El sacerdote Andrés Díaz de Rábago acaba de cumplir 102 años. «En realidad son 103 en China porque cuentan la edad desde el día de la concepción», explica este médico jesuita, que lleva más de 70 años de misionero en Asia.
Rábago llegó a China en 1947 y fue expulsado en 1952 pocos años después de la llegada del comunismo. Después de pasar por Filipinas y Timor ahora lleva más de 50 años en Taiwán.
Optimista, trabajador y con una gran vitalidad, este sacerdote dedica ahora sus días a acompañar a los enfermos, especialmente a otros misioneros, en los hospitales.
«La mayoría son más jóvenes que yo», bromea. Su lema es «sonreír a montones» y aunque dice no tener «ningún secreto» para la longevidad, su alegría y profunda fe parecen estar detrás de su larga vida.
El misionero de origen gallego contribuyó a la educación del nobel timorense Ximenes Belo, y ha sido testigo de la tremenda transformación asiática.
Conocido por sus apariciones en la prensa y por su labor caritativa, a él no le afecta demasiado haber recibido la Cruz de Oficial de la Orden de Isabel la Católica en el 2000, la Medalla de Bronce de Galicia en 2001 y muchas otras condecoraciones del más alto nivel dentro y fuera de la isla.
La labor del religioso jesuita no es algo en tiempo pasado, sino que continúa a un ritmo que baldaría a alguien mucho más joven, sin parar ni un minuto: viaja en metro y visita a enfermos en los hospitales, celebra misas, dirige catequesis. Es un tifón espiritual y humano.
Durante unos años, pasada la barrera de los noventa, sus superiores pusieron a su lado al padre Wilfred Chen, para que le ayudase y lo sustituyese cuando ya no pudiese realizar su labor, pero Chen está aún a la espera. «Yo estoy cada vez más viejo, pero él parece más joven que antes», señala Chen.
Rábago nació el 17 de octubre de 1917 en la localidad gallega de Puebla del Caramiñal y, tras participar en la Guerra Civil española y acabar Medicina, ingresó en la Compañía de Jesús en septiembre de 1940.
Siete años después, partió hacia China y recibió el sacerdocio en Shanghái el 16 de abril de 1952, en la última hornada de ordenaciones antes de la expulsión de los religiosos del país asiático. Ha desarrollado una labor intensa y agotadora, con misiones en Manila y en Timor Oriental, donde fue maestro del primer presidente de ese país, Xanana Gusmão, y del premio Nobel de la Paz Carlos Filipe Ximenes Belo.
Llegó a Taiwán en 1969, donde fue profesor de la universidad más prestigiosa de la isla, y desarrolló su ingente labor pastoral y médica desde el Centro Tien.
«He estado en cuatro continentes. Me fui a China en 1947, cuando tenía 30 años, y estuve en Pekín y Shanghái. Y luego a Manila, y de allí al Timor portugués, y después a Taiwán. Toda mi vida en sitios tan diferentes», cuenta.
Sobre su alegría, excelente humor y dinamismo a su edad, recuerda cómo le impresionó la lectura de un artículo, a principio de la década de 1950, sobre el consejo a una prisionera en un gulag siberiano: «No piense en sí misma, piense en las demás».
«Eso me sirvió mucho –asegura–, y también he tenido muy en cuenta las palabras de la Biblia de que ‘Dios de todas las cosas saca el bien para los que le aman’. A lo que San Agustín añadió: ‘Hasta del pecado’».
De su experiencia en China, subraya como tanto las cancillerías extranjeras como las autoridades de su orden «cometieron el error» de pensar que el avance comunista era «algo transitorio», lo que se tradujo en un retraso en la evacuación de religiosos que provocó muchas muertes.
«Incluso en 1951 o 1952, los jesuitas compraron terrenos en Pekín para trasladar allí un colegio», recuerda Rábago, que ya intuía que se avecinaba el dominio de los comunistas.
A Pekín, que entonces se llamaba Peiping, la recuerda como una ciudad con casas bajas y mucha vegetación, que «desaparecía bajo los árboles», cuando se la miraba desde la Colina del Carbón –situada al norte de la Ciudad Prohibida–, y también cómo se le grabó allí que «todos en el mundo somos más parecidos de lo que pensamos, sobre todo en nuestros sentimientos».
«Ante las situaciones vitales, todos tenemos reacciones y sentimientos muy parecidos», dice al contar cómo en Pekín, al ver a las caras de tristeza y preocupación de la gente el día en que se supo de la caída de Mukden (noreste) en manos comunistas, lo conectó con la reacción en Santander ante la muerte del torero Manolete«.
«Sé que son dos eventos de muy diferente alcance, pero, en Pekín, yo lancé, sin pensar, un suspiro con la palabra Manolete, y luego me di cuenta de la conexión que inconscientemente había hecho», apunta.
Ahora, en un mundo interconectado y con frecuentes migraciones, Rábago recomienda «mirar lo positivo en el lugar de acogida» e ir «no en comisión sino en misión», es decir, no para desarrollar una labor burocrática y estar contando los días que faltan para irse, sino para fundirse con la gente.
«Si se va a buscar defectos, a mirar primero lo negativo, no se gana nada. Pero si hay cariño, se aprende, y al final se puede decir que ha valido la pena», advierte.
Muchos en la colonia hispana de Taiwán han recibido la asistencia médica y espiritual del sacerdote, siempre dispuesto a ayudar, y lo mismo ha sucedido con los taiwaneses.
De él dijo el exministro taiwanés de Relaciones Exteriores Chen Chien-jen, católico y amigo suyo, que «tiene el espíritu de un torero, el entusiasmo de una bailaora, el ingenio de Picasso y Gaudí, y el celo misionero de San Ignacio y San Francisco Javier«.