Vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los caminos, a anunciar sin miedo, sin prejuicio, sin superioridad, sin purismos, a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir
(Jesús Bastante).- Siempre adelante. «El santo Pueblo fiel de Dios, no le teme al error; le teme al encierro, a la cristalización en elites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas resignaciones». El Papa Francisco clamó por una Iglesia «en salida«, que busca la alegría del Evangelio en los rostros de los otros, de los accidentados en el camino, y no en las aparentes seguridades, en los miedos, en la falta de fe.
Alrededor de 30.000 personas asistieron a la canonización de fray Junípero Serra en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, el mayor templo católico de los Estados Unidos, en la que supone la primera canonización en el país.
El Papa llegó a bordo de un jeepmóvil, entre los gritos de los fieles. No va a ser un viaje de masas -son muchos los estadounidenses que no entienden las críticas de Francisco al American Way of Life-, pero sí de fidelidades: todos los que acudan a los actos de Bergoglio en EE.UU., se sienten impactados por el personaje. Y por sus mensajes.
Hacía mucho sol en la explanada de la Inmaculada Concepción. El Papa hijo de inmigrantes, que quiere ser misionero en su tierra, canoniza al evangelizador de California sin necesidad de mediar milagro, como ya sucediera con Juan XXIII. Aunque la misa iba a celebrarse en el exterior, nada más entrar en la basílica Francisco fue recibido como una estrella de rock, repartiendo saludos a diestro y siniestro, sonriendo, incluso algo abrumado por el fervor demostrado por los fieles.
Ya revestido con los ornamentos, el Papa se dirigió a la explanada para comenzar la celebración. Los fieles, esta vez sí, entendieron el recogimiento propio de la celebración eucarística. El Papa utilizó el castellano, como parece va a ser norma en todo el viaje.
El cardenal Wuerl hizo la preceptiva petición al Santo Padre, que confirmó su deseo de que fray Junípero Serra sea, desde este preciso instante, elevado a los altares de la Iglesia universal. Pese a las polémicas, que ya arrastra desde su beatificación en 1988, que acusan a Junípero de crueldad con los indígenas, lo cierto es que el nuevo santo es considerado uno de los «padres de la patria» de Estados Unidos. De hecho, es el único personaje español que figura en el National Statuary Hall del Capitolio de Washington como uno de los nombres ilustres (dos por estado) inmortalizados en un monumento.
Tras la fórmula de la canonización, un representante de las comunidades indígenas depositó la reliquia del nuevo santo en un relicario junto al altar. La primera lectura, del libro de Isaías, fue en lengua indígena, en un nuevo guiño a la labor realizada, y no siempre comprendida, por el franciscano Junípero. La segunda lectora, una joven con síndrome de Down. La inmigración y la defensa de los más débiles, de nuevo, en gestos que valen mucho más que palabras, como posteriormente sucedería en las preces.
En su homilía, Francisco recordó la invitación a la alegría que se escuchó en el Evangelio. «Una vida plena, una vida con sentido, con alegría«. «Hay algo dentro de nosotros que nos invita a la alegría y a no conformarnos con placebos que siempre quieren contentarnos», comenzó el Papa, quien admitió que «son muchas las situaciones» en la vida cotidiana que «parecen conducirnos a una resignación triste, que poco a poco se va transformando en acostumbramiento, con una consecuencia letal: anestesiarnos el corazón».
«No queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo queremos? ¿Cómo hacer para que no se nos anestesie el corazón? ¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en las distinta situaciones de nuestra vida?», se preguntó el Papa, quien insistió en que, como sucedió con los primeros cristianos, «la alegría del Evangelio, se experimenta, se conoce y se vive, solamente dándola, dándose».
«El Espíritu del mundo nos invita al conformismo y la comodidad. Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad para con los demás y con el mundo, tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús, porque la fuente de nuestro alegría nace de ese deseo inagotable de brindar misericordia», clamó Bergoglio, quien volvió a pedir a los cristianos que salgan. «Vayan a la gente, vayan y anuncien, vayan y unjan».
A todas las gentes, en todo lugar, porque «Jesús no dio una lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje y su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le presentaba, con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado, con rostro de ira, sede, cansancio (…). Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su encuentro, aunque fuera una vida derrotada, sucia, destruida».
«A todos, dijo Jesús, a todos, vayan y anuncien. A toda esa vida como es, y no como nos gustaría que fuese. Vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los caminos, a anunciar sin miedo, sin prejuicio, sin superioridad, sin purismos, a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir. Vayan a anunciar el abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada, y anuncien la locura de un padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza«.
«Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona», subrayó el Papa, quien recordó que «la misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La misión nace de experimentar una y otra vez la unción misericordiosa de Dios».
Y es que, en definitiva, «la Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias, violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de Dios, no le teme al error; le teme al encierro, a la cristalización en elites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas resignaciones».
Muchos, a lo largo de la historia, llevaron a cabo este camino hacia Jesucristo. «Muchos que creyeron que la vida se acrecienta dándola, y se debilita en el aislamiento y la comodidad». «Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron no encerrarse en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos mientras afuera hay una multitud hambrienta».
«Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la buena nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación. Nueva, y Buena», como la que supone fray Junípero Serra, quien «supo vivir lo que es la Iglesia en salida, que sabe salir e ir por los caminos para compartir la ternura reconciliadora de Dios».
«Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos. Tuvo un lema que inspiró sus pasos: supo decir, pero sobre todo supo vivir diciendo «Siempre adelante». Esta fue la forma que Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio. Fue siempre adelante, porque el Señor espera, porque el hermano espera, por todo lo que aún le quedaba por vivir. Fue siempre adelante. Como era ayer, hoy nosotros, podamos decir, siempre adelante», concluyó.
Ésta fue la homilía del Papa Francisco:
«Alégrense siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4). Una invitación que golpea fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice Pablo con una fuerza casi imperativa. Una invitación que se hace eco del deseo que todos experimentamos a una vida plena, a una vida con sentido, a una vida con alegría. Es como si Pablo tuviera la capacidad de escuchar cada uno de nuestros corazones y pusiera voz a lo que sentimos y vivimos. Hay algo dentro de nosotros que nos invita a la alegría y a no conformarnos con placebos que simplemente quieren contentarnos.
Pero a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas las situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia dinámica a la que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a una resignación triste que poco a poco se va transformando en acostumbramiento, con una consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.
No queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo queremos?; no queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros días, ¿o sí?. Por eso podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se nos anestesie el corazón? ¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en las diferentes situaciones de nuestra vida?
Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros hoy: ¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive tan solo dándola, dándose.
El espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad; frente a este espíritu humano «hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo» (Laudato si’, 229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra alegría «nace de ese deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (Evangelii gaudium, 24). Vayan a todos a anunciar ungiendo y a ungir anunciando.
A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt 28,19).
La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien.
La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y unjan.
Jesús los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de hace dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje, su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida como ésta se le presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida. A «todos» dijo Jesús vayan y anuncien; a toda esa vida como está y no como nos gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los caminos, vayan… a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el corazón.
La misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La misión nace de experimentar una y otra vez la unción misericordiosa de Dios.
La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias, violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de Dios, no le teme al error; le teme al encierro, a la cristalización en elites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas resignaciones.
Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (Evangelii gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es discípulo de Aquel que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles los pies (cf. ibíd., 24).
Hoy estamos aquí porque hubo muchos que se animaron a responder a esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (Documento de Aparecida, 360). Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron no encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa contención… en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta» (Evangelii gaudium, 49). Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación Nueva y Buena.
Y hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras la alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que es «la Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos.
Tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero especialmente supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma que Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no se le anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor espera; siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante, por todo lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que, como él ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».