Frente a la zarza ardiente que es el la vida de todo ser humano no cabe sino descalzarse
(Adrián J. Taranzano).- Permítanme un par de comentarios «a boca de jarro», tras el discurso del obispo de Roma al Congreso de los Estados Unidos. Me disculpo por lo vago y concedo que pueden ser comentarios incluso acríticos y superficiales. Una lectura atenta, sopesada y detenida de todo el discurso y de sus ideas fuerzas, así como una confrontación con voces más expertas conduciría ciertamente a observaciones más cuidadosas.
Entre todo lo que se podría mencionar, querría destacar que las temáticas que Francisco ha tocado dejan entrever, a mi juicio, aquello que el teólogo fundamental J. B. Metz define como una mística de los ojos abiertos. En el discurso de Francisco la pólis nunca se separa de la pístis. Ésta no tiene su jurisdicción de significado en la sola trascendencia. La fe tiene un significado para el mundo, para su historia, para sus luchas. Todo lo auténticamente humano, los problemas humanos, sociales, políticos, ecológicos, encuentran eco en el corazón de los discípulos de Jesús (cf. GS 1). En sus insistencias, en sus acentos, en sus denuncias, leo precisamente esa mística en la cual lo humano no es obstáculo para lo divino.
También destaco una idea importante que ha subrayado en el discurso: hay que evitar el peligro fundamentalista de polarizar entre buenos y malos, justos y pecadores. Ello vale tanto para la iglesia como para la sociedad. La realidad es demasiado compleja como para encasillarla en esos odres viejos de lectura y de juicio. Detrás de muchas búsquedas y sensibilidades contemporáneas no hay simplemente un relativismo demoníaco y amenazante contra la verdad, sino quizás también el intento, con sus luces y sus sombras, de asumir una realidad «dramática y magníficamente» compleja – si me permiten parafrasear el testamento del gran Pablo VI – que no es susceptible de monopolios hermenéuticos.
Me animaría a decir incluso que la insistencia bergogliana en la cultura del encuentro intenta superar aquel modelo de «batalla cultural» que ha prevalecido en los últimos decenios y que en gran medida ha bebido su energizante en la concepción de una dictadura del relativismo contra el que hay que tomar todas las armas y frente al cual consumir todas las energías.
A riesgo de simplificar, podría decir que en gran medida el diagnóstico de una dictadura del relativismo genera una actitud eclesial que intenta reconquistar la cristiandad perdida y la autoridad monopólica de aquella que se entiende como la columna y fundamento de la verdad. La insistencia en una cultura del encuentro puede ser quizás la actitud adecuada en una sociedad plural, variada, heterogénea y compleja, en la cual el otro o los otros también tienen algo que decir. La cultura del encuentro supone saber reconocer las «semillas del Verbo», aquella vieja enseñanza de los Padres. Implica reconocer en aquel que piensa y vive distinto no al enemigo relativista a atacar o a humillar con la objetividad de la verdad, sino al hermano, al ser humano, al hijo de Dios que incluso a tientas sigue buscando sentido, felicidad y rumbo. Si aquel joven perdido detrás de tantos «vientos de doctrina» de su tiempo hubiese escuchado en la predicación de Ambrosio sólo un ataque y una condena a su relativismo galopante, posiblemente nunca hubiésemos podido estremecernos con el relato de sus Confesiones. Frente a la zarza ardiente que es el la vida de todo ser humano no cabe sino descalzarse y dialogar con inmenso respeto, porque es imagen de Dios (cf. Ex 3,2).
En ese encuentro respetuoso en un mundo plural, la Iglesia está llamada a ofrecer el testimonio humilde de esa verdad que la posee pero que también la precede. Por ello no puede nunca renunciar a correr detrás de ella. No puede olvidar jamás que también a través del otro se le desvela esa verdad que está llamada a anunciar. En ese encuentro, ella no puede callar lo que se ha visto y oído (cf. Hch 20,4) pero tiene que hacerlo no con el tono de las filípicas sino con la voz cautivante de la invitación. Nadie va a un banquete por imposición sino únicamente por la atracción y por la seducción que suscitan sus manjares suculentos y sus vinos añejados (cf. Is 25,6).