La tormenta de Venezuela no consiguió opacar la JMJ, Francisco se tragó el dolor hasta hasta el último día

Una JMJ con lágrimas bolivarianas al fondo

Panamá, ciudad trinitaria, ha sido estos días el foco mundial

Una JMJ con lágrimas bolivarianas al fondo
Francisco se despide de Panamá

Junto a la colonial y a la moderna sigue existiendo otra ciudad: la de la pobreza, la de la miseria, la de los descartados, que malviven en casitas de techo de uralita en barrios como El Chorillo, donde se palpa la solidaridad de la Iglesia panameña

(José Manuel Vidal).- Todos pensábamos que la negra sombra de la pederastia clerical iba a ensombrecer, una vez más, el plácido discurrir de la JMJ de Panamá, pero los nubarrones de la tormenta se formaron justo al lado, en la vecina Venezuela y derramaron su carga de dolor y lágrimas sobre el evento católico juvenil y, por supuesto, sobre el Papa.

La presión sobre el Papa fue en aumento. Todo el mundo quería, deseaba, presionaba y hasta algunos exigían que se pronunciase sobre la crisis venezolana.

Pero el Papa no quiso opacar la JMJ y, quizás, pensase que cada cosa tiene su tiempo. Y aguantó el tirón, se tragó el dolor y sólo trasladó el foco al país bolivariano el último día de su estancia en Panamá.

Y, además, lo hizo durante el ángelus, como suele ser habitual, cuando está en Roma. Y junto a otros sucesos y eventos internacionales no menos trágicos y dolorosos, como el asesinato de los cadetes colombianos, cuyos nombres leyó en público, mientras la gente repetía ‘presente’.

Nos acostumbró a ser un Papa cercano, interesado por los problemas concretos de la gente y de los pueblos. De hecho, uno de sus mantras consiste en recordar que la caridad, la misericordia, la justicia y el seguimiento de Jesús tienen que tener rostros concretos y reales. Ahora, tendremos que aprender que Francisco no puede ni quiere ser un Papa ‘apagafuegos’ o ‘tapagujeros’.

Sorteados los nubarrones venezolanos, la JMJ en sí misma se convirtió en un éxito más de público (aunque los dos conflictos vecinos de Nicaragua y de Venezuela hiciesen disminuir el número de los jóvenes peregrinos), de organización, de desarrollo y de frutos.

La JMJ colocó en el foco mundial a un pequeño país centroamericano como Panamá, que, sólo suele acaparar las portadas de periódicos y las aperturas de los telediarios por los problemas derivados de ser un paraíso fiscal.

La ciudad de Panamá, con sus dos millones de habitantes (la tercera parte de los habitantes del país) es una urbe bella, con gentes sumamente amables y acogedoras, y segura, para lo que suele ser habitual en muchas ciudades latinoamericanas.

En Panamá coexisten tres ciudades. La bella ciudad colonial, con su casco antiguo en plena restauración, sus bellas casas coloniales y su catedral recién restaurada, que luce con toda su elegancia blanca por dentro y por fuera, o el palacio del presidente del país.

Desde la vieja ciudad se divisa la otra, la nueva, sembrada de rascacielos. Tantos y tan bellos, que se disputan entre sí atraer la atención de la gente. Desde la que fue la torre de Trump hasta el sorprendente ‘tornillo’.

 

Pero junto a la colonial y a la moderna sigue existiendo otra ciudad: la de la pobreza, la de la miseria, la de los descartados, que malviven en casitas de techo de uralita en barrios como El Chorillo. Allí se sigue palpando la solidaridad de la Iglesia panameña con diversos proyectos socio-caritativos, como residencias de ancianos, centros de atención a mujeres violadas o centros para los sintecho. Siempre con la ayuda de ongs, como Mensajeros de la Paz del Padre Ángel, que también está aquí presente y va a ampliar su presencia con nuevos proyectos.

Una ciudad trinitaria, pues, y sin flores, aunque con una vegetación exuberante y unas panorámicas bellísimas de la Bahía, del skyline, del casco antiguo, de la cinta litoral o, incluso, de las exclusas del omnipresente canal de Panamá, convertidas en visita obligada de turistas y peregrinos. Y un país con un considerable nivel de desarrollo, pero todavía con grandes bolsas de pobreza y marginación, y aquejado por la plaga de la corrupción política, que afecta a tantos países latinoamericanos.

El Papa Francisco, como siempre, ha ejercido de imán, que todo lo atrae. De hecho, una de las imágenes de la JMJ es la de Lucas, un chaval en silla de ruedas, cuyo sueño era poder cruzar una mirada con el Papa. Y para que lo consiguiera, sus amigos elevaron su silla por encima de la gente , así, pudo saludar al Papa, mientras ellos ni lo veían pasar. Todo un ejemplo de la solidaridad que suscita Bergoglio.

Un Papa que, como en todas sus visitas, combinó lo mínimo protocolario con lo máximo de encuentro con los jóvenes y de gestos concretos con los más desfavorecidos. Para tocarlos a éstos, visitó la cárcel de menores y hasta consiguió la liberación de algunos de sus jovencísimos presos, asi como el Hogar del Buen Samaritano, donde la Iglesia atiende a enfermos de Sida.

Un Papa que conecta sin intermediarios con la gente, que se se le notaba que se sentía a gusto y a sus anchas con sus compatriotas de la Patria Grande y con esa juventud globalizada de los millennials del mundo, que visten de la misma forma, llevan los mismos y omnipresentes móviles, escuchan la misma música y comparten su vida en las Redes sociales.

Una juventud con la que este Papa sabe conectar perfectamente. En el fondo de unos mensajes exigentes, claros y directos, que hablan de de una espiritualidad encarnada, de una cultura del encuentro y de una fe que se prueba en las obras.

Mensajes de denuncia incluso de su propia Iglesia, herida por el pecado de la pederastia o de unos obispos instalados, a los que instó a salir, para «robar a a los jóvenes a las calles».

Y mensajes papales que conectan a las primeras de cambio en la forma, con términos como ‘cool’ o ‘influencers’, tan del universo de los millennials, en una JMJ, fiesta del encuentro, que en 2022 se celebrará en Lisboa.

 

 

 

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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