La importancia del celibato sacerdotal

¿Por qué los curas no se casan?

¿Por qué los curas no se casan?

Existen muchos artículos y reseñas históricas que hablan sobre prácticas cuestionables de concubinato y/o prostitución de algunos sacerdotes en la Edad Media. Es probable que esto haya ocurrido, pero no era la norma. Sería bueno tener información más objetiva, sin ocultar o disminuir si se cometieron estos errores pero sin tinte de desprecio al respecto como circula en la red.

Para comenzar habría que echar un vistazo veloz a la historia. Renunciar al amor de pareja para consagrarse totalmente a Dios es algo querido por Cristo para algunas personas.

Entre los consejos evangélicos, según el Concilio Vaticano II en el decreto Presbyterorum Ordinis, sobresale la «perfecta continencia por el reino de los cielos»: don concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Co 7, 7) para que se consagren a Dios con un corazón que se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34) en la virginidad o en el celibato.

Es cierto que los apóstoles estaban casados y, posiblemente, con hijos; pero también es cierto que lo abandonaron todo para seguir a Jesús.

Muchos sacerdotes fervientes e idealistas vivían en continencia en los primeros siglos aun estando casados, y animaban a otros a hacer lo mismo. Era un idealismo más bien de tipo ritual.

Con el tiempo se vio la utilidad del celibato para custodiar los bienes de la Iglesia y no transmitirlos por herencia a los descendientes.

En la primera mitad del siglo IV se convocó el primer concilio celebrado en España, llamado Concilio de Elvira, en el que en sus 81 cánones, todos disciplinares, se encuentra, entre otras cosas, la referencia eclesiástica más antigua concerniente al celibato de los sacerdotes.

En dicho Concilio también, a los que ya estaban casados, se les ordenaba no usar el matrimonio cuando de inmediato tuvieran que administrar sacramentos.

Incluso se llegó a mandar que nunca se usara porque en cualquier momento podían ser requeridos para administrar un bautismo.

El celibato tardó en imponerse del todo hasta el siglo XVI en Trento.

Está claro que, a lo largo de la historia, siempre ha habido infidelidades de todo tipo a la norma del celibato, norma que ha acompañado y fortalecido a la Iglesia, pero son minoría y excepción.

Primero está la norma y luego viene el abuso; no es al revés, no es que a raíz de unos abusos se haya impuesto el celibato. El celibato es norma de vida para mejor servir al Señor y no es para corregir errores.

El celibato no es algo de institución divina sino de institución eclesiástica, es decir algo que disciplinariamente la Iglesia ha decidido. ¿Para qué? Para poder vivir un estilo de vida muy necesario en la vida de la Iglesia.

Pero reducir el celibato y la castidad a mera imposición de la Iglesia es de hecho una falta de respeto a la inteligencia, al mismo Cristo (que era el ‘sumo y eterno sacerdote’, ‘célibe’, que dio su vida por todos nosotros y que Él mismo recomendó), a los textos bíblicos que tienen una profunda valoración al celibato y a la castidad por el Reino de los cielos y, finalmente, a los Padres de la Iglesia, doctores y pastores que desde el inicio apostólico han defendido dichos valores.

El celibato tiene tres fundamentos: Cristológico, pastoral y escatológico.

Cristológico. Jesús vivió de esta manera, sin esposa ni hijos. Entonces el celibato es imitar la manera como Jesús obró; es decir hacer las cosas como él las hizo.

La exigencia del celibato no supera las capacidades humanas: el mismo Cristo indica el camino cuando invita a buscar la perfección.

Una plena realización del sacerdocio y del celibato lleva la personalidad del hombre a su auténtico desarrollo en la búsqueda del objetivo al que todos estamos llamados: la santidad.

El celibato necesita, por la propia debilidad que sentimos como hombres, un gran deseo de superarse, pues es ir «contra corriente» de las propias pasiones y «necesidades». El hombre, por el hecho de ser hombre, es capaz de controlar sus propias reacciones.

A diferencia del celibato de los laicos, el de los sacerdotes y consagrados está determinado por una elección libre y consciente del hombre psicológicamente maduro y como tal no provoca frustraciones.

Hacer una elección libre significa siempre renunciar a otras posibilidades, a otros valores; y una elección libre es también testimonio de la convicción de que el valor que se ha escogido es superior a todos los demás.

Pastoral. El unir el celibato y el sacerdocio ministerial es una opción por una mayor radicalidad evangélica hecha por la Iglesia y respaldada por la Palabra de Dios y el testimonio de los santos y tantos hombres y mujeres que a lo largo de la historia desde este don, y aun desde sus fragilidades, trataron y tratan de darlo todo en exclusividad a Dios y a su pueblo.

El celibato está a favor de una plena dedicación al desempeño de un ministerio, sin más preocupación que este.

La persona está hecha para el amor y dándose, a tiempo pleno, al servicio de los demás es donde se plenifica, que es a fin de cuentas lo que ha enseñado Jesucristo: «amaos los unos a los otros como yo os he amado»; y también: «nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos».

Con una visión materialista, que sólo comprende al hombre desde lo fisiológico y lo instintivo, difícilmente se pueden entender estos valores como un ‘don de Dios’, como un regalo e instrumento de servicio a la humanidad y al bien común.

Escatológico. La castidad, incluyendo la castidad matrimonial, y el celibato son además también un anuncio de las realidades futuras en donde la relación de las almas entre sí y con Dios no se regirán con los esquemas o parámetros humano-terrenos.

La Biblia dice que, «en la resurrección ni se casarán ni se darán en matrimonio, sino serán como los ángeles de Dios en el cielo» (Mateo 22:30).

Esta fue la respuesta de Jesús al contestar una pregunta concerniente a una mujer que había estado casada varias veces en su vida: ¿con quién estaría casada en el cielo? (Mateo 22:23-28).

No habrá matrimonios en el cielo, simplemente porque no serán necesarios. Cuando Dios estableció el matrimonio, Él lo hizo para llenar ciertas necesidades, que en el cielo ya no existirán.

Entonces el celibato es un medio de anticipar la realidad del reino de los cielos; los sacerdotes y religiosos viven ya desde ahora como se vivirá en el cielo.

Historia del celibato en la Iglesia católica

Originalmente, los primeros sacerdotes católicos no necesitaban ser célibes.

Alrededor de los siglos III y IV, sin embargo, ya existían movimientos dentro del catolicismo proponiendo que los religiosos practicasen el celibato.

Y la Iglesia tuvo varias idas y venidas en cuanto al tema, e incluso regiones diferentes adoptaron prácticas diferentes, ya que era una época de comunicación precaria.

La preocupación con el celibato empezó a cobrar fuerza a partir del siglo XI. Papas como León IX y Gregorio VII temían por la «degradación moral» del clero.

De modo que el celibato acabaría instituido en los dos concilios de Letrán – el primero, en 1123, el segundo en 1139.

A partir de los concilios, quedó decretado que clérigos no podrían casarse o relacionarse con concubinas.

El celibato también fue defendido en otro concilio de Letrán (en 1215), y en el Concilio de Trento (entre 1545 y 1563).

En el siglo XX el tema volvió a resurgir con el papa Pío XII, que defendió el celibato en la encíclica Sacra Virginitas.

Y en el Concilio Vaticano II, en 1965, Pablo VI también divulgó un documento, De Sacerdotio Ministeriali, abordando el asunto.

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