Sean sinvergüenzas, no tengan vergüenza de hacer con la oración que la miseria de los hombres se acerque al poder de Dios
(Jesús Bastante).- Más de medio millar de religiosas contemplativas se encontraron con el Papa ante el santuario del Señor de los Milagros, uno de los más venerados en el Perú. Uno de los pocos lienzos que ha resistido los embates de los terremotos que, ‘de a poquito’, asolan este país. Tal vez el mejor lugar encontrarse con las monjas de clausura y reivindicar su papel «como faro de la Iglesia».
«La Iglesia no las tolera, la Iglesia las necesita«, indicó Francisco a las religiosas, a quienes pidió que «recen mucho por la unidad de esta amada Iglesia peruana, porque está tentada de desunión. A ustedes le encomiendo la unidad: la unidad de la Iglesia, de los agentes pastorales, de los consagrados, del clero y los obispos».
El rezo de la hora tercia fue el primer acto público de una maratoniana jornada con la que concluirá el viaje de Francisco a Chile y Perú. Una semana agotadora e intensa, que el papa quiso iniciar rezando con las religiosas, que normalmente tampoco tienen ocasión de encontrarse, ‘encerradas’ como están entre sus muros. «Al verlas a ustedes aquí me viene un mal pensamiento: que aprovecharon para salir del convento y dar un paseito«, bromeó el Pontífice, quien quiso mandar un abrazo «a mis cuatro carmelos de Buenos Aires».
Ante las contemplativas, el Papa pidió «renovar día a día el gozo de sabernos hijos», a través de la oración, que «es el núcleo de vuestra vida consagrada, es el modo de cultivar la experiencia de amor que sostiene nuestra fe, y es una oración siempre misionera».
Porque la oración «no rebota en los muros del convento y vuelve para atrás», sino que «logra unirse a los hermanos» por un hilo indivisible: el amor. «El amor lo es todo, abarca todos los tiempos y lugares. El amor es eterno», decía Santa Teresita. «Es un regalo ser misioneras del amor para los más necesitados«, apuntó el Papa.
«Vuestra vida en clausura logra un alcance misionero y fundamental en la vida en la Iglesia», apuntó el Papa: «rezan e intervienen por muchos hermanos presos, refugiados y perseguidos; por las personas en paro, por los pobres, enfermos, por las víctimas de dependencia…». Son, en definitiva, «como los amigos que llevaron al paralítico ante el Señor para que los sanara… No tenían vergüenza. Eran sin-vergüenzas, pero bien dicho. Sean sinvergüenzas, no tengan vergüenza de hacer con la oración que la miseria de los hombres se acerque al poder de Dios».
Gracias a la oración, con la que «acercan al Señor la vida de muchos hermanos y hermanas que no pueden alcanzarlo, para experimentar su misericordia sanadora… por vuestra oración, ustedes curan las llagas de tantos hermanos», agradeció el Papa, reivindicando que «la vida de clausura no encierra ni encoge el corazón, sino que lo ensancha«.
«¡Ay de la monja que tiene el corazón encogido! Por favor, busque un remedio. No se puede ser monja contemplativa con el corazón encogido. Que vuelva a respirar, que vuelva a ser un corazón grande», pidió. Y es que «las monjas encogidas son monjas que han perdido la fecundidad, que no son madres, se quejan de todo… No sé, amargadas. Siempre están buscando un tiquismiquis para quejarse».
«En el convento no hay lugar para las coleccionistas de las injusticias, sino para las que quieren llevar la cruz fecunda, la del amor, la cruz que da la vida», recordó el Papa, quien animó a seguir adelante para «sentir de un modo nuevo la frustración o desventura de tantos hermanos, víctimas de esta cultura del descarte de nuestro tiempo. Que la intercesión por los necesitados sea la característica de vuestra misión». Y, cuando sea posible, añadió, «ayúdenlos, no solo con la oración, sino también con un servicio concreto. Cuántos conventos de ustedes, sin faltar a la clausura, en algunos momentos de locutorio pueden hacer tanto bien».
Y, especialmente, una oración por la unidad. «¡Cuánto necesitamos de la unidad de la Iglesia! Que todos sean uno. Cuánto necesitamos que los bautizados sean uno, que los consagrados sean uno, que los sacerdotes sean uno, que los obispos sean uno». De ahí la encomienda del Papa a rezar por la unidad de la Iglesia, frente al demonio y sus chismes.
«El demonio es mentiroso, y además es chismoso. Busca dividir, quiere que en la comunidad unas hablen mal de la otras», subrayó Bergoglio, quien fue especialmente duro en este sentido. «¿Saben lo que es la monja chismosa? ¡Es terrorista! Tira la bomba, destruye y se va tranquilo. Monjas terroristas no, sin chismes».
«Esfuércense en la vida fraterna, haciendo que cada monasterio sea un faro que pueda iluminar en medio de la división. Ayuden a profetizar que esto es posible», pidió Francisco. «No dejen de dar el testimonio de la vocación en fidelidad, así la vida se hace anuncio del amor de Dios»
«A veces Jesús termina en el calvario, pues andá vos tras él», clamó. «El mismo Señor dice que es camino, que es luz y que nadie puede ir al padre sino por él».
«Sepan una cosa: la Iglesia no las tolera a ustedes, las necesita», culminó el Papa, pues «con su vida fiel, sean faros, e indiquen a aquel que es camino, verdad y vida, al único Señor que ofrece plenitud a nuestra existencia». Y un último pedido: «Recen por la Iglesia, por los pastores, por los consagrados, por las familias, por los que sufren, por los que hacen daño y destruyen tanta gente. Por los que explotan a sus hermanos. Y por favor, siguiendo la lista de pecadores, no se olviden de rezar por mí».
Palabras del papa Francisco
Queridas hermanas de los diversos monasterios de vida contemplativa:
¡Qué bueno es estar aquí, en este Santuario del Señor de los Milagros, tan frecuentado por los peruanos, para pedirle su gracia y para que nos muestre su cercanía y su misericordia! Él, que es «faro que guía, que nos ilumina con su amor divino». Al verlas a ustedes aquí, me da la impresión que aprovecharon la visita para pasear un poco. Gracias Madre Soledad por sus palabras de bienvenida y a todas ustedes que «desde el silencio del claustro caminan siempre a mi lado».
Escuchamos las palabras de san Pablo, recordándonos que hemos recibido el espíritu de adopción filial que nos hace hijos de Dios (cf. Rm 8,15-16). Esas pocas palabras condensan la riqueza de toda vocación cristiana: el gozo de sabernos hijos. Esta es la experiencia que sustenta nuestras vidas, la cual quiere ser siempre una respuesta agradecida a ese amor. ¡Qué importante es renovar día a día este gozo!
Un camino privilegiado que tienen ustedes para renovar esta certeza es la vida de oración, comunitaria y personal. Ella es el núcleo de vuestra vida contemplativa, y es el modo de cultivar la experiencia de amor que sostiene nuestra fe, y como bien nos decía la Madre Soledad, una oración que es siempre misionera.
La oración misionera es la que logra unirse a los hermanos en las variadas circunstancias en la que estos se encuentran y rezar para que no les falte el amor y la esperanza. Así lo decía santa Teresita del Niño Jesús: «Entendí que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia y que, si faltase el amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno… en el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor».[1]
¡Ser el amor! Es saber estar al lado del sufrimiento de tantos hermanos y decir con el salmista: «En el peligro grité al Señor, y me escuchó, poniéndome a salvo» (Sal 117,5). Así vuestra vida en clausura logra tener un alcance misionero y universal y «un papel fundamental en la vida de la Iglesia. Rezan e interceden por muchos hermanos y hermanas presos, emigrantes, refugiados y perseguidos; por tantas familias heridas, por las personas en paro, por los pobres, por los enfermos, por las víctimas de dependencias, por no citar más que algunas situaciones que son cada día más urgentes. Ustedes son como los amigos que llevaron al paralítico ante el Señor, para que lo sanara (cf. Mc 2,1-12). Por la oración, día y noche, acercan al Señor la vida de muchos hermanos y hermanas que por diversas situaciones no pueden alcanzarlo para experimentar su misericordia sanadora, mientras que Él los espera para llenarlos de gracias. Por vuestra oración ustedes curan las llagas de tantos hermanos».[2]
Por esto mismo podemos afirmar que la vida de clausura no encierra ni encoge el corazón sino que lo ensancha por el trato con el Señor y lo hace capaz de sentir de un modo nuevo el dolor, el sufrimiento, la frustración, la desventura de tantos hermanos que son víctimas en esta «cultura del descarte» de nuestro tiempo. Que la intercesión por los necesitados sea la característica de vuestra plegaria. Y cuando sea posible ayúdenlos, no sólo con la oración, sino también con el servicio concreto.
La oración de súplica que se hace en sus monasterios sintoniza con el Corazón de Jesús que implora al Padre para que todos seamos uno, así el mundo creerá (cf. Jn 17,21). ¡Cuánto necesitamos de la unidad en la Iglesia! ¡Hoy y siempre! Unidos en la fe. Unidos por la esperanza. Unidos por la caridad. En esa unidad que brota de la comunión con Cristo que nos une al Padre en el Espíritu y, en la Eucaristía, nos une unos con otros en ese gran misterio que es la Iglesia. Les pido, por favor, que recen mucho por la unidad de esta amada Iglesia peruana.
Esfuércense en la vida fraterna, haciendo que cada monasterio sea un faro que pueda iluminar en medio de la desunión y la división. Ayuden a profetizar que esto es posible. Que todo aquel que se acerque a ustedes pueda pregustar la bienaventuranza de la caridad fraterna, tan propia de la vida consagrada y tan necesitada en el mundo de hoy y en nuestras comunidades.
Cuando se vive la vocación en fidelidad, la vida se hace anuncio del amor de Dios. Les pido que no dejen de dar ese testimonio. En esta Iglesia de Nazarenas Carmelitas Descalzas, me permito recordar las palabras de la Maestra de vida espiritual, santa Teresa de Jesús: «Si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el camino. […] Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz, y que no puede nadie ir al Padre sino por Él».[3]
Queridas hermanas, la Iglesia las necesita. Sean faros con su vida fiel e indiquen a Aquel que es camino, verdad y vida, al único Señor que ofrece plenitud a nuestra existencia y da vida en abundancia.[4]
Recen por la Iglesia, por los pastores, por los consagrados, por las familias, por los que sufren, por los que hacen daño, por los que explotan a sus hermanos. Y no se olviden, por favor, de rezar por mí.
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[1] Manuscritos autobiográficos, Lisieux (1957), 227-229.
[2] Const. ap. Vultum Dei quaerere, sobre la vida contemplativa femenina (29 junio 2016), 16.
[3] Libro de las Moradas, VI, cap. 7, n. 6.
[4] Cf. Const. ap. Vultum Dei quaerere, sobre la vida contemplativa femenina (29 junio 2016), 6.