San Juan Macías Era "retraído" y "ayudaba mucho a los pobres", señaló el historiador, pero también fue un asceta, "que se golpeaba el pecho con una piedra hasta escupir sangre"
El papa Francisco oró ante las reliquias de cinco santos elevados a los altares en Perú, entre ellos Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres, como reconocimiento al fervor que han inspirado desde hace más de 300 años en territorio peruano.
Oración del Papa Francisco:
Dios y Padre nuestro,
que por medio de Jesucristo
has instituido tu Iglesia
sobre la roca de los Apóstoles,
para que guiada por el Espíritu Santo
sea en el mundo signo e instrumento
de tu amor y misericordia,
te damos gracias por los dones
que has obrado en nuestra Iglesia en Lima.
Te agradecemos de manera especial
la santidad florecida en nuestra tierra.
Nuestra Iglesia arquidiocesana,
fecundada por el trabajo apostólico
de santo Toribio de Mogrovejo;
engrandecida por la oración,
penitencia y caridad de santa Rosa de Lima
y san Martín de Porres;
adornada por el celo misionero
de san Francisco Solano
y el servicio humilde de san Juan Macías;
bendecida por el testimonio de vida cristiana
de otros hermanos fieles al Evangelio,
agradece tu acción en nuestra historia
y te suplica ser fiel a la herencia recibida.
Ayúdanos a ser Iglesia en salida,
acercándonos a todos,
en especial a los menos favorecidos;
enséñanos a ser discípulos misioneros
de Jesucristo, el Señor de los Milagros,
viviendo el amor, buscando la unidad
y practicando la misericordia
para que, protegidos por la intercesión
de Nuestra Señora de la Evangelización,
vivamos y anunciemos al mundo
el gozo del Evangelio.
Isabel Flores de Oliva se convirtió en Santa Rosa de Lima el 12 de abril de 1671, más de 50 años después de su muerte a los 31 años de edad, y desde entonces cada 30 de agosto los fieles acuden a su santuario en el centro histórico para pedir que les cumpla un deseo.
La santa nació en Lima en 1586 y sus padres fueron Gaspar Flores, un arcabucero de la guardia virreinal, natural de Puerto Rico, y la limeña María de Oliva y Herrera.
El apelativo de Rosa se lo ganó de bebé, cuando su madre vio sus mejillas, estando en la cuna, del mismo color de las rosas.
Fue una laica consagrada a Dios y al prójimo, dado que vivió dedicada a servir a los necesitados y ofreció sus propios sacrificios personales en una pequeña celda construida en su hogar.
«Ella se sacrificaba con continuas penitencias, pero es un ofrecimiento de su dolor por la salvación de los pecadores, por los moribundos, de Lima», explicó a Efe el historiador Rafael Sánchez-Concha.
Santa Rosa «es un ejemplo de mujer que se sacrifica por su sociedad porque se ocupaba de los pobres, de enseñarle a las niñas los rudimentos de la fe», agregó el experto.
Además, se cuenta que la santa había advertido de que un gran terremoto y maremoto destruirían Lima, razón por la cual tenía por símbolo un ancla con la ciudad capital, lo que representa «la esperanza de la salvación», indicó Sánchez-Concha.
Rosa recibió el sacramento de la confirmación en 1597 del arzobispo Toribio de Mogrovejo en el distrito de Quives, en la sierra de Lima, al igual que lo hizo San Martín de Porres.
Santo Toribio de Mogrovejo nació en 1538 en España, donde estudió leyes antes de ser ordenado diácono, sacerdote y consagrado obispo en una misma ceremonia en la catedral de Sevilla para ser enviado a Lima como arzobispo por el rey Felipe II.
«Era un hombre muy culto, un hombre recio y duro, temido por los curas párrocos», según contó el también catedrático a raíz de la labor de inquisidor que antecedió a Toribio de Mogrovejo.
Una vez en Perú, Santo Toribio estuvo a cargo de organizar la Iglesia católica en el entonces virreinato con la aplicación del concilio de Trento, sobre la renovación del catolicismo, y organizó el tercer concilio limense que produjo los catecismos en los idiomas nativos de quechua y aimara en 1582.
En una sociedad virreinal, explicó Sánchez-Concha, «los santos brillan porque son los ejemplos de salvación», son los referentes de una persona que se ha salvado.
Toribio de Mogrovejo viajó por toda su diócesis, supervisando que se cumplan las normas y se respete su jurisdicción, y murió en Zaña, al norte de Perú, en 1606.
A su vez, San Martín de Porres, nacido en Lima en 1579, demostró que la santidad es lo más importante en la sociedad y que puede ser para todos, pues él era un mulato despreciado, como todos los de su clase social, recordó el experto.
«A pesar de ser mulato (de padre español y madre negra panameña), como tenía fama de santo, él aconsejaba al virrey, era respetadísimo y queridísimo», afirmó Sánchez-Concha.
A pesar de que su nombre de pila era Martín de Porras, por ser hijo del español Juan de Porras, el papa Juan XXIII lo canonizó como San Martín de Porres en 1962 quizás para evitar las connotaciones indebidas de su apellido.
San Martín era el portero y barrendero en el Convento de los Dominicos y desde su puesto vivía pendiente de ayudar a los enfermos y pobres con cariño y generosidad.
Se sabe que el papa Francisco tiene una especial devoción por «el santo de la escoba», como se conoce a San Martín, y que tiene una imagen del santo mulato, fallecido en 1639 y canonizado en 1962.
San Juan Macías fue un fraile dominico, amigo personal de San Martín, nacido en Extremadura, España, en 1585, que llegó a Lima para cuidar ganado a la ribera del río Rímac.
Era «retraído» y «ayudaba mucho a los pobres», señaló el historiador, pero también fue un asceta, «que se golpeaba el pecho con una piedra hasta escupir sangre».
Sánchez-Concha explicó que esta práctica de mortificaciones físicas eran reguladas en esa época con maestros espirituales que las supervisaban.
RD/Agencias