Aún resuenan las vociferaciones desencaminadas de Martínez Camino, el obispo peleón que hace flaco favor a la vida pretendiendo defenderla
¿Cuántas Marías filipinas llevamos hoy a bordo?, pregunta una azafata a su compañera. «Hoy son siete, tres con carrito y cuatro con barriguita». Es la conversación que escuchamos en un vuelo de Tokyo a Manila, en el descansillo de servicio de clase económica. Son inmigrantes trabajadoras en la capital nipona, que vuelven temporalmente a su país.
Unas llevan en el carrito a su bebé (de padre japonés probablemente desconocido); otras están embarazadas y han decidido regresar para dar a luz en su país, donde quizás cuidará al bebé la abuela con los ingresos de la madre desde su próximo ‘trabajito de distracción’ (‘entertainment’).
Ante escenas como ésta, además de indignarse, es obvio pensar en la inconsecuencia de algunas proclamas pro-vida, que no parecen preocuparse por la dignidad y derechos conculcados de las mujeres.
Aún resuenan las vociferaciones desencaminadas de Martínez Camino, el obispo peleón que hace flaco favor a la vida pretendiendo defenderla. Menos mal que el señor Bono precisó (‘El País’, 25 de noviembre «El aborto, ni derecho ni obligación») la necesidad de encontrar un ‘terreno común’, el ‘common ground’ que propugnaba el cardenal Bernardin, conjugando éticas cívicas y religiosas en cuestiones de justicia y vida.
Precisamente esa semana dialogábamos sobre esta temática en el Instituto Interreligioso de Estudios para la Paz, en Tokyo. En la sesión del 13 de noviembre, tras una ponencia sobre derechos humanos y cooperación interreligiosa, se debatía sobre la tensión entre posturas pro-vida y pro-derechos de la mujer.
Decía el profesor Yamazaki (Universidad budista de Musashi): «Por muy diferentes que sean las posturas éticas en defensa de la vida, las religiones tienen que unirse para protegerla».
Para el profesor Nara (Universidad budista de Komazawa): «Sería una incoherencia levantar la voz por la vida naciente y no hacerlo para denunciar la prostitución infantil o la explotación de la mujer en la comercialización de la sexualidad».
Reaccionando a ambas intervenciones y abundando en su planteamiento, sentí la necesidad de subrayar la injusticia de la maternidad forzosa que da lugar a tantas familias monoparentales de inmigrantes extranjeras del sureste asiático venidas a Japón para trabajar y explotadas por las redes de prostitución controladas por mafias.
He escuchado, con pena e indignación, cómo una de estas mujeres, acogida por las religiosas de Madre Teresa, contaba su caso: tras dar a luz (contra el parecer de su patrón, que le recomendaba abortar) envió la criatura a su abuela, en un suburbio pobre de Manila; ella sigue trabajando en el bar en Tokyo; sigue sin usar anticonceptivos, porque así lo aprendió en la catequesis religiosa recibida en su país.
En casos semejantes, se pone de manifiesto la incoherencia de posturas pro-vida que pasan de largo ante la explotación de la mujer, la pornografía que la alimenta o la escalada de prostitución infantil en el sureste asiático al servicio de clientela europea y japonesa.
Ann Veneman, directora ejecutiva de UNICEF, en Japón el pasado octubre anunciando el informe mundial sobre explotación de la infancia, denunciaba «la falta de protección jurídica de la infancia: Japón y Rusia son los únicos países del G8 que no prohiben la posesión de pornografía infantil».
Se presiona a Japón para que controle la difusión de pornografía infantil en videos, Internet o dibujos animados ‘manga’, para evitar que, con el pretexto de la libertad de expresión, se difundan materiales pornográficos, cuya confección y explotación a la infancia y cuya propagación vulnera los derechos y dignidad de niños y niñas todo el mundo.
El citado informe aporta datos impresionantes: cincuenta millones de niños y niñas no registrados civilmente al nacer (la mitad, en el sudeste asiático); venta, en Cambodia, de un niño o niña para adopción o trasplante de órganos por 40 euros; jóvenes de 15 años en venta como mano de obra o como cónyuges de matrimonios forzados, por menos de 100 euros; 70 millones de niñas víctimas de mutilación genital en 28 países africanos; 150 millones de niños y niñas entre 5 y 14 años obligados a trabajar en diversos países; 64 millones de mujeres obligadas a casarse antes de los 18 años, la mitad en el sudeste asiático…
Datos que se quedan cortos por relación a la realidad que reflejan, son difíciles de recoger, ya que muchas actividades de explotación infantil (pornografía, trabajos y matrimonios forzados, prostitución, comercialización de trasplantes de órganos…) tiene lugar ilegalmente en medio del secreto de mercados negros.
Desde el punto de vista del problema de la cooperación al mal por omisión, nos tendríamos que cuestionar la tolerancia en nuestra sociedad hacia la publicidad ofensiva para la dignidad de las personas, mujeres y hombres; pero, de modo especial para la publicidad de diversiones y turismos conectados con la explotación de la mujer y de la infancia. (La Verdad)