El rector de la Alberto Hurtado analiza la encrucijada de la Iglesia en el país austral

Eduardo Silva, sj.: «La visita del Papa a Chile, y un posible nuevo comienzo»

"No hay dos diagnósticos: tenemos una Iglesia herida, una crisis eclesial y un episcopado desprestigiado"

Eduardo Silva, sj.: "La visita del Papa a Chile, y un posible nuevo comienzo"
El Papa, con los obispos chilenos. Entre ellos, Juan Barros A. Spadaro

Francisco nos recordó que no somos superhéroes, sino tan débiles, frágiles y pecadores como todos: una Iglesia "pobre", no solo con pocos bienes materiales, sino también pobre en talentos y capacidades, con límites humanos y fragilidades

(Eduardo Silva, sj., Rector, Universidad Alberto Hurtado).- La reciente carta del Papa Francisco a los obispos chilenos, más que un epílogo de su venida al país en enero pasado, parece un nuevo comienzo. Tendremos una nueva visita, pero esta vez de los treinta y cuatro obispos chilenos a Roma.

El Pontífice tomó cartas en el asunto: envió a sus delegados, escribió esta carta y convocó a Roma a los obispos. Y lo hizo porque «las dificultades presentes» son graves y deben ser afrontadas «para restablecer la confianza eclesial, confianza rota por nuestros errores y pecados, y para sanar unas heridas que no dejan de sangrar en el conjunto de la sociedad chilena». Medidas de corto, mediano y largo plazo «deberán ser adoptadas para restablecer la comunión eclesial en Chile, con el objetivo de reparar en lo posible el escándalo y restablecer la justicia».

No hay dos diagnósticos: tenemos una Iglesia herida, una crisis eclesial, un episcopado desprestigiado y desacreditado. Se trata de un problema grave, pues la Iglesia sin crédito no funciona. Nuestra misión es anunciar el Evangelio y transmitir la fe, y ello solo es posible siendo creíbles y confiables.

Sabíamos abundantemente de la crisis ya antes de la visita de Francisco. Sus palabras refirieron varias veces a esta Iglesia herida, y su discurso en la Catedral con todos los consagrados es un tratado espiritual al respecto. Pero la visita misma fue performativa de la crisis, pues fagocitó, contaminó y puso en crisis al propio Papa. Con las desafortunadas palabras que él expresó en Iquique al partir, quedó tan desacreditado como la Iglesia chilena.

Una parte del Pueblo de Dios y muchos ciudadanos quedamos desconcertados con su maltrato a las víctimas, al tratar sus denuncias de calumnias. Parecía borrar con el codo -de un plumazo- lo que había escrito con la mano. Su visita evidenció aún más la crisis eclesial, al hacer parte de ella al obispo de Roma. No solo nuestros errores, sino los de él. No solo la desubicación del obispo de Osorno, Juan Barros, por concelebrar en todas las misas, ni la de quienes embarramos aún más la visita al pedir su renuncia, sino también la del propio obispo de Roma, quien es el responsable último de esto. Nombró al titular de esa ciudad contra el parecer de varios obispos chilenos y ya había defendido ese nombramiento maltratando con palabras poco felices a los osorninos detractores de esa decisión.

Por ello hace bien el Papa en pedir perdón en su carta, pues la responsabilidad no es solo de la Iglesia chilena. Pero tampoco es solo de él, sino de problemas estructurales de la Iglesia universal que le toca encabezar. Estas dificultades seguirán allí mientras no haya nuevas reformas eclesiales que impidan nuestro clericalismo (ejercido por religiosos y diocesanos con la complicidad de laicos poco adultos en su fe) y que terminen con un modo de gobierno jerárquico que afecta a párrocos, obispos y al propio Pontífice. La concentración del poder y la ausencia de regulaciones son propicias para abusos de todo tipo.

Al considerar los motivos de esta crisis, no me referiré aquí a los que aparecen como los principales: los abusos sexuales y las negligencias en los procesos para afrontarlos. Tampoco a los factores culturales (secularización, globalización del capital y del individualismo) que ayudan a comprenderla. Mi reflexión se ocupa de cuatro fenómenos eclesiales que ha vivido la Iglesia posconciliar que muestran que los problemas de la Iglesia chilena no solo son los de la Iglesia universal, sino que a menudo dependen de esta. En ese sentido, la visita del Papa y este posible nuevo comienzo nos «dan que pensar».

¿Qué se hace con una Iglesia pobre y pecadora?

Las debilidades eclesiales se hicieron evidentes durante la visita. No solo fueron un tópico reiterado en los discursos del Papa, sino que asomaron en los gestos y las palabras de diversos actores. Por ello reconforta el tono de la carta de Francisco: honesto, humilde, claro, evangélico. A diferencia de lo que solemos hacer -excusarnos, mirar al techo, culpar a otros- el Papa reconoce su responsabilidad y pide perdón: «He incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada». Continúa: «Ya desde ahora pido perdón a todos aquellos a los que ofendí…». 

Es inédito que un Papa pida perdón así. Hay peticiones de perdón respecto de hechos pasados, como el caso Galileo. Pedir perdón por otros es más frecuente. Pero pedir perdón para sí es reconocer la propia finitud y el propio pecado.

Francisco lo hace y con ello, de paso, nos ayuda a comprender bien en qué consiste la infalibilidad. No es infalible respecto de todo lo que dice y hace. Lo hemos visto fallar y lo ha reconocido. La infalibilidad es respecto de una situación muy precisa: cuando habla desde la sede (ex catedra) sobre materias de fe y costumbre, con la intención explícita de una definición dogmática. Los actos de gobierno y el nombramiento de los obispos no son infalibles. Tampoco los discursos, ni las exhortaciones apostólicas, ni las encíclicas. Sí se pide para ellas, de parte de los fieles, una apertura y disponibilidad para acogerlas en obediencia filial. Pero no se dice que sean escritos infalibles.

El Papa «se confiesa», pero también confiesa no haber recibido una «información veraz y equilibrada». Tenemos los límites y pecados del obispo de Roma y también los de sus malos informantes. Por lo tanto, si ni el Pontífice ni sus informantes son infalibles e impecables, tampoco lo son las religiosas contemplativas, ni los padres de familia, ni las catequistas, ni el clero. Es una verdad de Perogrullo, que parece ser constantemente olvidada cada vez que nos escandalizamos por pertenecer a una Iglesia pecadora y falible.

Francisco nos recordó que no somos superhéroes, sino tan débiles, frágiles y pecadores como todos: una Iglesia «pobre», no solo con pocos bienes materiales, sino también pobre en talentos y capacidades, con límites humanos y fragilidades. Más aún, no solo finita y lábil, sino también culpable y pecadora. Llevamos el tesoro en vasijas de barro. No se trata de no reconocer que «junto a la fidelidad de la inmensa mayoría, ha crecido también la cizaña del mal y su secuela de escándalo y deserción». No se trata de hacer de nuestras miserias virtud, ni de ocultar los delitos, ni dejar de sancionar a los abusadores. La diferencia entre pecado -que puede ser perdonado- y delito -que debe ser castigado- es clave. Confundiéndolos, hemos apelado a la misericordia, donde lo que cabe es la justicia, el proceso y la sanción.

Se trata más bien de no pretender lo imposible: una Iglesia compuesta de perfectos, puros, cátaros, impecables. Es la tentación farisea de ayer y de los fascistas puritanos de hoy, que no toleran la paja en el ojo ajeno. Estamos todos llamados a la santidad, a la misericordia, para «que sea el Espíritu quien nos guíe con su don». Pero sabemos que a menudo nos gobiernan «nuestros intereses o, peor aún, nuestro orgullo herido». Solo quien reconoce su fragilidad y su pecado puede ser misericordioso con los otros. Puede experimentar lo que el Señor nos ofrece: «la alegría, la paz, el perdón de nuestros pecados». Francisco ya nos lo había recordado: «No estamos aquí porque seamos mejores que otros», no es el lugar de los seleccionados, sino el de los pecadores perdonados. «Estamos invitados a no disimular o esconder nuestras llagas. Una Iglesia con llagas es capaz de comprender las llagas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y buscar sanarlas».

Felizmente, la Iglesia no es solo sus heridas. Chile no es solo su desigualdad. Arauco no solo es la pena que tiene. Chile no solo son las violaciones a los derechos humanos. Como dijo Francisco en la cárcel: ustedes no son solo su delito, son gestoras de vida. Están privadas de libertad, pero no de dignidad. La dignidad de ser los hijos de Dios es la riqueza de la Iglesia. La búsqueda de un futuro mejor: «Chile vocación de ser» es el alma y el sueño de Chile. No todo es desconcierto y turbación. No todo es desolación. En los Ejercicios Espirituales de san Ignacio no hay solo primera semana. Está también la segunda: el llamado y seguimiento de Jesucristo. La misión. No se accede a ella sin pasar por las heridas y el pecado de la primera semana. Somos pecadores y, sin embargo, llamados.

¿Del catolicismo sexual al catolicismo social?

La visita estuvo llena de llamados evangélicos. Uno puede resumirla diciendo que fue una visita evangélica, cimentada en las Bienaventuranzas («buenas noticias a los pobres») y en Mateo 25 («visitar al preso, acoger al migrante», etc.). Estuvo en estrecha correspondencia con la exhortación apostólica La Alegría del Evangelio, su carta programática.

Su magisterio social es pertinente a los problemas del país y fueron indicados por los lugares visitados: «Arauco tiene una pena»; maltrato a los migrantes latinoamericanos; el horror de nuestras cárceles. Se detuvo en la tumba de don Enrique Alvear, el obispo de los pobres y en el Hogar de Cristo se encontró con el Cristo pobre. Con sus gestos, Francisco vuelve a confirmar «la opción preferencial por los pobres», que es la gracia que la Iglesia latinoamericana ofrece a la Iglesia universal y su propio magisterio al querer «una Iglesia pobre para los pobres». Pero esta vuelta a la cuestión social, esta Iglesia al servicio de los pobres, solo es posible desde una experiencia espiritual, pues la hacemos no desde «nuestras glorias (pasadas) sino con nuestra debilidad».

Frente a esta reafirmación del catolicismo social, llaman la atención dos eventuales ausencias. Primero: ninguna alusión a la moral sexual. Hubo solo una, dirigida a la defensa de la vida en la visita a la Pontificia Universidad Católica de Chile, que es moral de la vida y no de lo sexual. Segundo, el catolicismo socio ambiental -tópico tan significativo en su magisterio con Laudato Si’– fue un asunto poco abordado en nuestro país, pero sí desarrollado ampliamente a continuación en Perú, recordándonos que ambas visitas deben ser tomadas como un conjunto. Ambos asuntos «dan que pensar».

El silencio sobre la cuestión sexual y esta vuelta a la cuestión social nos conecta con el catolicismo social que, inspirado en la Doctrina Social de la Iglesia, fue la bandera enarbolada -con todas sus diferencias- por los jesuitas Fernando Vives y Alberto Hurtado, y por el sindicalista Clotario Blest y el cardenal Raúl Silva Henríquez; alimento tanto para el socialcristianismo reformador como para el cristianismo revolucionario de Medellín y la teología de la liberación.

El catolicismo sexual, por su parte, es la bandera que asume parte de la jerarquía al salir de la dictadura y que recoge una petición que varios años antes había hecho el cardenal Joseph Ratzinger a los obispos latinoamericanos en el CELAM. Este catolicismo lo comenzó el arzobispo Carlos Oviedo en 1991 con su carta sobre la crisis moral y la permisividad juvenil; siguió por diez años con la guerra contra el divorcio y con las múltiples batallas en contra de las JOCAS, el condón, la píldora del día siguiente… y ahora contra el matrimonio homosexual y el proyecto de identidad de género. Es cierto que todos estos temas son parte también de la agenda progresista liberal y algunos, como la adopción monoparental o el aborto en tres causales, tienen que ver con la defensa de la vida y la familia. Es cierto que los obispos pueden hablar nueve veces sobre asuntos sociales y una vez sobre lo sexual, y los medios recogerán esto último. Con todo, esta es la bandera que con entusiasmo enarbola el mundo conservador. Una bandera que Francisco no flameó en absoluto, ni siquiera un poquito.

Por su parte, la justicia socio-ambiental implica un compromiso fundamental a nivel planetario, que puede ser también una clave de futuro para la Iglesia chilena. Es esta una asignatura pendiente en un país que se caracteriza por su diversidad geográfica y climática, con el desierto más seco del mundo y grandes reservas de agua en campos de hielo que se deshacen por el calentamiento global. El catolicismo socio-ambiental abre una posibilidad para superar este giro eclesial desde el catolicismo social al catolicismo sexual, retomando lo social desde la perspectiva ecológica, desde los límites que impone la crisis ambiental a nuestro modelo de desarrollo.

La crisis como parte de la crisis de la iglesia universal

La visita y sus consecuencias «dan que pensar», pues justamente el cardenal Jorge Bergoglio fue elegido, entre otras cosas, para reformar la curia romana. Un asunto central de esta reforma es el lugar que ocupa el centro en lo que ocurre en la periferia: es decir, si las cuestiones de las iglesias van a ser resueltas por las iglesias particulares o si serán determinadas por Roma. Una de las cosas más notables de la carta del Papa es que no es un nuevo decreto autoritario, una determinación que baja desde Roma, resuelve y corta cabeza. Por el contrario, invita a los obispos a participar de la decisión, solicitando la «colaboración y asistencia en el discernimiento de las medidas que… deberán ser adoptadas». Este puede ser un nuevo comienzo en el ejercicio eclesial colegiado.

Un nuevo comienzo relativo, pues la colegialidad ha sido una de las novedades del Concilio Vaticano II, frente a la insistencia en el primado de Vaticano I. Aquí, me parece, hay una clave: ¿Cuál es el rol del obispo de Roma en el gobierno de la Iglesia? ¿Quién nombra a los obispos? Parece que ya no es posible que un gerente general de una empresa multinacional nombre a los miles de gerentes particulares.

Roma es no solo responsable del nombramiento de Barros y del actual episcopado chileno, sino de nombrar a todos los demás obispos del planeta. Frente a una tarea tan vasta, no es fácil acertar. La participación activa de la propia iglesia afectada -la diocesana y la nacional- no está garantizada. Es cierto que las listas de nombres posibles las elabora la Conferencia Episcopal, pero, como esto debe ser de común acuerdo, pueden darse los vetos cruzados que dejan fuera a los mejores. Una vez entregada la nómina, el proceso sigue en manos del nuncio y de la curia romana, que, respecto de Chile, ha tenido mucha información gracias al cardenal Jorge Medina y, sobre todo, a Ángelo Sodano, quien después de ser nuncio entre 1977 y 1988, fue Secretario de Estado entre 1991 y 2006.

Según la famosa interpretación del teólogo Karl Rahner, con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica puede ser por primera vez mundial y dejar de ser europea occidental. Que el obispo de Roma sea un argentino que viene del fin del mundo es parte del proceso. Pero este es lento. Y desde hace cincuenta años hemos estado intentado dar el paso desde el monocentrismo al policentrismo, del centralismo a otras formas de conducción, participación y gobierno.

No se trata de una simple adaptación a los tiempos que nos haga pasar de la monarquía a la democracia, sino de contar con un orden de legitimación que no sea incompatible con el orden contemporáneo. Hay modos de gobierno en nuestra Iglesia que resultan insostenibles, incomprensibles para nuestro tiempo. Un gobierno solo de hombres, donde no hay participación real de la mujer en el poder y en la conducción de una institución, seguirá siendo motivo de escándalo y no contribuirá a la credibilidad de ella. No se trata de una moda, sino de la aplicación del Concilio, que pone en el centro el bautismo y el sacerdocio común de los fieles. Igualmente, una consideración efectiva de la colegialidad hace del obispo de Roma el lugar de la comunión, el representante de la unidad de los diferentes y no que siga siendo el gobernante de la unidad de la diferencia.

Nos lo enseñó magistralmente el papa Francisco en Temuco: la unidad no es uniformidad, sino una diversidad reconciliada.

Concilio Vaticano II: conflicto de interpretaciones

Si la visita mostró que la crisis de la Iglesia chilena es también la de toda la Iglesia, indicó también que la solución es el Concilio Vaticano II. Francisco nos dijo que apenas llevamos cincuenta años de aplicación, y estos concilios requieren por lo menos cien años para ser recibidos: «Estamos a mitad de camino». Podemos interpretar toda la visita y todos sus discursos como un modo de recepción del Concilio, recepción que está marcada por su pertenencia a la Iglesia latinoamericana y a la espiritualidad ignaciana. Los textos que nos regaló nos permiten comulgar y sintonizar con una manera de recepción del Concilio que se distancia de otras. Sabemos que ha habido un conflicto en la interpretación del Concilio.

En el encuentro con los jesuitas aludió explícitamente a interpretaciones inadecuadas y las llamó «resistencias». «Las resistencias después del Concilio Vaticano II, que todavía están presentes, y llevan a relativizar el Concilio, a aguar el Concilio… Después están las resistencias doctrinales, que ustedes las conocen mejor que yo», expresó. También las conoce él, que ha sido tratado de hereje a raíz de Amoris Laetitia.

Este conflicto de interpretaciones es un conflicto -lo sabemos- presente en el mismo Concilio, entre el voto de la mayoría y el de la minoría, y siguió en su recepción, al punto que veinte años después, a las puertas del Sínodo Extraordinario de 1985, el cardenal Ratzinger sostuvo que «la verdadera interpretación todavía no había comenzado», pues la progresista de los primeros años (de los entusiastas del Concilio, que veían en él una novedad, un acontecimiento inédito, casi un comienzo de cero), había estado marcada por la hermenéutica de la ruptura, de la discontinuidad con la tradición.

Hubo que esperar veinte años más -todo el pontificado de Juan Pablo II-, hasta diciembre del 2005, para que el propio Ratzinger, ahora convertido en Benedicto XVI, matizara esa lectura y se abriera a una hermenéutica de la reforma (discontinuidad en la continuidad). En la Iglesia los cambios no solo son discontinuidad rupturista, sino también reforma necesaria. Tuvimos que esperar dos décadas para que la palabra «reforma» volviera a ser legítima, y fuera posible encargarle al próximo Papa la reforma de la Curia.

La interpretación de Francisco no es la de Ratzinger ni la de Juan Pablo II. No propicia, como ellos, la necesidad de una restauración. En esta interpretación vuelve a brillar la eclesiología del Pueblo de Dios, algo relativizada por la eclesiología de comunión. Lo insinúa Francisco en la Catedral Metropolitana y en el saludo a los obispos: volver a «la Iglesia pueblo de Dios» y no a la de la elite de consagrados y presbíteros. La Iglesia como comunión, mal interpretada, puede ser reducida al poner el énfasis en la fidelidad con el magisterio, la jerarquía y el Papa.

Es difícil no vincular esta preocupación eclesiológica en los criterios tenidos en el nombramiento de algunos obispos. La vuelta al Pueblo de Dios nos obliga a renunciar a todo clericalismo y a tratar de superar las estructuras que con resabios monárquicos no permiten la adecuada participación de todos.

*

Al terminar el Concilio, el teólogo Karl Rahner indicó que estábamos «al comienzo del comienzo». Cincuenta años después, la visita de Francisco con sus consecuencias es un buen catalizador para apreciar los avances y las dificultades que hemos vivido en la recepción del Concilio.

Sintonizamos con la interpretación que de él hace este pontífice latinoamericano. Apreciamos los signos, los esfuerzos, los intentos por salir del «invierno eclesial» a nivel del pontificado. Notamos también las resistencias y las ambigüedades en una serie de pasos y procesos todavía en curso: desde una Iglesia sociedad perfecta a otra que se reconoce frágil y pecadora, capaz de pedir perdón por boca del mismo Papa; desde una Iglesia crítica e inmisericorde frente a la decadencia moral del mundo a una capaz de acompañar procesos sociales y ambientales complejos, poniéndose siempre del lado de los más pobres; desde una Iglesia europea occidental a una verdaderamente mundial, capaz de acoger en la colegialidad las diferencias culturales y hacer participar en su conducción a las mujeres y los laicos; una Iglesia, en definitiva, disponible para seguir reformándose en los cincuenta años de recepción del Concilio que todavía nos faltan.

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Autor

Jesús Bastante

Escritor, periodista y maratoniano. Es subdirector de Religión Digital.

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