposición disciplinar, sino como verdadera ciertamente.

Por tanto, al no pertenecer a materia libremente disputable, exige siempre el asentimiento pleno e incondicional de los fieles, y enseñar lo contrario equivale a inducir en el error su conciencia. Esta Declaración del Sumo Pontífice es un acto de escucha de la Palabra de Dios y de obediencia al Señor en el camino de la verdad».

Los términos empleados son muy fuertes, pero conviene tener presente que tales expresiones no se aprecian en la Carta papal sino en la Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Por eso, considerando el documento papal en sí mismo, y teniendo presente que en dicha Nota de la Congregación para la Doctrina de la fe no está en juego la fe teologal, lo que el Papa pide, en conformidad con el Vaticano II, no es «el asentimiento de fe», sino la «sumisión religiosa de la voluntad y de la inteligencia (que se debe) particularmente al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ‘ex cathedra'» (LG 25.1).

A decir verdad, los teólogos no saben cualificar el tipo de asentimiento que es preciso tener en este tipo de enseñanza «definitiva». ¿Existe, acaso, se preguntan sorprendidos, un nuevo tipo de adhesión que no sea ni la propia de la «fe teologal» o la de la «sumisión religiosa» y sincera del intelecto y de la voluntad?… Ya se habló hace tiempo de la «fe eclesiástica» (con tal expresión se significaba, en este caso, que la fe tenía como motivo no la verdad de Dios revelado, sino la autoridad de la Iglesia), una hipótesis que levantó más rechazos que adhesiones.

Por eso, son mayoría los que entienden que lo que se pide (y está en juego) en el magisterio «definitivo» no es otra cosa que la «sumisión religiosa de la voluntad y de la inteligencia». Para nada, el asentimiento de fe. Y, siguiendo a Santo Tomás, hay que recordar que la virtud de la «docilitas» o «sumisión» es un acto libre que no puede afectar, por ello, al juicio especulativo, sino únicamente al juicio práctico.

Ladaria

3.- La autoridad del «Responsum» de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Esta interpretación abierta del posicionamiento papal parece quedar invalidada el 28 de octubre de 1995, día en el que el cardenal J. Ratzinger da a conocer -previa aprobación por el Papa- una respuesta de la Congregación para la Doctrina de la fe a la duda sobre el alcance del pronunciamiento expresado en la Carta Apostólica. Según esta aclaración, la doctrina formulada exige un asentimiento definitivo porque «ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal (LG 25.2)» y, por tanto, se afirma una verdad que debe ser mantenida siempre, en todas partes y por todos los fieles como perteneciente al depósito de la fe.

Sin embargo, conviene no perder de vista que los documentos principales de la Congregación para la Doctrina de la Fe referidos a la no-ordenación de las mujeres («Inter Insigniores» y el «Responsum») han sido aprobados, tal y como se ha indicado, «in forma communi». Esta no es una cuestión baladí. Puesto que se tenía la posibilidad de haberlos aprobado con otro alcance (por ejemplo, «in forma specifica») y no se ha hecho. Eso quiere decir que no se ha querido emplear este segundo procedimiento de aprobación. El asunto es importante, ya que permite explicar en parte por qué esta «Respuesta» -pensada para poner fin a la discusión- la ha reabierto involuntariamente a causa de las particularidades que presenta. Por eso hay que analizar este texto con detalle.

Se recuerda, en primer lugar, que se intenta responder a una cuestión sometida a la Congregación: «Pregunta: debe considerarse como perteneciente al depósito de la fe («ut pertinens ad fidei depositum») la doctrina según la cual la Iglesia no tiene el poder de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, doctrina que ha sido propuesta por la Carta Apostólica «Ordinatio sacerdotalis» como definitiva («tamquam definitive tenendam»). Respuesta: Afirmativa».

Quien esté atento a la diferencia existente entre una doctrina «a considerar como» («tenenda») y otra «que creer» («credenda») no tiene más remedio que reconocer que el autor de esta pregunta confunde precisamente lo que los documentos oficiales quieren evitar: si esta doctrina pertenece al depósito de la fe, hay que «creerla», no simplemente «tenerla» o «tomarla» en consideración. Ahora bien, esta confusión parece ser aceptada por la misma Congregación al dar esta respuesta afirmativa: «Esta doctrina exige un asentimiento definitivo («assensum definitivum») puesto que, basada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio, ‘ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal’ (Cf. Concilio Vaticano II, LG 25.2).

Por consiguiente, en las presentes circunstancias, el Sumo Pontífice, al ejercer su ministerio de confirmar en la fe a sus hermanos (Cf. Lc. 22, 32), ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que siempre, en todas partes y por todos los fieles se debe mantener, en cuanto perteneciente al depósito de la fe» («uptote ad fidei depositum pertinens»).

Es evidente que el documento de la Congregación es más contundente que la Carta papal. Declara que la doctrina proclamada por Juan Pablo II pertenece al depósito de la fe, mientras que el documento papal no lo sostiene. Si así fuera, tendríamos que creer esta enseñanza con fe teologal, mientras que el texto habla solamente de un «asentimiento definitivo». Los documentos anteriores nos tenían habituados a más claridad y coherencia. Quizá, por ello, es importante considerar el elemento nuevo que, supuestamente, fundamentaría la contundente posición de la Congregación. Todos los comentaristas se han fijado en esta afirmación: se trata de una doctrina «constantemente conservada y aplicada en la tradición de la Iglesia desde el principio y… ‘ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal'».

Si, efectivamente, así fuera, la argumentación sería irrecusable ya que es un principio asentado que -puesto que la Iglesia no crea el objeto de su fe – le está permitido, y, a veces, es necesario, declararlo. Newman recordará que los católicos no han sido llevados a creer en la Inmaculada Concepción por su proclamación como verdad infalible. Más bien, esta verdad ha sido definida porque ya creían en ella. Pero el problema está en saber si esto es así en lo referente al sacerdocio de la mujer.

Es cierto que Juan Pablo II habla, siguiendo a Pablo VI, de «la práctica constante de la Iglesia» y de «su magisterio vivo que, de manera continua, ha sostenido la exclusión de las mujeres del sacerdocio». Y es cierto que después menciona también «la tradición constante y universal de la Iglesia», pero sin citar formalmente la enseñanza del magisterio ordinario y universal del sucesor de Pedro con los obispos reunidos o dispersos por el mundo. Para apoyar su enseñanza, recurre, por el contrario, al magisterio «en sus documentos más recientes» («in recentioribus documentis»). Es evidente que esta referencia al magisterio no nos remite a una época muy lejana y que las enseñanzas más recientes tienen más de magisterio auténtico del Papa que de magisterio ordinario y universal del sucesor de Pedro con los obispos reunidos o dispersos por el mundo.

¿Se puede decir, sin abusar del lenguaje, que «esta doctrina… ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal»? Se estaría más cerca de la verdad si se dijera que se trata de una práctica que se ha impuesto rápidamente desde los orígenes y que ha conocido pocas excepciones, y que la ausencia de contestación hasta una época muy reciente no ha hecho necesaria la intervención del magisterio. E igualmente se estaría más cerca de la verdad si se reconociera que en los últimos sesenta años se ha comenzado a cuestionar esta práctica y que las sucesivas intervenciones del magisterio no han logrado acallar las contestaciones ni calmar las dudas de los teólogos sobre el carácter obligatorio de esta doctrina.

Por tanto, sigue siendo válido el gran principio hermenéutico conciliar y magisterial según el cual nada puede ser considerado como dogmáticamente definido si no se presenta como tal de manera manifiesta. Este principio vale no solo para las definiciones del magisterio extraordinario, sino que se debe aplicar igualmente a todo lo que es eventualmente enseñado por el magisterio ordinario y universal del sucesor de Pedro con los obispos reunidos o dispersos por el mundo. Dado que las consecuencias para los fieles son las mismas en un caso y en otro los teólogos tienen el derecho y el deber de asegurar que la proposición infalible de la verdad no deje ningún resquicio a duda alguna.

En conclusión

El teólogo está autorizado a pensar, sostiene J. P. Torrell, que esta enseñanza de Juan Pablo II se sitúa más acá de la infalibilidad propiamente dicha. Lo que está en juego no es la fe teologal. Por ello, queda «un campo abierto a la reflexión teológica». J. Moingt es igualmente contundente y claro cuando sostiene que la Carta de Juan Pablo II -a pesar de lo que puede sugerir su tono solemne- no es una definición de fe, sino un asunto que concierne a la disciplina en la administración de los sacramentos.

La argumentación aportada lleva a sostener a otros que no se puede cuestionar la obediencia y la docilidad debida a tal enseñanza, pero eso no quiere decir que quede cerrada la posibilidad de una evolución en el futuro. El pronunciamiento de Juan Pablo II habría zanjado la cuestión teniendo presentes los datos y argumentos disponibles en su día, pero no cerraría ni la investigación ni la reflexión. En esta interpretación, nos encontraríamos con un magisterio y con una decisión «inerrante», nunca infalible: al proclamarlas, la Iglesia no se estaría equivocando, ni el católico al acatarla. Quien asume dicha decisión sabe que cumpliéndola y respetándola no peligra, de ninguna manera, su salvación.

Y tampoco faltan quienes subrayan los costos de este dictamen si no se procede a su reconsideración más pronto que tarde. Concretamente, no se puede desconocer, se indica, que esta clase de procedimiento magisterial, en vez de invitar a explorar nuevos caminos en una cuestión disputada, se enroca -en nombre de la comunión eclesial- en los ya trillados y agotados. Además, en la argumentación que se ofrece subsiste una concepción poco creativa de la tradición, pudiendo parecer que se efectúa una reconstrucción arqueológica de lo que fue una decisión del Señor o, en todo caso, una forma de cuajar del ministerio ordenado no abierta a otras posibilidades en función de las necesidades de las comunidades y de la misión evangelizadora de la Iglesia.

Finalmente, no se puede ignorar que con este dictamen se corre el peligro de incrementar innecesariamente los motivos para que la Iglesia acabe perdiendo el colectivo de las mujeres, como no hace mucho perdió una buena parte del mundo de los intelectuales, de los artistas, de los científicos, de los obreros o de los estudiantes. No es de extrañar, indican estos críticos, que sean muchos los teólogos y los cristianos con dificultades para aceptar («recibir») que es voluntad de Dios que el ministerio sea así y para siempre.

Pocas veces en la historia de la Iglesia se ha dado un embrollo dogmático y canónico como el expuesto. No es de extrañar que el silencio -aquiescente, en unos pocos casos, y crítico, en la mayoría- se mezcle con una difícil, y no siempre posible, recepción eclesial. Ni tampoco que se incremente el número de quienes entienden que el reiterado recurso a la autoridad eclesial en este asunto se realiza al precio de estar «sofocando el Espíritu».

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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