Desde entonces, el Vaticano II ha dividido las aguas entre quienes desean cambios en la Iglesia y los que no. Pero es difícil situar a unos aquí o allá. Los documentos del Concilio fueron aprobados por abrumadora mayoría
(Jorge Costadoat, sj., en Reflexión y Liberación).- Hace cincuenta años, Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II. En 1959 el «papa bueno» encendió una fogata solo comparable a los concilios de Jerusalén (siglo I), Nicea (siglo IV), Calcedonia (siglo V) y Trento (siglo XVI).
Su realización no fue fácil. Uno tras otro, los documentos preparados por la curia romana fueron descartados. La teología de que dependían no sirvió ya para comprender la época. El Papa abrió la ventana al pensamiento de una generación de teólogos que por esos años ya destacaban, aunque algunos de ellos habían sido sancionados. Los nuevos expertos profundizaron en el dogma del alcance universal de la salvación en Cristo y en la actuación histórica del Espíritu Santo. Se otorgó un estatuto positivo a la historia humana. El mundo, en principio «salvado», debió considerarse lugar de la redención actual de Dios. Lo decisivo para la salvación, en esta óptica, pasó a ser el amor.
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