Un periodismo riguroso, documentado y honesto, desde la independencia, lo que le reportó no pocos disgustos con algún sector de la jerarquía
En el Hospital Ramón y Cajal de Madrid, falleció ayer el sacerdote y periodista Manuel de Unciti Ayerdi, quien había cumplido 83 años el día 1 de enero. Unciti dedicó buena parte de su vida sacerdotal al periodismo, a la formación de periodistas y a la animación misionera.
Trabajó en Obras Misionales Pontificias, de las que fue secretario nacional, donde sirvió en las revistas Iluminare y Pueblos del Tercer Mundo, de la que fue director. Fue el responsable también de la página religiosa del Diario YA de Madrid. Colaboró en otros medios de comunicación, entre ellos, en el programa de la cadena COPE, La Linterna de la Iglesia.
Fue autor de libros como Sangre en Argelia (1996) en PPC; Amaron hasta el final (1997) en Edelvives, sobre el asesinato en el antiguo Zaire de cuatro hermanos maristas; o Teología en vaqueros (2000), en PPC.
Durante años dirigió una residencia de estudiantes de periodismo, por él creada. Era la residencia Azorín, en la calle Rosa Jardón de Madrid. Estaba licenciado en Misionología y en Periodismo.
Había nacido en San Sebastián el 1 de enero de 1931.
La Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social de la CEE le concedió el premio Bravo de Prensa en 1990 y el premio Bravo especial a Toda a una Vida en 2003.
Manolo, te mereces este abrazo de ternura
(Artículo de Juan Rubio en Vida Nueva)
Breve, como han de ser los cortos en el periodismo, pero intenso, como deberían ser. Ha muerto Manuel Unciti, ese donostiarra hecho madrileño a quien tanto le debe la Iglesia española y al que tan descaradamente ningunearon desde las altas instancias. A Manolo le ha dado siempre igual, porque «sabía muy bien de Quién se había fiado». Manolo es uno de los grades; no digo era, sino es, porque su secuela sigue.
Conocí a Manolo en la década de los setenta, cuando yo me formaba en el Seminario de Jaén. Andaba entonces él metido en los más variados temas, pero allá fue a hablarnos de misiones, su gran obra, su gran tarea que le mantuvo cerca de los pobres y marginados, en las verdaderas periferias. Para mí fue una delicia y una impresionante lección de vitalidad y compromiso. No lo olvido.
La última vez que lo vi fue en un acto, no recuerdo dónde, pero si recuerdo su mano tendida y su blanca sonrisa. Manolo sabía, como nadie, poner adjetivos, sin ofender, y hacer que el humor asomara en las líneas que escribía como en sus labios.
A Manolo hay muchas cosas que reconocerle, pero una de ellas es para quitarse el sombrero: su pasión por la forja de jóvenes periodistas, buenos periodistas, excelentes periodistas. Uno de ellos es hoy mi hombre de confianza en Vida Nueva, José Lorenzo, el redactor jefe. Tiene este buen compañero el honor de haber trabajado en la misma revista que su querido maestro. Él ha sido el que me ha dado, conmovido, la notica, porque él ha estado muy cerca en sus últimos días.
Se van marchando muchos grandes, como si una época languideciera, pero me da alegría saber que se marchan con la alegría de ver a Francisco en la sede de Pedro. Manolo, como todos ellos, ha tenido que pasar por momentos duros en los que el rostro de la Iglesia, más Maestra que Madre, se oscurecía.
Ahora pueden irse en paz, como el anciano Simeón, después de ver que una sonrisa desde el Vaticano habla de misericordia entrañable, de curar las heridas, de lanzarse al camino para abrazar al que se queja y retrocede.
Manolo ha sido uno de esos grandes que ha sabido verlas venir, verlas llegar y, sobre todo, verlas pasar. La sabiduría del anciano. La Iglesia española le debe mucho y ha sido mediocre en sus juicios sobre él y su labor. No fue hombre de sacristía, sino de la pobreza viva de los muchos lugares que visitó en su vida.
No es hora de biografías, ni de homenajes, sino hora del recuerdo agradecido por alguien que ha dejado en la vida la herencia de su honestidad, de su integridad, de su hondura, de su profesionalidad y su amor a la Iglesia viva, en una eclesiología de autentica comunión, no falsa.
Manolo, mientras escribo esto, escucho a propósito Las noches de Auvergne interpretada por María Victoria de los Ángeles, algo que solo hago cuando muere a alguien a quien admiro. Con esa música quiero, desde este frío Madrid, renovarte la cita en el amor. Tu trabajo no quedó en tierra baldía. Hoy tiene grandes retoños, y tu amor a la Iglesia solo le importa a Aquel que ya te ha dado ese abrazo de ternura que te mereces.
Manuel de Unciti, maestro de periodistas, fallece a los 83 años
(Pedro Ontoso en El Correo)
‘Nulla die sine linea’. Manuel de Unciti y Ayerdi, Manolo a secas para la mayoría, llevó su compromiso de escribir casi hasta que emitió su último suspiro. Con una vida a caballo entre San Sebastián y Madrid, falleció ayer en esta última ciudad, rodeado de sus «jóvenes universitarios», a los que se entregó por completo hace casi cincuenta años en un curso ininterrumpido de periodismo y humanismo cristiano. Sacerdote y periodista, había cumplido 83 años el pasado miércoles, 1 de enero, y pese a los achaques continuos de una agresiva enfermedad, mantenía con absoluta lucidez encendidos debates sobre las matanzas en Siria o la incipiente revolución del Papa Francisco.
Genio y figura. Manolo se había formado para el ministerio sacerdotal en los seminarios de Vitoria y San Sebastián, su ciudad natal. Se ordenó sacerdote el 29 de junio de 1954 y luego amplió estudios en Roma y París. Se especializó en Misionología, lo que le acreditó para ser secretario nacional de Obras Misionales Pontificias durante 35 años, algunos de ellos junto a su amigo monseñor Larrauri. Desde esta institución dirigió las revistas ‘Iluminare’ y ‘Pueblos del Tercer Mundo’, en las que muchos aprendices de periodistas nos fogueamos con un cristianismo comprometido y progresista. «La verdad aunque duela», nos repetía Unciti.
Fue durante muchos años profesor de Deontología Profesional y de Teoría de la Comunicación en la Escuela de Periodismo de la Iglesia. Durante 20 años compartió sus conocimientos sobre Doctrina Social con las Juventudes Marianas Vivencianas en la Escuela Nacional de Catequesis, al tiempo que recorría España impartiendo conferencias.
Y siempre le quedaba tiempo para escribir libros. Su firma se encuentra en títulos como ‘Amaron hasta el final’, ‘Tercer Mundo, injusticia y denuncia’, ‘África en el corazón’, ‘Sangre en Argelia’, ‘Juan de Mata al vivo’ o ‘Teología en vaqueros’. Y en miles de crónicas y artículos en cabeceras como ‘Ya’, ‘Vida Nueva’, ‘Sal Terrae’, ‘Ecclesia’, ‘Exodo’, ‘Cáritas’, ‘Familia Cristiana’, ‘Misión Abierta’ o ‘Reinado Social’. También en las páginas de El CORREO. Un periodismo riguroso, documentado y honesto, desde la independencia, lo que le reportó no pocos disgustos con algún sector de la jerarquía.
Espíritu crítico
Pero la auténtica pasión de Manolo fue la residencia Azorín, primero Luis Vives, en la que han vivaqueado más de doscientos universitarios. Primero, de distintas disciplinas, luego, solo de Periodismo. Fue su alma y mentor, y la dedicó tiempo, esfuerzo y dinero durante más de cuarenta años. Muchos de aquellos periodistas desarrollan hoy su labor en decenas de cabeceras de la prensa escrita, de la radio y de la televisión. También hay antiguos azorinianos en el mundo del cine, como es el caso de Imanol Uribe o Javier Aguirresarobe, quien inmortalizó la figura del cura Unciti en su mágico visor.
Maestro de periodistas con largas e interminables tertulias más allá del amanecer. Y con inolvidables visitas de testigos privilegiados de la actualidad sociopolítica y religiosa. Desde el padre Llanos hasta monseñor Iniesta, el obispo rojo de Vallecas, pasando por el teólogo Miret Magdalena o el filósofo y abogado Joaquín Ruiz Giménez. Enemigo de la televisión, impulsaba los debates para agudizar el espíritu crítico y el pensamiento libre. «Me habéis ayudado a radicalizar mi fe y a expresarla con palabras muy llanas», agradecía. Y creó escuela.