"Si la intervención del clero es excesiva, lo lógico será controlar ese exceso clerical"

Castillo: «El clero y el clericalismo, ¿tiene que ver algo este enorme montaje con lo que hizo y dijo Jesús?»

El "laicado" (la gran mayoría) se ve obligado a someterse a los "hombres consagrados

Castillo: "El clero y el clericalismo, ¿tiene que ver algo este enorme montaje con lo que hizo y dijo Jesús?"
No al clericalismo

¿Se puede pensar razonablemente que todo este solemne tinglado va a evolucionar hasta parecerse a la sencillez, pobreza y condición humilde en que vivió Jesús, tal como lo presenta el Evangelio?

(José M. Castillo, teólogo).-  Según el diccionario de RAE, se entiende por «clero» la clase sacerdotal en la Iglesia católica. Mientras que el «clericalismo» es, según el mismo diccionario, la intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia.

Si tenemos en cuenta estos dos conceptos, se comprende que haya quienes propongan, para renovar la Iglesia y ponerla al día, la supresión del clericalismo.

Porque, si la intervención del clero, en la vida de la Iglesia, es «excesiva», lo lógico será controlar ese exceso clerical, para que los laicos no se vean reducidos a la mera sumisión y observancia de lo que mandan los clérigos. Con lo que los seglares, que son la inmensa mayoría de los cristianos, se quedan en la Iglesia con la sola misión de someterse a lo que piensan, deciden e imponen los clérigos (cf. F. Vidal, en Vida Nueva digital.com: «Decálogo para suprimir el clericalismo»).

La razón de esta propuesta es clara: si las cosas siguen en la Iglesia como están, los creyentes (no «ordenados» de sacerdotes) se verán reducidos a la mera condición de ser la «clientela del clero». Es decir, los cristianos estarán siempre a merced de lo que dispongan los obispos, los curas y los «hombres de Iglesia» en general, desde sus ideas y sus intereses, que, como sabemos, pueden estar, en no pocos casos y en temas importantes, quizá bastante lejos de lo que piensa, siente y vive el común de los mortales.

 

 

 

Además, este asunto se complica si a lo dicho le añadimos que la teología, la liturgia, las ceremonias, las normas, lo que se puede y se debe hacer en asuntos determinantes en la vida, todo eso, está más de acuerdo con lo que se pensaba, se decía y se hacía en la Antigüedad y en la Edad Media, que con lo que pensamos, nos interesa y tenemos que resolver en el siglo XXI.

No hay más que ir a la misa que se celebra en determinadas iglesias, confesarse con tal o cual sacerdote o asistir a bodas y bautizos en los que la gente tiene que oír cosas que ponen nervioso a más de uno. Allí, el lenguaje, las vestimentas, las ceremonias, los asuntos que se plantean y las soluciones que se proponen son cosas que no se entienden. Y si es que se entienden, a no pocos asistentes no les interesan.

Se suele decir que la raíz de estos problemas está en el «clericalismo». De ahí, la necesidad de superarlo. Lo cual es verdad. Pero no es toda la verdad. Porque si este asunto se analiza más a fondo, pronto se advierte que el problema no está en el «clericalismo», sino en el «clero».

En efecto, el término griego «klêros» se utiliza, en el NT, cuando se relata la elección de Matías para sustituir a Judas (Hech 1, 17. 26). Para designar a los sacerdotes, se generalizó en el s. III el título y la categoría de «clérigos», como distintos y superiores a los «laicos». Así, la Iglesia quedó dividida: el «clero» acaparó la capacidad para tomar decisiones, la potestad para administrar los rituales sagrados y la dignidad de ser los «hombres consagrados». Con el peligro inevitable de que no pocos «hombres de Iglesia» empezaron a ver, en el ministerio eclesiástico, una manera de instalarse en la vida e incluso de alcanzar una categoría señorial (Y. Congar).

Se comprende que, ya antes de Constantino, se difundió el tratado «De singularitate clericorum», que combatía los abusos de pompa y vanidad de no pocos ministros de la Iglesia (J. Quasten). Y, por desgracia, esta tendencia (con el paso de los siglos) fue en aumento. Hasta convertir el «seguimiento de Jesús», en una «carrera de dignidad», para situarse (quizá sin pensarlo) en los niveles altos de la sociedad.

Así, la comunidad de los creyentes en Jesús quedó fracturada y dividida. El «clero» (que es una minoría) impone sus ideas y posee los poderes sagrados. El «laicado» (la gran mayoría) se ve obligado a someterse a los «hombres consagrados«.

Si a lo dicho sumamos los templos, los monumentos sagrados, los palacios episcopales, los monasterios, las propiedades y la cantidad de dinero que todo esto mueve y necesita, la pregunta que se plantea es inevitable: ¿tiene que ver algo este enorme montaje con lo que hizo y dijo Jesús? Es más: ¿se puede pensar razonablemente que todo este solemne tinglado va a evolucionar hasta parecerse a la sencillez, pobreza y condición humilde en que vivió Jesús, tal como lo presenta el Evangelio?

Queda patente la contradicción entre «lo que se vive» y «lo que se dice». Así las cosas, ¿puede tener «credibilidad» quien vive en semejante contradicción?

Me duele tener que decir estas cosas. Porque todo lo que soy y todo lo que sé es a la Iglesia a quien se lo debo. Y es por eso, por lo mucho que quiero a la Iglesia, por lo que no me puedo callar las contradicciones que tanto daño le hacen.

 

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Autor

Jesús Bastante

Escritor, periodista y maratoniano. Es subdirector de Religión Digital.

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