Con el Gobierno del PP, la Iglesia ha cambiado de actitud y de estrategia: ya no se siente acosada, sino con derecho a exigir
(José Manuel Vidal, enviado especial a Roma).- Benedicto XVI siempre sintió una «predilección especial» por España. Lo dijo en su día el portavoz de la Santa Sede, el jesuita Federico Lombardi, poco dado a la hipérbole. Un cariño especial hacia nuestro país por lo que fue (martillo de herejes y evangelizador del Nuevo Mundo), por lo que es (laboratorio de la laicidad) y por lo que puede ser en un futuro inmediato (banco de pruebas de la reevangelización de los países de vieja cristiandad).
De hecho, en sus casi ocho años de Pontificado el Papa Ratzinger mantuvo estrechas relaciones con el episcopado español y honró a nuestro país con más visitas que a ningún otro. En concreto, visitó España en tres ocasiones: Madrid en agosto de 2011; Santiago de Compostela y Barcelona en 2010, y Valencia en 2006. Más visitas que su patria, Alemania, donde sólo estuvo dos veces.
Si las atenciones pastorales del Papa denotan preocupación por un país determinado, este cúmulo de visitas confirma que al Vaticano le angustia España, como símbolo de relativismo moral y de laicismo fundamentalista. Los dos «jabalíes que están devastando la viña» del catolicismo europeo, según solía decir el ya Papa emérito. De su mano y con su ayuda, los obispos españoles, capitaneados por el cardenal Rouco Varela, buscaron torcer ese proceso y que no se contagiase a Latinoamérica. Con un fracaso evidente.
A lo largo de todos estos años (especialmente en los del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero), la Iglesia se ha sentido acosada, víctima y casi perseguida. Una sensación que describe, de esta forma tan gráfica, el obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla: «Llevamos una buena temporada empalmando chaparrones contra la Iglesia. ¿Qué actitud deberíamos tener? ¿Repetir el dicho erróneamente atribuido al Quijote de Cervantes: ‘Ladran, luego cabalgamos’? ¿Hacer nuestro el pensamiento de Kierkegaard: ‘Toma consejo de tu enemigo’?».
Y el prelado vasco hace una larga enumeración de los agravios recibidos: «A los hechos me remito: estrangulamiento de la escuela católica, discriminación de la asignatura de Religión, imposición de un proyecto ideológico anticristiano, linchamiento de los obispos que se atreven a discrepar de lo políticamente correcto, puesta bajo sospecha criminal de forma generalizada a los sacerdotes y religiosas, acusaciones de robar al pueblo por el simple hecho de inscribir los bienes eclesiales en el Registro de Propiedad, manipulación de datos fiscales y económicos hasta el punto de presentar a la Iglesia como heredera de unos privilegios franquistas, etcétera. Arrastramos el falso sambenito de que el Estado financia a la Iglesia católica. Uno de los últimos episodios de anticlericalismo es la polémica en torno a la exención de IBI».
Y eso que, con el Gobierno del PP, la Iglesia ha cambiado de actitud y de estrategia: ya no se siente acosada, sino con derecho a exigir. Pese a no ser pequeña la cosecha ya recogida (la promesa oficial de que la enseñanza de religión y moral católicas tendrá en las escuelas públicas el mismo rango que otras materias curriculares), los prelados esperan de un partido católico, como el PP, todavía más. Por ejemplo, la total derogación de la ley del aborto; suavizar la ley del divorcio; eliminar el matrimonio entre personas del mismo sexo; cobrar los atrasos de los conciertos educativos, que están ahogando a miles de escuelas cristianas; y eliminar la asignatura de Educación para la Ciudadanía, como les ha prometido el ministro José Ignacio Wert.
A pesar de la eventual y esperada ayuda del PP, la recristianización española parece un reto no sólo difícil, sino milagroso. Y es que la España católica a machamartillo y reserva espiritual de Occidente se ha secularizado a marchas forzadas en los últimos años. Las cifras hablan por sí solas y los barómetros del CIS son implacables. En la actualidad, el 72% de los españoles se declara católico, frente al 80% de hace ocho años, pero sólo el 14% va a misa. Además, la mitad de los jóvenes dan ya la espalda a la Iglesia, que está perdiendo también la primacía en los ritos de paso (sacramentos sociales, como el bautismo o el matrimonio). En 2009, las bodas civiles superaron por vez primera a los matrimonios religiosos.
Pero, como siempre, los datos presentan dos lecturas. Y ante la cara negra anterior, los obispos suelen presentar otra más positiva. Porque lo cierto es que siguen yendo a misa todos los domingos entre ocho y 10 millones de españoles, una cifra de creyentes militantes muy por encima de la que aglutinan partidos políticos, sindicatos y hasta los aficionados al fútbol juntos. Menos católicos, pero más convencidos. Ahí está para demostrarlo la impresionante obra social de la Iglesia. Donde hay un pobre, excluido o marginado, allí está un cura, un fraile o una monja. La España que espera al Papa sigue siendo católica… pero menos.
De ahí que lo que más preocupe en Roma no sean tanto las cifras de la menguante práctica religiosa, sino la deriva de un país que, hace unos años, era, con Italia, Irlanda y Polonia, una de las naciones básicamente católicas, para convertirse en el país adalid del laicismo.
Lo decía así, hace un año, el ministro de Cultura del Papa y uno de los papables más en boga, Gianfranco Ravasi: «Antes, cuando se hablaba de una nación laica por excelencia, se pensaba en Francia. Desde hace algún tiempo, el primer puesto en este ranking le corresponde a España». Y, aunque el curial romano no lo explicitaba, se estaba refiriendo lógicamente a la España de Rodríguez Zapatero.
Todavía hoy, pasado más de un año del acceso de Mariano Rajoy a la Presidencia, los eclesiásticos de España y de Roma siguen acusando a Zapatero de haber convertido a España en el símbolo de la Europa laicista y en transición moral. Y de «contagiar» a Latinoamérica. La verdad es que su profecía se cumplió a rajatabla. Son ya varios los países de ese continente que han aprobado los matrimonios homosexuales y otros se preparan para despenalizar el aborto.
La cruzada
Ésa fue la principal cruzada del Papa Ratzinger, junto a la de la recuperación de las raíces cristianas y al diálogo, sereno y constructivo, con los que pierden la fe y la abandonan. Es decir, con los que cada día aumentan las ya numerosísimas filas de la indiferencia.
Pensaba Benedicto XVI que, si se le concediese una oportunidad de ser escuchado, podría convencer a cualquiera de las bondades de la fe para la vida diaria, personal, social y cultural de los pueblos de España. Porque, como solía decir a menudo: «Dios lo da todo y no quita nada». La vida moderna no gana nada y pierde mucho con su apostasía silenciosa y viviendo «como si Dios no existiese». La oportunidad la tuvo, pero el ahora Papa emérito fracasó en su intento.
Y ésa asignatura queda pendiente para el próximo Sumo Pontífice. Y por muy joven, dinámico y seductor que sea (ése es el retrato robot que están buscando ahora los cardenales), le va a costar lo suyo. Pero en Roma están acostumbrados a creer en los milagros. Y a hacerlos… de vez en cuando.