El arzobispo estaba leyendo, levantó la mirada y en ese momento se escuchó como un fuerte mortero que hizo eco en la pequeña capilla
Leonor, oriunda de Armenia, Sonsonate, tenía 23 años de edad y estudiaba administración de empresas en la Universidad de El Salvador. Vivía como pupila de un matrimonio en la colonia Miramonte. Solía ir a misa a la iglesia a la iglesia La Resurrección, pero aquel 24 de marzo de 1980, decidió ir a la capilla del hospital La Divina Providencia, sin siquiera saber quien oficiaría la misa, mucho menos en memoria de quien. Lo cuenta Jaime Ulises en La Página.
No era la primera vez que iba a la capilla, por lo menos había ido unas diez veces antes a escuchar misa, siempre a las 6:00 de la tarde.
Ese lunes 24 fue a la universidad en la mañana y por a tarde llevó al hijo de la pareja que la hospedaba a pasear al parque de la colonia Centroamérica. En realidad era el pretexto para verse con su novio. A eso de las 5:00 regresó a la casa en la calle Toluca, se bañó y a las 5:50 ya estaba en la capilla.
En la iglesia había alrededor de 50 personas, a lo sumo 60. Adelante estaba sentadas las monjas que cuidaban a los enfermos y un grupo de señores que evidentemente eran los familiares de la deudora a quien dedicaban la misa. Atrás estaban personas que siempre van a las misas, sin importar si conocen al difunto. Ella se sentó en la hilera derecha, aproximadamente en la octava banca.
Leonor se sintió sorprendida cuando observó que el oferente de la misa era el arzobispo de San Salvador, Monseñor Óscar Arnulfo Romero. Había escuchado sus homilías y en la universidad todo el mundo hablaba de él pero nunca lo había visto en persona. Le pareció más joven de lo que se veía en los periódicos, su voz más firme que a través de la radio y sobretodo le pareció una persona humilde.
Sabiendo que era toda una figura muy respetada en todo el país intentó poner atención a su sermón , pero estaba preocupada porque al siguiente día tenía que viajar a Armenia a dejar unos documentos que su padre iba a usar para hacer un préstamo. Algunos documentos se le habían extraviado.
Pensando en los documentos estaba cuando escuchó más fuerte la voz de Romero. El arzobispo estaba leyendo, levantó la mirada y en ese momento se escuchó como un fuerte mortero que hizo eco en la pequeña capilla.
Las monjas y las personas que estaba adelante se levantaron, dos señores comenzaron a hacer fotos y Leonor volvió la vista hacia atrás. Alcanzó a ver la espalda de un hombre que caminaba apresurado con un arma en la mano. En ese instante no tuvo reacción más que taparse la boca y llorar. Eran las 6:25 en punto. 30 años después ella reconocería esa espalda, aunque asegura no recordar el color de la ropa. La imagen le que quedado grabada en su subconsciente.
Sobre monseñor mortalmente herido las monjas lloraban y pedían auxilio. Se levantó junto a un señor de avanzada edad que estaba en la misma banca y en una acción refleja caminaron unos cinco pasos hacia donde estaba monseñor. Leonor asegura que vio el último suspiro de monseñor Romero.
Perpleja por lo ocurrido y por el alboroto adentro de la capilla, temió salir a la calle. Pensaba que el asesino podía estar esperando a quienes saliera o que tenía que estar adentro para ayudar a las monjas.
Unos cinco minutos después del disparo, Leonor vio que comenzaron a salir de la capilla algunas personas y se atrevió a salir. En la calle frente a la capilla no estaba nadie ni siquiera pasaban carros. La calle Toluca es poco transitada, pero a las 6:30 de la tarde de un lunes siempre pasaban vehículos. Leonor lo sabía porque ella tenía dos años de vivir en la zona.
Tuvo miedo caminar hacia su casa, ubicada a unas dos cuadras. Lo hizo hasta que escuchó sirenas. Al llegar a su casa lo primero que hizo fue telefonear a su novio y contarle lo sucedido. El novio le dijo que no le contara a nadie más y que no saliera. Él iba a ir a pie a la iglesia para informarse de lo ocurrido.
Leonor se encerró en su cuarto cuando de repente la pareja de esposos le fue a tocar la puerta. «Leonor salga, dicen que acaban de matar a monseñor Romero», le dijeron. Ella salió llorando y le contó que había presenciado el asesinato porque estaba en la misa.
La joven ya no quiso salir, mientras que los esposos se fueron a curiosear y regresaron hasta cerca de las 8:00 de la noche. Leonor encendió la radio y la mayoría de emisoras informaban sobre la muerte del religioso, con versiones tan variopintas. En unas emisoras decían que había sido un comando urbano, en otras que personas con uniformes policiales.
El martes 25 Leonor se alistó para viajar a Armenia. Llegó a las 9:00 de la mañana y no pudo evitar narrar a sus padres lo ocurrido. Su madre tuvo miedo y le rogó porque ya no regresara a San Salvador hasta que pasara la «bulla» por el asesinato.
Una amiga, que desconocía que ella había presenciado el magnicidio, la llegó a invitar para que viajaran a San Salvador a visitar la catedral donde permanecía el cadáver. Viajaron el viernes, pero en el desvío de Armenia una pareja de guardias detuvo al bus en que viajaban y los revisaron. Les advirtieron que si iban a ver a monseñor Romero les podía pasar algo.
En el camino se encontraron alrededor de diez retenes. Si alguien iba de negro o blanco, en señal de luto, lo apartaban y lo comenzaban a interrogar.
Leonor y su amiga Ana Luisa llegaron a catedral e hicieron una larga fila para ver el cadáver de monseñor. Cuando salieron buscando el mercado central para tomar el bus hacia la terminal de occidente, sintieron que alguien las perseguía. Aceleraron el paso y tuvieron que pagar taxi. Cuando estaban en el vehículo de alquiler notaron que dos hombres armados las perseguían. Ana Luisa tomó el bus hacia Armenia y Leonor se regresó para la colonia Miramonte. Había decidido asistir al entierro el domingo y consideró que iba a ser demasiado peligroso viajar desde Armenia.
El domingo, a las 8:00 de la mañana, Leonor con un grupo de compañeros de la universidad se juntaron en Metrocentro para salir juntos a catedral. Tuvieron que irse a pie porque no pasaban autobuses por miedo a lo que podría pasar en el centro de la capital.
A las 9:00 lograron llegar al Palacio Nacional y el gentío era tal que consideraron que no iban a poder estar cerca del féretro. Repentinamente Leonor perdió de vista a sus tres compañeros. Los buscó, pero en aquel mar de gente le fue imposible. Hasta aquí ninguno de sus compañeros sabía que ella había presenciado la muerte de monseñor.
Logró llegar a la segunda calle avenida norte, hoy conocida como avenida monseñor Óscar Arnulfo Romero y con su 1.70 metros de altura alcanzaba a ver la entrada principal. Leonor estaba rodeada por fieles que con ramos pascuales (era domingo de ramos lloraban y rezaban por monseñor. A eso de las 10:50 vio movimientos extraños de hombres armados que se movilizaban en medio de la gente y alcanzó a ver a hombres armados sobre el palacio nacional. Algo raro estaba pasando porque la gente comenzó a ponerse incómoda. De repente, a eso de las 11:00 se escuchó un fuerte estruendo y un enfrentamiento armado. Disparaban desde el techo del palacio y desde el edificio del desaparecido banco Salvadoreño. La gente comenzó a correr de manera desesperada y a intentar meterse a la iglesia. Muchos murieron aplastados, especialmente anciano y niños. La catedral fue insuficiente para dar protección a los miles de feligreses.
El tiroteo duró algunos minutos. Cuando terminó mucha gente había huido hacia a plaza Morazán, hacia el parque Libertad y hacia donde pudieron. En la calle quedaron zapatos, rastros de sangre y gente muerte. Algunas a balazos, otras aplastadas.
Leonor alcanzó a correr hacia el parque Libertad, donde se encontró a uno de sus compañeros que con un arma de fuego gritaba a la gente que se quedaran en los portales de la Dalia. No lo volvió a ver nunca más y luego supo que se había ido con la guerrilla.
Regresó a catedral cuando la calma había vuelto, alcanzó a ver el féretro de monseñor Romero y se marchó para la colonia Miramonte. El lunes siguiente la pareja de esposos con los que vivía compraron La Prensa Gráfica y en una de las fotos aparecía Leonor observando el ataúd.
La joven tuvo miedo y por recomendación de su padre pasó cerca de un año sin volver a Armenia, porque en el pueblo todos habían visto la foto.
Leonor jamás ha vuelto a ir a la capilla la Divina Providencia. Se graduó de administración de empresas a los 27 años se casó y ahora vive en Santa Tecla. Nunca nadie la llamó a atestiguar, aunque de «todos modos mi testimonio no aportaría mucho», dice.
De vez en cuando sueña que está en una capilla y que observa cuando un hombre mata al sacerdote, solo que en sus sueños la víctima es su padre, un hombre que aún vive y que por azares de la vida también se llama Óscar Romero… como monseñor.