Gregorio Delgado del Río





Por fin, se atreven con la verdad

Adiós a la ocultación y la falta de colaboración con la Autoridad estatal

Por fin, se atreven con la verdad
Gregorio Delgado del Río

Creo que la Iglesia se ha desplazado de su ‘eje', de su ‘base' y de su ‘centro' de gravedad o quicio. Ello debería hacernos pensar profundamente a todos. ¡Qué pena!

(Gregorio Delgado del Río ).- A la vista de cómo han ido desarrollándose los acontecimientos y a la vista de a dónde se ha llegado, creo, a fuer de sincero, que Francisco se ha venido comportando con exquisita moderación y prudencia en busca de la reacción y colaboración de todo el mundo. Los hechos, sin embargo, le han quitado en parte la razón.

A mi entender, en el momento inicial de la puesta en marcha de la nueva respuesta al fenómeno del abuso sexual del clero, que quería impulsar, debió reconocer sin tapujo alguno, sin medias tintas ni ambigüedades, lo que había ocurrido (era ya evidente) en la Iglesia. En concreto, debió admitir (y hacer explícito y público) que, en este punto, la Iglesia se había equivocado, de manera muy grave, al mantener sucesivamente en los diferentes Pontificados (sobre todo, Juan Pablo II y Benedicto XVI) el conocido criterio tradicional (lavar los trapos sucios en casa) y, a partir del mismo, orientar, presuntamente, la actuación en las distintas Iglesias locales a favor del encubrimiento y la ocultación.

Debió, en mi opinión, reconocer  (por doloroso que fuese, que lo era) que el centro del mal (con la complicidad de los Obispos) había radicado en dar por bueno un criterio de actuación, que ni se avenía con el Evangelio ni con la cultura actual y que, a pesar de todo, se impulsó como criterio de actuación y respuesta en las distintas Iglesias locales (ocultación).

Es evidente, a mi entender, que ni el papa Francisco ni su entorno más próximo, ni los Obispos  -ni la Iglesia como tal-  se atrevieron, en ese momento inicial, con el conocido principio evangélico según el cual  «la verdad os hará libres» (Jo, 8, 32). Al no aceptarlo y obrar en consecuencia (proclamarlo), se  ha vuelto  en su contra y, de alguna forma, se convirtieron en prisioneros y sin verdadera capacidad de maniobra.

Me temo que pudieron pasar por alto la sabiduría encerrada en Mt 5, 14-16: la lámpara (la luz) no se pone debajo del celemín sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. En cualquier caso, olvidaron lo que ya dejó dicho el gran San Agustín: «La voz de la verdad no calla; no mueve los labios, pero vocifera en el interior del corazón».

Uno puede entender que la posición que acaba de expresar es compleja y muy difícil de poner en marcha. Uno entiende que las cosas en la Iglesia han llegado a un punto muy complicado y que el riesgo de división y  ruptura de la unidad está ahí.

Uno sabe que no es fácil hacer virar el gran transatlántico que es la Iglesia. Uno da por supuesto que explicitar la postura expresada (reconocimiento público de la presunta complicidad de las estancias vaticanas en el ocultamiento), aunque la realice el propio Francisco,  significa, en el fondo, un juicio severo a Papas que le han precedido, que, sin duda, laboraron, presuntamente, a favor de lo que creían mejor para la Institución (Iglesia): siguieron manteniendo el criterio tradicional (ocultamiento), a pesar de ser incompatible con el Evangelio.

Pero, siendo todo lo anterior cierto, uno no desea alejarse de su referencia en la vida: el Evangelio (referencia segura en la Iglesia, aunque olvidada). Por este motivo, tiende a afianzarse en él y hace suya  la valoración de José María Castillo, según la cual «… la Iglesia, en gran medida y en lo fundamental, ha marginado el Evangelio». O lo que es lo mismo, como se refiere en una viñeta a una nueva reflexión de tan ecuánime jesuita, la Iglesia se ha hecho, a lo largo de la historia, «demasiado poderosa y durante demasiado tiempo para poder decir toda la verdad…».

Creo que, efectivamente, es así. Creo que la Iglesia se ha desplazado de su ‘eje’, de su ‘base’ y de su ‘centro’ de gravedad o quicio. Ello debería hacernos pensar profundamente a todos. ¡Qué pena!

En este contexto, quiero  dejar que resuenen (no acallar) unas palabras de Francisco, pronunciadas en el Santuario de Knock (Irlanda), con referencia a las víctimas de abusos: «Esta herida abierta nos desafía a que estemos firmes y decididos en la búsqueda de la verdad y de la justicia». De acuerdo. Por fin, parece que Francisco ha decidido -no existe otra salida válida- atreverse con la verdad, donde quiere que nos lleve, como ya dijo en Filadelfia en septiembre de 2015. Lo celebramos. Probablemente el ex Nuncio Viganò haya contribuido, sin pretenderlo, a provocar esta evangélica reacción en Francisco. ¡Magnifico! 

A partir de aquí, ahora falta que tal decisión firme (buscar y aceptar la verdad) se traduzca en criterios normativos de actuación, de carácter obligatorio en toda la Iglesia.

En realidad, la verdad (la realidad de lo ocurrido) se sabe perfectamente. Diría más bien que hay que estar firmes y decididos en proclamar la verdad, atreverse con ella y obrar en consecuencia. Si aceptamos en serio este desafío, expresémoslo al pueblo de Dios,  aunque sea muy doloroso  y aunque pueda poner en entredicho y someter a juicio a los responsables últimos del gobierno pastoral en la Iglesia de tiempos anteriores. Cada palo ha de aguantar su vela. ¿Por qué se ha de ocultar la verdad de lo ocurrido? La verdad es la verdad y no debemos esconderla, como ya hace tiempo que proclamó Francisco. ¿Qué estamos, en realidad, salvaguardando en la Iglesia? ¿Acaso condenamos, con una mano, el clericalismo y, con la otra, lo aceptamos según convenga?

Y, en esta búsqueda (aceptación) de la verdad, hemos de celebrar que, por fin (¡ya era hora!), el papa Francisco haya dicho recientemente,  de manera explícita y pública, que «en tiempos antiguos estas cosas se cubrían ….. Ahora la Iglesia se ha dado cuenta de que tiene que actuar de otro modo». Ambas cosas son igualmente verdad: hasta ahora se ocultaba y ahora ha de actuar de otro modo. Verdad que ha tardado cinco tormentosos años en ser puesta sobre el candelero.

 Realizada, a mi entender, tan imprescindible constatación de la verdad de lo ocurrido (por muy lamentable que pueda parecer o ser y por muchos interrogantes que suscite -que suscita-) y asumidas las necesarias consecuencias de la misma en todos los órdenes (sobre todo, escucha, atención y ayuda a la víctimas, indemnización), se goza de autoridad plena (y credibilidad) para proclamar el punto final definitivo: se acabó, basta ya, nunca más ocultar, ni impulsar u orientar en tal sentido.

Tal formulación se debe expresar muy alto y claro: se entierra definitivamente el viejo criterio de lavar los trapos sucios en casa.

Se sepulta, por fin, la ocultación y la falta de colaboración con la Autoridad estatal.  Se entierra la pasada orientación e impulso a las Iglesia locales. Todo el mundo, a todos los niveles, debe tomar  nota y saber a que atenerse en el futuro.

Ahora, y en adelante, el criterio será muy diferente y contrapuesto al anteriormente en vigor: trasparencia y colaboración con la Autoridad estatal. En consecuencia, nunca más se aceptará el criterio de ocultar y tapar  y, por tanto, nunca más será sugerido como orientación a seguir en la Iglesias locales.

En este orden de cosas, se debe también dejar muy claro que tales conductas (abuso sexual de los menores) no tendrán nunca más la consideración, como hasta entonces, de simples faltas morales (que lo son) sino la de verdaderos y auténticos delitos, que conllevan, por consiguiente, una concreta sanción penal (remoción del oficio). ¡Reformas!

Ahora bien, no basta -aunque sea necesario formularlo al más alto nivel- con meras palabras en una homilía o en un discurso. No.

Es necesario elevarlo, como venimos repitiendo, a criterio normativo de actuación, a norma sustantiva, que rija obligatoriamente en lo sucesivo esta materia. En tema tan decisivo para la Iglesia y para quienes pueden incurrir (en el futuro) en tales conductas delictivas, tal formulación normativa no es cuestión baladí. La norma ha de ser clara e integrante del ordenamiento jurídico eclesiástico, con carácter previo a cualquier conducta concreta. ¿Por qué o cómo explicar la inacción del legislador y de la propia CDF al respecto? ¿Por qué, hasta ahora, no se ha hecho nada al respecto? ¿Acaso todo residía en que, presuntamente, la propia CDF era uno de los centros de resistencia? Personalmente, creo que la respuesta es muy compleja. Pero, en mi opinión, creo también que la clave ha radicado en que no se atrevían con la verdad. Por fin, parece que todo ha cambiado. Esperemos que así sea.

 

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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