La entrada en vigor del Sistema Nacional Anticorrupción llega con un pronóstico fatal que pone en serio entredicho la capacidad de la clase política y la sinceridad de sus intenciones por acabar con el flagelo de la corrupción
(Editorial Desde la Fe).- La entrada en vigor del Sistema Nacional Anticorrupción llega con un pronóstico fatal que pone en serio entredicho la capacidad de la clase política y la sinceridad de sus intenciones por acabar con el flagelo de la corrupción, que permea y asfixia la vida pública del país en todos los niveles, afectando las responsabilidades públicas e impactando gravemente en la vida de los ciudadanos, que son víctimas de la misma.
Una de las promesas de la presente administración, al asumir el cargo en diciembre del 2012, fue acabar con la corrupción. La designación de los funcionarios del gabinete no incluyó al Secretario de la Función Pública, por lo que se pronosticaba la desaparición de dicha dependencia y, en su lugar, la pronta aparición de un sistema orgánico, estructurado, independiente y conducido por personas de impecable trayectoria ética, bajo un marco normativo que abarcara los distintos ámbitos de la administración de justicia.
En mayo de 2015, la reforma de diversas disposiciones constitucionales sobre el combate a la corrupción fue promulgada con bombo y platillo, y se ordenaba la estructuración de una legislación que reglamentara el sistema nacional. El conjunto de leyes que el Congreso de la Unión estaba obligado a conformar no tuvieron tersas negociaciones; al contrario, pasaron por resistencias de la clase política, bajo el tamiz de la ciudadanía que exigió la designación de autoridades con capacidades plenas, así como castigar las deshonestidades de la corrupción. La puesta en marcha del sistema ahora debe pasar por otra etapa que la mantiene empantanada y sin posibilidad alguna de que pueda estar en operación plena a pesar de los términos que el mismo Congreso se impuso.
La designación del fiscal anticorrupción tuvo una pasarela de candidatos que, al final, conformó una lista que está en el cajón legislativo. Igualmente, los senadores han dilatado la designación de los magistrados del Tribunal de Justicia Administrativa para la integración de las salas especializadas. La falta y violación a los mismos términos impuestos sólo se salva por los argumentos vacíos de los responsables por corregir sus mismas reglas a través de acuerdos, en franca contravención a lo establecido en la Constitución.
A esto se suma la implementación del sistema en cada una de las entidades del país. Al momento de su entrada en vigor, de acuerdo con el semáforo anticorrupción del Instituto Mexicano para la Competitividad, sólo 14 Estados tenían reformas constitucionales satisfactorias; Baja California Sur y Veracruz reportaban estar listos al 100 por ciento para echar a andar sus sistemas. Destacan los casos de la Ciudad de México, con una reforma más bien regular, y de Campeche, Chihuahua y Tabasco, en focos rojos porque sus Congresos ni siquiera han intentado una discusión al respecto.
El Sistema Nacional Anticorrupción entra en vigor con graves carencias. Si bien la estructura orgánica se ha echado a andar, las figuras más emblemáticas aún permanecen en la incertidumbre. Las piezas del sistema exigen una coordinación que ya no debería admitir más dilaciones porque la corrupción ha favorecido en gran medida el crecimiento del crimen organizado -mal que crece y cuesta mucho dinero a los mexicanos-; destruye y corroe la vida democrática, y aniquila la buena marcha del país, cuyas autoridades, por cierto, están seriamente cuestionadas por una ciudadanía en creciente desconfianza.
¿De qué sirven las buenas intenciones si seguimos siendo diezmados por la corrupción? El sistema nace sin la voluntad de la clase política. Con esta negligencia surge inevitable una pregunta: ¿por qué la clase política se resiste a terminar con la corrupción? ¿Será porque se ha convertido en su motor?