En el documento final, más de lo mismo: bellas palabras, pero sin concreciones que respondan a los nuevos signos de los tiempos
(José M. Vidal).- 267 padres sinodales, 49 auditores y 23 expertos de los cuatro puntos cardinales, reunidos durante un mes en Roma en un bello intercambio de vivencias y experiencias de lo más variado y de lo más plural. O como dice el documento final, en un bello ejercicio de sinodalidad. ¿Y qué más? Poco más. O sea, el parto de los montes. Para este viaje…
La Iglesia tiene un problema orgánico de envergadura, que se escenifica en la propia composición sinodal. Una pirámide clerical perfecta, que dista mucho de reflejar la Iglesia circular (o poliédrica, como le gusta decir al Papa) del Vaticano II. La jerarquía lo ocupa casi todo, el laicado sigue siendo en la práctica ‘clase de tropa’ y la mujer tiene una presencia residual.
Esta Iglesia sinodal no refleja en absoluto a la Iglesia real y, por muy buena onda que haya habido en el aula, su mera distribución clama al cielo. Es cierto, como dijo Francisco, que el Sínodo no es un Parlamento, pero sí refleja una Iglesia con una cabeza clerical atrofiada de lo grande que es, que concentra todos los poderes y que parece resistirse a compartir el servicio en igualdad de condiciones entre los diversos estamentos. Y, como eso no es vendible y está mal visto en la actualidad, hay que camuflarlo con palabras bonitas.
Pero el caso es que el Sínodo sigue siendo casi exclusivamente de obispos, que tratan sobre la juventud y, para aparentar democracia, invitan a jóvenes (previamente seleccionados) a participar en el Presínodo en un bello ejercicio retórico que, después, no se plasmó en nada. ¿Dónde quedaron las reivindicaciones presinodales?….
¿Y para qué se invita a los 30 jóvenes al Sínodo en medio de un mar de obispos? Es verdad que pudieron hablar cuatro minutos, pero poco más, porque, aparte de aplaudir o silbar las intervenciones (esto último con mucha moderación y exceso de mojigatería), sus opiniones no sirvieron para nada, porque no se tuvieron en cuenta. Y, porque, en otra muestra más de desigualdad en el trato, los jóvenes y las mujeres tuvieron voz pero no voto.
Ya sé que se trata -y vuelvo a repetirlo- de un Sínodo de obispos. Pero entonces, ¿para qué se invita a los jóvenes y a las mujeres? Para darle al aula una nota de color. Para poder decir que también había jóvenes y mujeres, para hacer como si… Pero, en realidad, la Iglesia sigue siendo absolutamente jerárquica y terriblemente machista.
¿Cómo es posible que, en el pueblo de Dios, el pueblo de los hermanos, las seis mujeres religiosas y superioras de sus congregaciones o de sus asociaciones, no hayan podido votar, mientras sí lo hicieron los superiores religiosos presentes? ¿Por qué el padre Sosa, General de los jesuitas, o el Padre Artime, rector mayor de los salesianos (por citar sólo dos de los líderes religiosos presentes), pudieron votar y, en cambio, las monjas no pudieron hacerlo?
Era tan sangrante la desigualdad que hubo, incluso, un conato de rebelión. Era tan clamorosa la diferencia que dejaba tan en evidencia a la institución, que algunos quisieron reivindicar el voto de las seis mujeres presentes en las mismas condiciones que los hombres, pero no con los mismos derechos. ¡Todo un escándalo televisado a los ojos del mundo mundial!
Y eso que el mundo, cansado de una institución que no se adecúa a lo que ella misma llamó los signos de los tiempos, le da la espalda y apenas se ha interesado por el Sínodo. Y, cuando hablo del mundo, no me refiero a uno de los tres enemigos del alma, junto con el demonio y la carne, sino a la gente del común de mártires, a los fieles de dentro, de fuera y de los alrededores de la propia Iglesia.
Francisco lo intenta, pero es tanto el retraso que lleva la Iglesia (el cardenal Martini lo cifraba en 200 años) que le está costando ponerla al día. Tira de ella, casi tiene que arrastrarla, pero no quiere romperla. Trata de aggiornarla, pero evitando el cisma. La está obligando a dar pequeños pasos, pero los rigoristas ponen el grito en el cielo. Los obispos no acaban de soltarse. Víctimas de la inercia, miran de reojo al vecino y se sienten más a gusto en los tiempos pasados. Es más fácil ser amo y señor, que ser servidor. Cuesta mucho renunciar a prebendas y dominios, empezando por los palacios episcopales.
El Papa trata de implementar el proyecto del Vaticano II y el sector más conservador no sólo lo pone a parir, sino que le coloca todo tipo de palos en las ruedas y, sobre todo, lo deja solo y abandonado. Mientras, la mayoría silenciosa pro Francisco calla, entre otras cosas, porque no tiene cauces de expresión eclesiásticos.
De tal forma que se está dando la paradoja de que el Papa Francisco se ha convertido en la mayor autoridad moral del planeta, pero la Iglesia sigue en caída libre en cuanto a credibilidad y a confianza social. Y no sólo por la lacra de la pederastia, sino también porque se niega a aprobar sus asignaturas pendientes. Entre ellas, la de la mujer y la de la moral sexual.
Por mucho que se quiera disfrazar, la situación actual de la mujer en la Iglesia es un escándalo, un pecado por el que la historia le pedirá cuentas. Por eso la jesuitina española María Luisa Berzosa, quen no tiene pelos en la lengua, decía: «Me imaginaba que iba a ser (con) pocas mujeres, pero no tan pocas». Y añadía: «En la Iglesia no se nos abre mucho la puerta. Pero si se abre una pequeña rendija, yo entro por ahí, aunque tenga que hacer muchos equilibrios y ejercicios de cintura para poder entrar».
Y en el documento final, más de lo mismo. Bellas palabras sobre la promoción de la presencia femenina en los órganos de responsabilidad de la Iglesia, pero sin ningún cambio sustancial.
Y en otros campos, el documento da un paso atrás incluso respecto al ‘instrumentum laboris’ o documento de trabajo de la asamblea, que reconocía, por ejemplo, la diversidad sexual y hasta utilizaba el término LGTB.
El texto final del Sínodo pasa de puntillas sobre la pederastia clerical, no aborda para nada algunas de las cuestiones de moral sexual que más preocupan a los jóvenes, como las relaciones prematrimoniales, y no aborda el tema del celibato sacerdotal obligatorio.
Y como dice mi amigo Guillermo Jesús, que de esto sabe un rato, «la Iglesia debe quitar ‘la ocasión próxima de pecado’: la enferma soledad del celibato obligatorio, caldo de cultivo de la autorreferencialidad y de todo tipo de perversiones. Además, el celibato obligatorio confiere, de hecho, un halo de superioridad a la casta clerical, como si el matrimonio fuera para cristianos inferiores. Esta condición hace que los curas se sientan ‘dueños’ y no servidores, siendo el resto del pueblo de Dios descalificado para hablar u obrar en estos temas con alguna autoridad, al tiempo que menosprecia a la mujer por no considerarla digna de compartir la vida del sacerdote, llamado a cosas más ‘importantes'».
Y Guillermo Jesús concluye así su tesis, que suscribo: «De este modo el clérigo vive en una burbuja, con una seguridad económica de por vida y aislado de la compleja formación de una familia, de conseguir un trabajo, de tener un proyecto en común con una igual, de educar hijos o, incluso, de tener que sufrir el dolor del divorcio. Un cristianismo predicado por gente así no es creíble, porque no está encarnado».
Sólo queda una esperanza: que el Papa, como en otras ocasiones, salve la situación en la esperada Exhortación apostólica sobre el Sínodo. Y siga abriendo los caminos nuevos, hacia cuyos horizontes tanto les cuesta caminar a obispos y cardenales. Porque la primavera, su primavera ha venido para quedarse. Y nadie puede matar la primavera, cuando va en alas del Espíritu.