La Segunda República inició su brutal persecución religiosa en 1931

Memoria histórica: así se gestó la represión socialcomunista contra la Iglesia en España

Memoria histórica: así se gestó la represión socialcomunista contra la Iglesia en España
Milicianos rojos divirtiéndose tras saquear la sacristía de una iglesia (Guerra Civil 1936-39). EP

En enero de 1934, al ser preguntado por el diario La Luz, Ramón María del Valle-Inclán manifestó que «se ha dicho mucho sobre la quema de conventos, pero la verdad es que en Madrid no se quemaron más que cuatro birrias que no tenían ningún valor. Lo que faltó ese 14 de abril de 1931, y yo lo dije desde el primer día, es coraje en el pueblo, que no debió dejar en pie ni un monumento».

Esta postura del escritor gallego no fue ni mucho menos una excepción en aquella España de los años 30. De hecho, fueron bastante más de «cuatro conventos birrias» los que se quemaron y saquearon al instaurarse el régimen republicano, plantando una semilla de odio que cinco años después alcanzaría límites terroríficos al estallar la Guerra Civil con el asesinato de miles de curas y creyentes. Los primeros, por el simple hecho de serlo, aunque fuera en pequeños pueblos alejados del centro de poder eclesiástico; y los segundos, por la única razón de no querer deshacerse de sus crucifijos o renegar de su fe.

Esta escalada de violencia se inició con la proclamación de la Segunda República tres años antes de las polémicas palabras de Valle-Inclán. El escritor se había entusiasmado con la Revolución rusa, aproximado al marxismo y radicalizado sus posturas, al igual que una buena parte de los dirigentes socialistas y comunistas del país. El escrito, incluso, llegó a pedir públicamente «una dictadura como la de Lenin». Eso fue quizá lo que le llevó a equivocarse con la cifra de conventos quemados. O, quizá, mentía deliberadamente, porque la violencia anticlerical que se desató en mayo de 1931 acabó realmente con más de un centenar de edificios religiosos en toda España, a lo que hay que añadir un número enorme de objetos del patrimonio artístico y litúrgico destruidos, muchos cementerios profanados y varios miembros del clero asesinados antes, incluso, de que estallara la Guerra Civil.

En Madrid los disturbios empezaron con la inauguración del Círculo Monárquico Independiente aquel mismo mes, el cual había sido fundado por Juan Ignacio Luca de Tena. Cuando la Guardia Civil impidió que una multitud republicana la quemara, empezaron a cargar contra los conventos y las iglesias. Al parecer, había llegado a oídos del Gobierno que algunos jóvenes del Ateneo de Madrid estaban preparándose para, efectivamente, incendiar todo tipo de edificios religiosos. El ministro de la Gobernación, Miguel Maura, intentó sacar de nuevo a la calle a la Benemérita para impedirlo, pero se encontró con la oposición del resto del gabinete. El mismo Maura comentó en La Luz y en sus Memorias que Manuel Azaña aseguró en aquella reunión que «todos los conventos de España no valen la vida de un republicano».

Ante la pasividad del Gobierno, la violencia se desató. Julio Caro Baroja fue testigo de los acontecimientos, según contó en su «Historia del anticlericalismo español» (1980): «A las 12 de la mañana, a las 12.15 y a la 13.05 se recibieron avisos del Colegio de los Jesuitas de la calle de la Flor en la Dirección de Seguridad de que el incendio cobraba proporciones grandes. La gente pasaba, o medrosa o indiferente, por las proximidades, viendo salir el humo por las ventanas. Los incendiarios desaparecieron rápidos y organizados. El que vio aquello (y yo lo vi) no podía imaginarse que se desenvolviera así una clásica acción anticlerical. En una de las paredes ahumadas podía leerse este letrero: “Abajo los jesuitas. La justicia del pueblo, por ladrones”».

Tras este colegio ardieron pronto también otros muchos edificios: el colegio de Nuestra Señora de las Maravillas, en Cuatro Caminos; el convento de las Mercedarias Calzadas, en la calle San Fernando; la iglesia parroquial de Santa Teresa y San José de los Carmelitas Descalzos, en Plaza de España; el convento de las Bernardas, en Vallecas; la iglesia de Santa Teresa, el colegio de la Inmaculada y San Pedro Claver y el Instituto Católico de Artes e Industrias (ICAI), entre otros.

Desde la capital, la violencia se extendió rápidamente a otras ciudades del sur y el levante. En Málaga quemaron nueve conventos y diez iglesias y se saquearon otras veinte, así como comercios y viviendas de civiles. Murieron cuatro personas. Y se repitieron ataques con las misma intensidad en Valencia, Sevilla, Granada, Córdoba, Cádiz, Murcia y Alicante, así como en muchos pueblos de estas provincias.

La «cuestión religiosa» se había convertido en un asunto fundamental para la Segunda República. Durante el Gobierno provisional ya se pusieron como objetivo el sometimiento de la Iglesia al Estado, la disolución de las órdenes religiosas, la prohibición de la enseñanza por parte de estas y la desaparición de la Compañía de Jesús. Esta última se produjo el 23 de enero de 1932, cuando Azaña, entonces presidente, hizo llegar al ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, el documento en virtud del cual se ordenaba su «disolución en territorio español».

Poco después, en el verano de 1936, «España se convirtió en lo más cercano a un infierno sobre la tierra para los miembros de la Iglesia que estaban en esa mitad del país donde no se había producido o no había triunfado la sublevación», defendía el historiador José Luis Ledesma en su artículo « De la violencia anticlerical y la Guerra Civil de 1936» (Universidad de Zaragoza). No hay prácticamente provincia de la zona republicana donde no aparecieran ejecuciones y torturas a miembros de la Iglesia y simples creyentes.

Es famoso el caso de Ceferino Giménez Malla, alias « El Pelé», un comerciante gitano marcado profundamente por la religión católica. Fue arrestado por un grupo de milicianos en Barbastro, en agosto de 1936, por salir en defensa de un joven sacerdote que estaba siendo golpeado a culatazos y arrastrado por las calles de la localidad oscense. Al ser detenido, llevaba un rosario en el bolsillo y fue condenado a muerte. Le ofrecieron el indulto si lo entregaba y renegaba de sus creencias, pero prefirió permanecer en la prisión y afrontar el martirio. En la madrugada del 8 de agosto de 1936 fue fusilado con el rosario en la mano, mientras gritaba: «¡Viva Cristo Rey!». «Su vida muestra cómo Cristo está presente en los diversos pueblos y razas», dijo el papa Juan Pablo II, en 1997, cuando le convirtió en el primer gitano beatificado de la historia.

Ledesma recogía otros muchos casos similares. El 5 de agosto llegó a Cercedilla un grupo de milicianos preguntando si se había «depurado» ya a los elementos «fascistas» y empezaron a buscar en primer lugar, como se hacía en la mayoría de la zona republicana, a los miembros de la Iglesia. Esa misma tarde fueron ejecutados dos sacerdotes, a los que siguieron otros 23 en la misma localidad madrileña. A diferencia del resto de asesinados, los sacerdotes no eran fusilados de noche y en algún paraje oscuro, sino a plena luz del día, en la Plaza Mayor, para que lo viera todo el mundo.

Ese mismo día, en Vich, el deán de la catedral y vicario general del Obispado se entregaba a los republicanos al saber que lo buscaban. Tras ocho días en la cárcel, la noche del 13 de agosto era fusilado en la carretera de Sant Hilari Sacalm, con 89 años. Muy cerca de allí, en Teruel, medio centenar de padres, hermanos y novicios de la Orden de la Merced (Teruel) huían ante la llegada de los milicianos. Lo hicieron en tres expediciones. Las dos primeras consiguieron llegar a la capital aragonesa, pero la tercera fue alcanzada y ejecutada también.

Al término de la Guerra Civil, el número de religiosos asesinados en la retaguardia republicana ascendió a 6.832, de las cuales 4.184 eran sacerdotes, 2.365 frailes y 283 monjas, según el estudio realizado por el historiador, periodista y ex-arzobispo de Mérida-Badajoz, Antonio Montero Moreno. El «Catálogo de los mártires cristianos del siglo XX» de Vicente Cárcel Ortí amplía la cifra a 3.000 seglares y 10.000 miembros de organizaciones eclesiásticas. Entre ellos estarían 13 obispos: los de Jaén, Almería, Barcelona, Tarragona, Ciudad Real, Lérida, Teruel, Guadix, Cuenca, Sigüenza, Orihuela, Segorbe y Barbastro.

Según comunicó este jueves –12 de diciembre de 2019– la oficina de prensa del Vaticano, el papa Francisco ha firmado el decreto que reconoce el «martirio» de 26 religiosos dominicos y un laico españoles que fueron asesinados durante la Guerra Civil, por lo que serán proclamados beatos. Con este nuevo decreto, se supera la cifra de 1.950 mártires oficialmente reconocidos por la Iglesia que entregaron su vida por la fe durante las persecuciones anticlericales de los años 30 en España.

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