Travellers, de Periodista Digital, visitó la tumba del arzobispo salvadoreño asesinado en 1980

El Salvador (2): La «doble muerte» de Monseñor Romero

El 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba misa, un francotirador segó, con un tiro certero en el corazón, la vida de Monseñor Romero. Su muerte quedó en la más absoluta impunidad.  

El Salvador (2): La "doble muerte" de Monseñor Romero
Catedral Metropolitana de San Salvador Pau Monzón

El disparo retumbó como un bombazo en la capilla del hospital La Divina Providencia, en San Salvador. El miserable francotirador que lo ejecutó formaba parte de los escuadrones de la muerte de ultraderecha, presuntamente financiados por la estadounidense Agencia Central de Inteligencia (CIA).

Un día antes Romero pronunció su última homilía que fue considerada por sus asesinos como una afrenta. Sus palabras de denuncia, le sentenciaron: “En nombre de Dios y de este pueblo sufrido… les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, cese la represión”. Su asesinato era cuestión de horas.

Tumba Monseñor Romero. Foto: Paul Monzón

Nacido en Ciudad Barrios (El Salvador), un 15 de agosto de 1917, Óscar Arnulfo Romero, fue un sacerdote católico que se caracterizó por la defensa de los derechos humanos de su pueblo a la par que condenaba en sus homilías dominicales la represión del Ejército y las numerosas violaciones de los derechos humanos en el país. Su solidaridad pública con las victimas de la violencia política le hizo célebre.

Gracias a CATA, Agencia de Promoción Turística de Centro América, entre los varios puntos de interés del país, visité su tumba, un hermoso monumento elaborado en bronce, de 2.5 m. de largo por 1.80 m. de ancho, ubicada en la Catedral Metropolitana de San Salvador, obra del escultor, ingeniero Paolo Borghi, en la cual representa a San Óscar Arnulfo Romero durmiendo en «el sueño de los los justos».

El 14 de octubre de 2018 Monseñor Romero fue canonizado por el Papa Francisco en la plaza de San Pedro en Roma. Su muerte quedó en la más absoluta impunidad.

Su funeral, un reguero de sangre…

Sus exequias, llevadas a cabo el 30 de marzo, fueron escenario de una gran manifestación popular, a la que acudieron miles de campesinos, obreros, estudiantes, hombres, niños y mujeres de todo el país.

Durante la misma, en medio de mucha tensión e indignación popular, ocurrió la tragedia. Y lo cuenta en primera persona, D. Alfonso Rojo, director de Periodista Digital y experimentado reportero de guerra, en su libro «Reportero de Guerra, La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales de guerra:

«En marzo de 1980, durante el funeral de monseñor Oscar Arnulfo Romero, me ocurrió algo que no se borrará de mi memoria mientras viva.

En la plaza central de San Salvador se concentraban varios cientos de miles de personas decididas a dar un último adiós al arzobispo asesinado pocos días antes por la ultraderecha. El ambiente estaba caldeado.

La multitud era compacta. Había muchos jóvenes fanatizados, procedentes de los suburbios, donde la guerrilla del Frente Farabundo Martí acumulaba seguidores. Algunos estaban armados y presentí que podía desatarse la tragedia.

Como medida de precaución, aconsejado por Etienne Montes, amigo del alma que ahora hace vino y antes hacía fotos de guerra, me encaramé a la verja de la catedral para disponer de un buen ángulo y quedar a cubierto si se producía una estampida.

Mediada la misa detonó al fondo una bomba, se escucharon varias ráfagas y el gentío se desparramó despavorido. Eran tantos los que intentaban refugiarse en el templo, cerrado porque estaba ya repleto de gente, que los barrotes metálicos exteriores se doblaban bajo el peso de la carne humana.

Los más débiles perecían asfixiados, boqueando como peces. En medio del jaleo alcance a oír la voz del holandés Ian Schmeitz, entonces reportero de una cadena de televisión y ahora activista humanitario y dueño de un primoroso resort en la costa caribeña de México. Ian estaba atrapado entre la masa.

Muerte y tiroteos en el funeral de monseñor Oscar Arnulfo Romero.
Ian siempre trató de dar cierta dignidad a esta profesión, no conocida especialmente por su honorabilidad, pero la muchedumbre le forzaba a comportarse como un salvaje, a empujar con codos y hombros en un desesperado esfuerzo por liberarse de la tenaza.

El holandés tiene un corpachón respetable, pero apenas pudo ganar unos centímetros, y entonces, con un rayo de miedo en las pupilas, me pidió ayuda. Estiré la mano, aferré su grabadora y, poco a poco, logramos que se aproximara a la verja y saltara por encima.

Retorné febrilmente a lo que había estado haciendo hasta entonces: tomar fotos. Al otro lado de la valla, decenas de desesperados, casi todos mujeres y viejos, agonizaban aplastados por la multitud. Tenía un angular de 24 milímetros en la cámara.

A la izquierda, en un montón informe, permanecía un grupo de mujeres. Parecían muertas. Me acerqué todo lo que pude y en ese instante, cuando enfocaba el rostro de una de las más jóvenes, movió los labios y musitó: «¡No me haga fotos! ¡Ayúdeme!»

En su rostro había una expresión extraña. Una mezcla de dolor, miedo y perplejidad, y debajo de todo aquello un matiz de desaprobación. Tiré de su brazo con todas mis fuerzas, pero no pude sacarla.

Nunca supe si aquella muchacha sobrevivió o si fue uno de los cuarenta cadáveres que se alineaban en el pavimento de la catedral el 30 de marzo de 1980.

No conozco ningún reportero que no auxilie a sus colegas o a su prójimo si puede hacerlo, pero carece de sentido para un periodista enviado a un conflicto ponerse a argumentar si es bueno o malo, correcto o incorrecto.

Lo único claro es que estás allí para informar de lo que ocurre y que los hechos tienen su propio peso».

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Autor

Paul Monzón

Redactor de viajes de Periodista Digital desde sus orígenes. Actual editor del suplemento Travellers.

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