Un ministro de cara al pueblo. Su cabeza hacia el altar
(Guillermo Gazanini, corresponsal en México).- La bicentenaria historia de Catedral metropolitana de la Arquidiócesis de México escribió un capítulo triste y funesto en las páginas de su memoria. La exequias de un sacerdote víctima de la violencia, un hombre quien padeció una agonía prolongada y dolorosa. En la penumbra de los amplios pasillos se notaba el ir y venir de los veían de los fieles quienes se congregaban para acompañar los restos mortales de José Miguel Machorro Alcalá.
Los accesos al altar mayor eran resguardados por un malencarado policía federal que parecía estar trabajando afanosamente transcribiendo quién sabe qué garabatos en un gran libro de contabilidad mientras el pueblo santo de Dios aguardaba pacientemente sus órdenes para liberar esas entradas. Eran casi las 7 de la noche, hora convocada para la misa de exequias que tardó media hora más en iniciar.
El impresionante sonido del órgano monumental de Catedral tocó los acordes que resonaron con el vetusto y mistérico latín retumbando en el templo para solicitar el descanso eterno y el brillo de la luz perpetua para el alma del difunto, Requiem aeternam dona eis Domine, et lux perpetua luceat eis. El recogimiento se rompió cuando desde los accesos al altar mayor, un sacerdote conducía a un grupo de personas para ocupar los primeros lugares de cara al altar mayor. Eran los familiares de Machorro: se veían dispuestos, esbozando una sonrisa de agradecimiento por estar en esas posiciones, muy cercanos a donde estarían los restos mortales del pariente asesinado.
La recepción del ataúd. De madera, sobrio, cargado por siete hombres. Era el inicio de la celebración de exequias. La procesión implica el símbolo de las repetidas entradas del difunto en la en comunidad cristiana para celebrar el misterio pascual de Cristo. Y es el gesto de la entrada definitiva en la asamblea de los santos. El ataúd depositado a ras de piso sin base alguna en recuerdo de nuestra procedencia y destino. Una alfombra roja era el adorno flanqueado por las vestiduras sacerdotales en dorado, el cirio pascual y el libro de los Evangelios.
Los restos no eran de un laico. Un bautizado llamado al orden de los presbíteros debía ser depositado según la orientación que adoptaba habitualmente en la asamblea litúrgica. Un ministro de cara al pueblo. Su cabeza hacia el altar.
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