Munilla e Iceta tienen casi 30 años años por delante para acometer «la nueva evangelización» de Euskadi.
La Santa Sede anunció ayer el nombramiento de Ricardo Blázquez como nuevo arzobispo de Valladolid, una confirmación que se ha demorado más de lo habitual. La designación había sido ya comunicada hace más de dos semanas al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, aunque el prelado no tomará posesión de su nuevo cargo hasta el próximo 17 de abril. Con este movimiento, el Vaticano mueve una nueva pieza en el tablero eclesial de Euskadi, que encara un nuevo ciclo desde coordenadas ideológicas muy distintas. Lo cuenta Pedro Ontoso en El Correo.
Todos dan por hecho que el futuro de la Iglesia vasca descansará sobre los báculos de José Ignacio Munilla y Mario Iceta; éste último, el relevo natural de Blázquez en Bilbao, aunque no sea de manera inmediata. Podría ejercer como administrador diocesano.
‘El tiempo envejece deprisa’, reza el libro del italiano Antonio Tabucchi, maestro de los cuentos. Casi 15 años ha durado el ministerio episcopal de Blázquez en Bilbao, un traslado que algunos ya lo interpretaron como una cuña para diseñar una nueva cúpula eclesial. Su llegada fue sonada. La diócesis aspiraba a un obispo ‘de la tierra’ y apostaba por Juan María Uriarte, ‘desterrado’ a Zamora, y el nuncio Mario Tagliaferri le enviaba a un teólogo de Ávila. «Un tal Blázquez», en palabras de Xabier Arzalluz, entonces presidente de un PNV que siempre había apostado por candidatos de la propia cantera. Algo fuerte se quebró aquel día, el 8 de septiembre de 1995, en la Iglesia vasca.
Blázquez, tras su larga campaña en el norte, vuelve a la tranquila Castilla, pese a que el destino no es una plaza de primera en el ránking eclesial. Hace años que ya había confiado al anterior nuncio, Monteiro de Castro -con el que fraguó una buena relación- su disponibilidad para asumir nuevas misiones, fuera de Euskadi. Pero su ascenso, que pocos le negaban, se hacía de rogar, pese a que su nombre aparecía en todas las quinielas.
Es verdad que su presencia era necesaria en Bilbao mientras se recomponía el puzzle vasco. Pero durante su mandato se han producido dos hechos que han podido influir en su futuro y que no han pasado desapercibidos. El primero tiene que ver con la pastoral conjunta de los obispos vascos de mayo de 2002, titulada ‘Preparar la paz’, en la que se cuestionaba la Ley de Partidos por cuanto suponía apartar del juego político a la izquierda abertzale radical. Blázquez, hombre de diálogo y consenso, apoyó la comunión episcopal en un tema estratégico para la Iglesia vasca. Algunos creen que le ha pasado factura.
Pero en lo que sí hay coincidencia es en que lo que más le ha perjudicado es haber aceptado ser presidente de la Conferencia Episcopal Española frente a la candidatura del poderoso Antonio María Rouco. El cardenal gallego no le perdona haber impedido su tercer mandato ininterrumpido «y se lo está haciendo pagar», en palabras de un columnista religioso. Blázquez coincidió con Rouco en la Universidad Pontificia de Salamanca y fue su ‘número dos’ en Santiago de Compostela, pero la relación se enfrió cuando el hasta ahora obispo de Bilbao concitó el voto del sector más abierto del Episcopado y arrebató al purpurado la presidencia de la cúpula eclesial.
Tres años después, en las siguientes elecciones, Rouco movilizó los votos necesarios, cautivos en muchos de los casos, y recuperó el poder en lo que supuso un agravio a Blázquez, cuando todos los presidentes habían repetido mandato por segunda vez. Las maniobras del cardenal molestaron mucho al obispo abulense, que lo sufrió en silencio como es habitual en un hombre pacífico que rehúye el enfrentamiento.
Pese a ello, el prestigio de Blázquez ha seguido creciendo enteros. El último Sínodo seleccionó su intervención en el documento final de la cumbre episcopal y Benedicto XV le designó visitador pontificio para investigar el sonado escándalo protagonizado por Marcial Maciel, fundador de la congregación de los Legionarios de Cristo.
Blázquez, a diferencia de Rouco, ha mantenido también una buena sintonía con el Gobierno de Rodríguez Zapatero, a través de la interlocución de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega. En cuestiones como Educación para la Ciudadanía, el profesorado de Religión o la Memoria Histórica, el obispo se ha esforzado por mantener tendidos los puentes, en línea con Roma, que quería bajar el nivel de crispación. También ha mantenido una comunicación con Cristianos Socialistas.
Simultanear su actividad en la Conferencia Episcopal con la gestión de la diócesis de Bilbao le acarreó una sobrecarga de trabajo, que le obligó a multiplicarse. Hasta que llegó Mario Iceta. El nombramiento de un nuevo obispo auxiliar tras el fallecimiento de Carmelo Echenagusia le proporcionó una gran ayuda, pero también nuevas preocupaciones. Iceta, natural de Gernika que habla euskera -aunque no domina la lengua- y con una gran capacidad intelectual, se había formado fuera de Euskadi y no figuraba en las ‘ternas’ del clero local. Además, se mueve en unas coordenadas más conservadoras que el discurso dominante en la diócesis. Su designación provocó fuertes recelos en una parte del clero y cercenó la confianza en Blázquez.
Una sacudida de baja escala comparada con el movimiento telúrico que se produjo en San Sebastián con la llegada de José Ignacio Munilla para relevar a Juan María Uriarte. La designación del que fuera párroco de Zumarraga, donostiarra, euskoparlante, pero formado también fuera del ámbito vasco, provocó una rebelión en toda regla del clero guipuzcoano, que interpretó la designación como una desautorización de la línea pastoral anterior para cambiar el rumbo de la Iglesia vasca. Un diagnóstico en el que coinciden la mayor parte de los observadores y analistas eclesiales.
Munilla e Iceta responden al mismo patrón, aunque con matices, de la nueva hornada de obispos, muy conservadores y de gran rigidez doctrinal. En un análisis de sus discursos y declaraciones, quedan meridianamente claras cuáles son sus prioridades en una institución que tiene que ajustar su cuenta de resultados. Una de sus misiones prioritarias pasa por recomponer el granero de las vocaciones, reflotando los seminarios.
Munilla, que es responsable de la Comisión de Juventud en el Episcopado, ha dedicado uno de sus primeros documentos al Año Jubilar Sacerdotal e Iceta ha dedicado una parte de sus energías a organizar un grupo de jóvenes con los que se reúne a menudo. Uno y otro se miran en los espejos del cura de Ars, icono de los seminaristas, y de John Henry Newman, el sacerdote anglicano que se convirtió al cristianismo y llegó a ser cardenal. Incluso han viajado a Gran Bretaña para seguir la estela de este último.
Los documentos del Episcopado, que en algunos casos han sido matizados o contestados por la Iglesia vasca cuando no se han referido al magisterio eclesial -caso de la instrucción sobre los nacionalismos- obtendrán ahora un beneplácito episcopal sin fisuras. Y si las iniciativas legislativas del Gobierno socialista abordan cuestiones como el aborto o la eutanasia -los dos frentes abiertos ahora-, serán contestados sin complejos. Mario Iceta no tuvo remilgos en afear la posición del PNV por su apoyo a la reforma de la ley de interrupción del embarazo, algo inédito en el discurso oficial de la Iglesia vasca, que se abstenía de señalar siglas.
En ese terreno, en el de la política, también se notará el cambio. El conflicto vasco no destaca en el frontispicio de la gestión de Munilla o Iceta, quienes consideran que la sociedad vasca «está demasiado politizada». Se moverán en el campo de las víctimas, pero bajarán el pistón en el ámbito de la pacificación, sobre todo en lo que se refiere a su participación o bendición en iniciativas de diálogo político.
El pasado 27 de febrero, la cruz de madera maciza que recibe a los fieles en la iglesia de Andramari, en Getxo, fue derribada por las potentes ráfagas de la ciclogénesis explosiva. «En la Iglesia soplan otros vientos», describía un visitante asiduo del magnífico templo. En efecto, la Iglesia vasca sufre su particular ‘Xynthia’ con los relevos episcopales. José María Setién y Juan María Uriarte se encuentran ya en los cuarteles de invierno. Ricardo Blázquez regresa a su Castilla querida. Miguel Asurmendi, que cederá la responsabilidad de las misiones vascas a Iceta, gestiona Vitoria desde 1995 sin ruido, en espera de su jubilación, prevista para dentro de cinco años. José Ignacio Munilla, de 48 años, y Mario Iceta, que cumple 45 este mes, destacan entre la ‘nouvelle vague’ del Episcopado y tienen casi 30 años años por delante para acometer «la nueva evangelización» de Euskadi.