Me dijo que los Papas han sido aislados durante siglos y que eso no está bien, el lugar del Pastor está junto a sus ovejas
Periodista, escritor y ex alumno de Jorge Bergoglio. Los alumnos del jesuita, como Jorge Milia, no solo querían al maestrillo, lo admiraban. Bergoglio fomentó en ellos el placer por la lectura y hasta llevó al aula a Jorge Luis Borges, que además prologó el libro ‘Cuentos originales’ que los adolescentes escribieron en la academia de Literatura. Allí, en el colegio más antiguo del país, soñaron el futuro, forjaron el carácter y fortalecieron el espíritu. Pero ni con un aluvión de fe podían imaginar que ‘Carucha’, como le decían al Papa, iba a ocupar la silla de Pedro. El predilecto de entonces, Jorge Milia, sigue siendo amigo del ahora Papa. Y cuenta así su última conversación telefonica con él.
El Domingo nuevamente me llamó Francisco. Suena poco humilde decir que me habló el Papa y más que me volvió a hablar, pero no hay eufemismos para ello. Un privilegio que me ha tocado en suerte, y quizá por eso debo compartir con quienes saben apreciarlo, porque lo bueno, cuando se comparte, se multiplica.
– «Doce páginas, ¡una carta de doce páginas!» – se quejó.
– «Pero no podrás negar que te has reído…» – contesté.
Se rió. Por esas cosas, que nadie puede explicar y mucho menos yo, sigue tolerando mi prosa como hace tantos años cuando éramos profesor y alumno.
Le comenté que había comenzado a leer la encíclica «Lumen Fidei» y declinó todo mérito personal. Dijo que Benedicto XVI había hecho la mayor parte, que era un pensador sublime, no conocido ni comprendido por la mayoría de la gente.
– «Hoy estuve con el viejo… – lo dijo así en argentino, con ese carácter entrañable que le damos a la palabra – charlamos bastante y es para mí un placer poder intercambiar ideas con él».
Realmente cuando habla sobre Ratzinger lo hace con reconocimiento y calidez. A mí me suena como si se hubiera reencontrado con un viejo amigo, con un antiguo compañero de estudios, de esos que aparecen cada tanto, que iban unos cursos adelante del nuestro y de alguna forma admirábamos, con diferencias que el tiempo ha limado, suavizado.
– «No te imaginás la humildad y la sabiduría de este hombre» – me dijo.
– «Entonces lo tienes cerca…» contesté.
Y me respondió:
– «¡Cómo voy a prescindir del consejo de alguien así, sería muy tonto de mi parte!».
Le comenté que la diferencia estaba en que la gente lo veía a él más humano, que lo podía tocar, le podía hablar.
– «Y cómo no lo van a poder hacer, si es mi deber escucharlos, confortarlos, rezar con ellos, apretarles la mano para que sientan que no están solos…», pero me aseguró que no fue sencillo para él hacer que su entorno lo admita.
Volvió a reírse cuando le dije que si mis abuelos Carrara vivieran y se enteraran que lo tuteo, dejarían de rezar por mí por considerarme definitivamente condenado. Ellos tenían la idea de un Papa inaccesible, distante, como la habían tenido sus padres y abuelos. Y él volvió a decirme:
– «Esto no ha sido fácil, Jorge, aquí había muchos «dueños» del Papa y con demasiada antigüedad en el cargo».
Luego me comentó que cada uno de los cambios que ha introducido le ha costado esfuerzos inimaginables (y, supongo yo, muchos enemigos…) y entre estos esfuerzos la cosa más difícil ha sido no aceptar que manejen su agenda. Por eso no quiso vivir en el palacio, porque muchos Papas han estado «presos» de sus secretarios.
– «Yo soy quien decide a quien veo, no mis secretarios». «A veces no puedo ver a quien quiero porque tengo que ver a quien me necesita».
La frase me tocó profundamente. Yo, que no soy Papa ni tengo su poder, siento que se me acelera el corazón ante la posibilidad de ver un amigo y no sé si atendería a otro. Él se priva del encuentro para estar con quien lo requiere. Me dijo que los Papas han sido aislados durante siglos y que eso no está bien, el lugar del Pastor está junto a sus ovejas… Luego hablamos de dos o tres cosas personales.
Preocupado como siempre por la situación del país, no podía creer que estuviera faltando trigo para hacer pan. Recordé como paradoja aquello de «No es posible morirse de hambre / en la Patria bendita del pan». Asintió con cierta amargura pero sin ningún comentario sobre nadie. Para terminar me pidió, como siempre, que recen por él. En realidad estábamos hablando, no iba a ser yo quien diera por finalizada la charla, y de pronto me dijo:
– Bueno, te veo, o más bien te leo. Chau. Cuidate y rezá por mí.
Cuelgo y me quedo pensando. Me habló Francisco, me habló el Papa. Estoy un poco confundido. Por suerte recuerdo su frase: «No te la creas, Jorge, sólo te habló un amigo».