Benedicto XVI destacó que tanto México como América Latina atraviesan momentos de dolor, pero también de esperanza
El papa Benedicto XVI pidió hoy a los cristianos que resistan a la tentación de una fe «superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente», y que superen el «cansancio» de la fe. El pontífice hizo estas declaraciones ante varios cientos de miles de mexicanos que asistieron en el Parque del Bicentenario de Silao, cercano a León, en el centro de México, a la misa que oficia en su tercer día de visita a este país.
El obispo de Roma reiteró la necesidad de una nueva evangelización en este continente que conoce a Jesucristo desde hace ya más de 500 años, pero en el que avanza la secularización y la penetración de las sectas y señaló que la misión continental puesta en marcha tras su visita a Aparecida, en Brasil, en 2007, tiene ese objetivo.
«En Aparecida, los obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio. La Misión Continental tiene el cometido de hacer llegar esa convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente», dijo.
El papa agregó que también se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia.
El pontífice fue recibido en el altar mayor por el arzobispo de León, José Martín Rábago, quien le dio la bienvenida y le pidió un mensaje de esperanza para que México pueda superar los «males» que vive, entre los que destacó la violencia y muerte, «que han generado -dijo- la penosa sensación de temor, impotencia y duelo».
Martín Rábago agregó que esa «dramática» realidad tiene raíces perversas que la alimentan: la pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción, la impunidad, la deficiente justicia y el cambio cultural que lleva a la convicción de que esta vida sólo vale la pena ser vivida si permite acumular bienes y poder rápidamente y sin importar sus consecuencias.
Benedicto XVI destacó que tanto México como América Latina atraviesan momentos de dolor, pero también de esperanza.
Además, el Santo Padre ha evocado de nuevo a su predecesor el beato Juan Pablo II al haber visto el monumento de Cristo Rey en lo alto del Cubilete por la mañana desde el helicóptero y refiriéndose al Papa polaco ha afirmado que a pesar de que «deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra».
Por ello, ha añadido «seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes».
En este sentido, ha subrayado que el «poder» de Cristo Rey no consiste en «sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia» sino que se funda en «el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio».
El Papa ha invitado a la preparación profunda de la Semana Santa -que es la próxima semana- donde la Iglesia celebra el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor porque este tiempo «ayuda a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica».
Al finalizar, Benedicto XVI ha recordado el Año de la fe que ha convocado para toda la Iglesia que «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo». Asímismo, ha invocado a la Virgen María para que «siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad».
Por la mañana, antes de dirigirse al Parque Bicentenario, el Papa se ha encontrado con el gobernador del Estado de Guanajuato, Juan Manuel Oliva Ramírez y del alcalde del municipio de Silao, Juan Roberto Tovar Torres, que le ha entregado las llaves de la ciudad, al llegar, el Papa ha dado un recorrido panorámico entre los fieles que se encuentran en el Parque Bicentenario con capacidad de 500.000 personas.
Durante la celebración religiosa, el papa regaló un mosaico de Cristo Rey para que sea colocado en el interior del Santuario del Cubilete.
Concluida la misa y el ángelus, el papa se dirigió a una imagen de la Virgen de Guadalupe, patrona de México y de Latinoamérica, ante la que oró.
Después bendijo 91 reproducciones de la Virgen de Guadalupe destinada a todas las diócesis de México.
El papa ha querido celebrar esta misa bajo la estatua de Cristo Rey, uno de los símbolos del catolicismo mexicano y uno de los lugares que no pudo visitar Juan Pablo II en sus cinco viajes a México, para así, dar continuidad a aquellas visitas y honrar hoy su memoria.
La estatua de Cristo Rey del Cubilete es la segunda estatua más imponente del mundo tras la del Cristo de Corcovado de Río de Janeiro y uno de los mayores monumentos religiosos mexicanos, meta de una peregrinación anual a caballo el día de la Epifanía.
La estatua está colocada en la cima del cerro del Cubilete, el más alto de la región, con 2.700 metros de altura, elegido ahí porque es el centro geográfico de México.
La escultura de bronce pesa 80 toneladas y mide 22 metros de altura. El Cristo tiene los brazos abiertos y a cada lado tiene ángel, uno tiene en su mano una corona real y el otro una corona de espinas.
No es la original. La original fue realizada en 1923 y destruida en 1926 en un bombardeo ordenado por el presidente Plutarco Elias Calles al principio de la revuelta de los cristeros (1926-1929).
La actual escultura fue inaugura en 1940 y cofinanciada por el Gobierno mexicano como gesto de buena voluntad hacia la Iglesia.
La Guerra Cristera fue un conflicto armado entre 1926 y 1929 entre partidarios y miembros de la Iglesia Católica y el entonces gobierno de México, por disconformidad de los religiosos con la aplicación de los preceptos constitucionales relativos a materia eclesiástica.
Antes, el papa Benedicto XVI se reunió este domingo en Guanajuato con un grupo de ocho familiares de víctimas de la criminalidad organizada mexicana, según ha informado el Gobierno mexicano, que precisó que el encuentro fue a iniciativa del presidente, Felipe Calderón.
Se trata de María Elvia Valencia, madre de un policía federal desaparecido en Ciudad Hidalgo, Michoacán; María Herrera, de Michoacán, madre de cuatro hijos desaparecidos a causa de la delincuencia organizada, y Alicia Ulloa Conde, hermana de Gabriela Ulloa, víctima de un secuestro.
También participaron en la reunión Araceli Quintanilla Ocaña, de Monterrey, Nuevo León, cuya hermana falleció en un fuego cruzado, y María Guadalupe Dávila, de Cuidad Juárez, Chihuahua, cuyo hijo, Rodrigo Cadena, es una de las víctimas de Villas de Salvárcar.
Las otras son Josefina Torres Espinoza, esposa de un militar muerto en una operación contra el crimen organizado en Durango; Verónica Cavazos, viuda del alcalde de Santiago, Nuevo León, Edelmiro Cavazos, y Norberto Ortega Tafoya, quien fue víctima de un secuestro, posteriormente liberado.
El encuentro se produjo tras la reunión que mantuvieron en la tarde del sábado en el palacio del Conde Rul, en Guanajuato, Benedicto XVI y el presidente Calderón. (RD/Agencias)
Texto completo de la homilía del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas,
Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo […]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.