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    Miles de fieles despiden al cardenal en La Almudena, con notables ausencias políticas y episcopales

    Rouco se despide: «No debemos retroceder en nuestra misión de ser testigos valientes de Jesucristo»

    No hubo representantes del Gobierno ni de la cúpula episcopal: faltaron Camino y Carrasco Rouco

    Jesús Bastante 
    11 Oct 2014 - 12:33 CET
    Rouco se despide: "No debemos retroceder en nuestra misión de ser testigos valientes de Jesucristo"
    Cardenal Rouco, en su despedida
    Archivado en: Alberto Ruiz-Gallardón | Ana Botella | Benedicto XVI | Cáritas | Carlos Osoro Sierra | Consejo de Estado | España | Honda | Ignacio González

    Hoy, Rouco necesitaba una despedida digna. Y la tuvo, al menos por parte de los fieles y del clero. No estuvieron a la altura muchos de los obispos que deben el cargo al cardenal. Y el vacío institucional, a nivel estatal, fue evidente

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    (Jesús Bastante).- Despedida y cierre. El cardenal de Madrid, Antonio María Rouco Varela, vivió este mediodía un baño de multitudes, por parte del pueblo y del clero, durante su despedida oficial de la que ha sido su diócesis durante los últimos veinte años. Varios miles de personas llenaban la catedral de La Almudena desde al menos una hora antes de la «Misa estacional en acción de gracias» por el ministerio del obispo gallego.

    No faltaba nadie. O casi nadie, pues no hubo representación del Gobierno, y apenas del Episcopado español Sólo el nuncio Fratini, el arzobispo castrense, el obispo de Astorga y dos de sus tres auxiliares (Fidel y César Franco). No se merecía tal vacio el purpurado en su despedida.

    Más de quinientos sacerdotes, el seminario en pleno, autoridades civiles, políticas (encabezadas por el presidente de la Comunidad, Ignacio González y el presidente del Consejo de Estado, José Manuel Romay Beccaría) y militares, y también los «ex»: se juntaron los tres más famosos de la Villa: el hasta hace un mes ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón; la todavía alcaldesa, Ana Botella, y el arzobispo dimisionado, Rouco Varela), y representantes de todos los movimientos y casi todas las congregaciones religiosas con presencia en Madrid. Y una decena de bancos reservados para la «Casa del cardenal»: empleados, familiares y personalidades cercanas al purpurado.

    Hasta una pantalla gigante en la plaza de Oriente para seguir una ceremonia que no fue anunciada hasta última hora, pero que arrancaba quince minutos antes de su inicio oficial con el volteo de campanas. Como en las grandes ocasiones.

    A esa misma hora entraba por la puerta de Bailén el cardenal Rouco Varela. Entre los aplausos de los que aún no habían entrado. Un nutrido componente policial no fue necesario. En esta ocasión no hubo Femen ni protestas de desahuciados. Era el día de Rouco Varela.

    Todos merecen una despedida digna, y la de hoy lo fue. Revestida de la solemnidad y el protocolo propios de la jornada, y del modelo de Iglesia defendida, a capa y espada, por el cardenal que el próximo 25 de octubre dejará su sitio, en esta misma catedral, a Carlos Osoro Sierra.

    Acompañado por el cabildo catedralicio y por el obispo auxiliar de Madrid, César Franco, Antonio María Rouco Varela procesionó alrededor del templo, saludó a las primeras filas y posteriormente entró en la sacristía para revestirse. Extrañaba no ver más obispos en el séquito o, al menos, al pleno del Episcopado de Madrid (auxiliares y titulares de Getafe y Alcalá). A la entrada, sí se vio al arzobispo castrense, Juan del Río; al Nuncio Renzo Fratini; al nuncio en Kazajstán, Miguel Mauri; y al obispo de Astorga, Camilo Lorenzo, así como los auxiliares Franco y Fidel. Ni rastro de Martínez Camino (de «año sabático» en América, según nos comentaron), ni de su sobrino, Alfonso Carrasco Rouco.

     


    En su homilía, el cardenal recordó cómo el próximo 22 de octubre se cumplen «veinte años del inicio de mi ministerio pastoral como Obispo» en Madrid, tras 18 años en Compostela. «Quería responder en Madrid a la llamada del Señor en aquel momento crítico de la historia contemporánea de la Iglesia y del mundo, que la de promover insaciablemente la evangelización en la comunón de la Iglesia«.

    «¡No! No hay pasión evangelizadora que pueda nacer o nazca fuera de la Comunión de la Iglesia», proclamó Rouco Varela, quien insistió en que «no hay ‘Iglesia en salida’ si no la vivimos y actuamos como ‘comunidad evangelizadora’«, como subraya Francisco en la Evangelii Gaudium.

    La «urgencia pastoral y apostólica de ser testigos e instrumentos del amor del Señor tanto para con los más débiles de la propia familia eclesial como para los que no pertenecen a ella o se han situado al margen o, incluso, fuera de ella» han sido algunos de los retos de estas dos décadas de Rouco.

    «El Señor en estas últimas décadas nos ha permitido enriquecernos siempre más y más con el conocimiento y la vivencia de la verdad de que la Iglesia es algo más y más profundo que una sociedad o una comunidad de origen y de intereses meramente humanos«, proclamó el purpurado, quien quiso dar gracias a los sacerdotes, religiosos y fieles laicos por haber «anunciado, proclamado, predicado y testificado incansablemente» el Evangelio, un Evangelio que «ha sido llevado a los pobres en todo ese doloroso e hiriente mundo de las viejas y de las nuevas pobrezas que ‘las crisis’ se han encargado de agravar en sus efectos respecto a las facetas más personales de los golpeados por ella y de multiplicar sus repercusiones destructivas en la vida de los matrimonios y de las familias«.

    De cara al futuro, Rouco Varela reclamó una sociedad «en la que primen la justicia, la solidaridad y la paz, es decir, el servicio al hombre», que vigile principalmente «la salvaguarda de su derecho a la vida desde que es concebido en el vientre de su madre hasta su muerte natural«, a «promover la vocación para contraer matrimonio a medida de la verdad de Dios y para poder construir así una verdadera familia».

    Al tiempo, el cardenal pidió por su sucesor, Carlos Osoro, que habrá de enfrentarse para un futuro «de nuestra Patria, de nuestra Comunidad Autónoma y de nuestra Ciudad» donde «se vana poner a prueba la firmeza y la claridad de nuestra fe en Cristo». «No debemos arredrarnos ni retroceder en nuestra misión de ser testigos valientes de Jesucristo«, proclamó el purpurado, quien animó a «no tener miedo a que el Señor nos pregunte en esta encrucijada de la historia, en esta hora nueva de la Iglesia y del mundo, si le amamos ‘más que éstos'».

    Concluye una etapa -a expensas de saber dónde residirán cardenal y arzobispo titular-, y arranca otra. Con nuevos desafíos y esperanzas. Hoy, Rouco necesitaba una despedida digna. Y la tuvo, al menos por parte de los fieles y del clero. No estuvieron a la altura muchos de los obispos que deben el cargo al cardenal. Y el vacío institucional, a nivel estatal, fue evidente.

    Texto íntegro de la homilía del cardenal Rouco Varela

    Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

    La Eucaristía es el Sacramento de la Acción de Gracias a Dios Padre por su Hijo Jesucristo, ungido por el Espíritu Santo, que le ofrece su carne y su sangre por la salvación de los hombres. Es el sacrificio de la Cruz ¡Cruz Gloriosa!, que se hace actualidad salvadora para la Iglesia y en la Iglesia y, a través de ella, para el mundo: para todos y cada uno de los hijos de los hombres. En la Eucaristía, el Sacramento de nuestra fe, de cada domingo, de cada día, podemos celebrar con gratitud gozosa el don del amor infinitamente misericordioso que en ella se hace presencia viviente para nuestra santificación. En ella «Jesús nos enseña la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Esta es la verdad evangélica, que interesa a cada hombre y a todo hombre». La verdad de que «la libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre», de que «también el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios» (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 2.9). Si siempre y en toda ocasión se puede y se debe participar en la celebración de la Eucaristía con la disponibilidad del alma para acoger -y acogerse- a esos beneficios del «Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (que) se une plenamente a nuestra condición humana», (Sacramentum Caritatis, 8), cuánto más ha de hacerse en momentos de la vida de la Iglesia y de la vida propia, en los que el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo se manifiestan tan palpablemente como en esta Eucaristía que estamos celebrando.

    El próximo día 22 del presente mes se cumplen veinte años del inicio de mi ministerio pastoral como Obispo, Sucesor de los Apóstoles, Padre y Pastor de esta querida ¡queridísima! Iglesia Diocesana de Madrid. No se puede olvidar -ni he querido olvidar- como San Agustín define el ministerio episcopal en su totalidad: como «amoris officium». Ni tampoco quise ni quiero ignorar que el Obispo es y debe ser para la Iglesia que le ha sido confiada «signo vivo del Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia» (San Juan Pablo II, Pastores Gregis, 7.9). Venía de Santiago de Compostela en donde había ejercido el ministerio episcopal durante dieciocho años -siete como Obispo Auxiliar, uno como Administrados apostólico y diez como Arzobispo- con el alma marcada por el amor a la tradición jacobea, viva y pujante en aquella Iglesia venerable que guardaba celosamente con el Sepulcro y la memoria del Apóstol Santiago, el primer evangelizador de España, las raíces apostólicas de nuestra fe bimilenaria. El paso de San Juan Pablo II por la ciudad del Apóstol, al finalizar su primer viaje apostólico a España como «Testigo de Esperanza» el nueve de noviembre de 1982, invitando a la Europa de entonces, que buscaba caminos de unidad, a encontrarse de verdad a sí misma peregrinando de nuevo a Santiago, nos emplazaba inexcusablemente a evangelizar de nuevo -¡con nuevo ardor!- a los viejos pueblos y naciones de una Europa de raíces cristianas milenarias: ¡también a España, a nuestra querida España!. El horizonte europeo abierto a la nueva evangelización aquel atardecer memorable y emocionado de la Catedral Compostelana se ampliaría sin límites geográficos a todo el mundo en los días inolvidable de la IV Jornada Mundial de la Juventud de la tercera semana de agosto de 1989, a punto de caer -sin que lo supiéramos, ni pudiéramos sospecharlo- el Muro de Berlín: el llamado «Muro de la vergüenza». El Papa convocaba a los jóvenes de aquella «inmensa riada juvenil nacida en las fuentes de todos los países de la Tierra» para que fuesen evangelizadores de sus propios compañeros y amigos diciéndoles: «¡No tengáis miedo a ser santos!». Les había hablado con un entusiasmo contagioso de que en Cristo encontrarían el camino cierto y seguro para alcanzar la plenitud y el sentido de sus vidas: la verdad iluminadora, la verdadera vida que les permitiría vencer a todas esas fuerzas del mal que la amenazan con la muerte del alma y con la destrucción del cuerpo.


    No había otra alternativa para un Obispo, tocado hasta lo más hondo de su alma por la fuerza irradiadora de la persona y del mensaje de San Juan Pablo II, y que, además, quería responder en Madrid a la llamada del Señor en aquel momento crítico de la historia contemporánea de la Iglesia y del mundo, que la de promover incansablemente la evangelización en la comunión de la Iglesia, afirmada y vivida en su dimensión universal como «la Católica», presidida por el Sucesor de Pedro. ¡No! No hay «pasión evangelizadora» que pueda nacer o nazca fuera de la Comunión de la Iglesia. Dicho de otro modo con palabras del Papa Francisco: no hay «Iglesia en salida» sino la vivimos y actuamos como «Comunidad evangelizadora» (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 20.22). Damos gracias a Dios por haber podido vivir en la Comunión de la Iglesia en estos veinte años de mi ministerio episcopal, ahondando y creciendo a la vez en la fidelidad a la Palabra del Señor, en la celebración digna y fructuosa de sus Misterios -especialmente, del Sacramento de la Eucaristía-, en el amor fraterno y en la íntima y fecunda unidad de todos los hijos e hijas de nuestra Iglesia diocesana, cada vez más conscientes y sensibles de la urgencia pastoral y apostólica de ser testigos e instrumentos del amor del Señor tanto para con los más débiles de la propia familia eclesial, como para los que no pertenecen a ella o se han situado al margen o, incluso, fuera de la misma. Sí, el Señor en estas últimas décadas nos ha permitido enriquecernos siempre más y más con el conocimiento y la vivencia de la verdad de que la Iglesia es algo más y más profundo que una sociedad o una comunidad de origen y de intereses meramente humanos: ¡de que es en primer lugar, y antes que cualquier otra cosa, un Misterio de Comunión en el amor del Padre, en la gracia del Hijo y en el don del Espíritu Santo! Y que, por ello, cuando «la Iglesia despierta en las almas» (Romano Guardini), se convierte en misionera y, consiguientemente, en evangelizadora.

    ¿Cómo no vamos a dar gracias a Dios fervorosamente por el dinamismo misionero desplegado por toda la comunidad diocesana de Madrid en estas tan apasionantes y apremiantes décadas como lo han sido las del final de un milenio y del inicio dramático y esperanzador, a la vez, del otro? El Evangelio de Jesucristo ha sido anunciado, proclamado, predicado y testificado incansablemente por sus sacerdotes, sus consagrados, sus consagradas y por sus fieles laicos, compartiendo humilde y generosamente carismas extraordinarios y realidades nuevas que el Señor ha ido repartiendo a lo largo y a lo ancho de la Iglesia después del Concilio Vaticano II. Ha sido celebrado en la Liturgia cada vez con mayor participación interior, con piedad y devoción sinceras, con un sentido cada vez más fino para que en la forma de su celebración resplandezca con mayor luminosidad la belleza salvadora del Misterio Pascual del Señor: de su muerte en la Cruz y de su Resurrección. Y ha sido transmitido en una catequesis y en una enseñanza que se ha querido cada vez más fiel a la Verdad y más cercana a niños y jóvenes. Evangelio que ha sido llevado a los pobres en todo ese doloroso e hiriente mundo de las viejas y de las nuevas pobrezas que «las crisis» se han encargado de agravar en sus efectos respecto a las facetas más personales de los golpeados por ella y de multiplicar sus repercusiones destructivas en la vida de los matrimonios y de las familias: ¡sus víctimas principales! Cáritas Diocesana, con la red de Cáritas parroquiales, cooperando con iniciativas variadas y cercanas a los que sufren, promovidas por comunidades de vida consagrada y por grupos y asociaciones de fieles laicos, ha ido aliviando y superando la pobreza y el dolor de muchos necesitados espiritual y materialmente. A la vez que en el apostolado seglar iba tomando cuerpo la llamada al compromiso cristiano en la vida pública, siendo «luz y sal» en los escenarios más diversos, complejos y decisivos en los que se desenvuelve actualmente la vida social política y cultural de Madrid, a fin de lograr una vertebración de la sociedad en la que primen la justicia, la solidaridad y la paz, es decir, el servicio al hombre. Un servicio que ha de dirigirse prioritariamente a la salvaguarda de su derecho a la vida desde que es concebido en el vientre de su madre hasta su muerte natural, a promover la vocación para contraer matrimonio a la medida de la verdad de Dios -es decir, como una comunidad una e indisoluble de vida y de amor fecundo en el fruto precioso de los hijos- y para poder construir así una verdadera familia.


    La Eucaristía es el Sacramento por excelencia de la Acción de Gracias a Dios; pero también la Plegaria en la que culminan todas nuestras pequeñas plegarias y en la que se sustenta el espíritu de la verdadera oración: ¡de la alabanza al Dios que nos ama y de petición de sus dones! ¿Cómo no vamos a pedirle hoy por el que va a ser dentro de pocas semanas quien va a recibir la plenitud canónica del ejercicio de la Sucesión Apostólica para ser el Obispo y Pastor de la Iglesia diocesana de Madrid, don Carlos Osoro Sierra? ¿Cómo no vamos a pedir por él, por los Obispos Auxiliares, por los sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados y fieles laicos?: ¿por toda la comunidad diocesana? Para que «como elegidos de Dios, santos y amados», vestidos «de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión» sigan creciendo en el amor de Cristo «que es el ceñidor de la unidad consumada», sobrellevándose y perdonándose, dejando que el perdón y la paz de Cristo actúen en sus corazones y así formando un solo cuerpo; y para que sigan acogiendo toda la riqueza de su palabra para pensar y obrar rectamente según la ley de Dios y de su Evangelio, de tal modo que todo «lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesucristo, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Cfr. Col 3,12-17). Sin olvidar lo que nos recordaba con bellas e incisivas palabras Benedicto XVI a los participantes del III Sínodo Diocesano de Madrid en la audiencia especial que nos concedió el 4 de julio de 2005: «En una sociedad sedienta de auténticos valores y que sufre tantas divisiones y fracturas, la comunidad de los creyentes ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es, ante todo, comunicación de la verdad».

    No hace falta poseer ningún especial don de profecía para entrever que en el próximo futuro -el futuro de nuestra Patria, de nuestra Comunidad Autónoma y de nuestra Ciudad- se van a poner a prueba la firmeza y la claridad de nuestra fe en Cristo, el único Salvador del hombre, la fortaleza de nuestra esperanza y la voluntad del seguimiento y cumplimiento fiel del mandamiento evangélico del amor. No debemos arredrarnos ni retroceder en nuestra misión de ser testigos valientes de Jesucristo. Antes bien, habremos de avanzar en la experiencia de la unidad de mentes y corazones en el interior de la Iglesia Diocesana, en la experiencia de «la Comunión» que preside su Obispo, inseparable de «la Comunión Católica» que preside el Obispo de Roma, el Papa Francisco. Y, por supuesto, en esta difícil y compleja hora histórica habrá que orar, y orar mucho, por la Iglesia y sus Pastores, por los consagrados y las consagradas, por las familias, por los jóvenes y los niños… para que sepamos mantenernos como «la luz» y «la sal» de la nueva tierra, es decir, como testigos de la esperanza verdadera para todos los que sufren en el alma o en el cuerpo: para toda nuestra sociedad tantas veces vacilante, escéptica y deprimida. Que el Señor conceda a nuestra querida Archidiócesis de Madrid y a su nuevo Pastor la sabiduría de anunciar el Evangelio en el nuevo capítulo de su historia, que se abrirá el próximo 25 de octubre, con el impulso y el estilo espiritual y apostólico del «Evangelio de la Esperanza»: para sus hijos e hijas y para todos nuestros conciudadanos. De la esperanza que no defrauda.

    El fruto vendrá como en aquel amanecer del encuentro del Resucitado con sus discípulos del que nos habla el Evangelio de Juan en su último capítulo, cuando saliendo a pescar en la noche en el lago, no habiendo cogido nada, hicieron caso al Maestro que les dice «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Fiándose de su Señor, reconociéndolo y, sobre todo, amándolo, la pesca fue sobreabundante: la red acabó repleta de peces. El fruto vendrá, pues, si lo reconocemos y amamos como ellos: ¡como Pedro! Vendrá copiosamente si no tenemos miedo a que el Señor nos pregunte en esta encrucijada de la historia, en esta hora nueva de la Iglesia y del mundo, si le amamos «más que estos», y a que nos pregunte tres veces; y, sobre todo, si no vacilamos en la respuesta sincera: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». No nos entristezcamos al decírselo, aun cuando oigamos las palabras misteriosas dirigidas a Pedro como dirigidas a nosotros mismos: «cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». ¡Oigámoslas con la alegría del corazón que sabe de quién vienen: de Aquél que ha dado la vida por nosotros!

    El fruto vendrá indefectiblemente si nuestra Acción de Gracias y nuestra Plegaria eucarística hoy y siempre la confiamos a la guía, al cuidado, al amor maternal de la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, Madre nuestra, Ella que, con su Sí inicia aquella apertura del corazón del hombre y de su libertad capaz de recibir el don de la Comunión de Dios Padre, del Hijo Jesucristo su Redentor, del Espíritu Santo su Consolador y Santificador. Ella, que es «la omnipotencia suplicante». Ella, ¡la Virgen de La Almudena! Estamos seguros que para conseguirlo contamos con la entrega y la oración silenciosa de las comunidades de vida contemplativa que han sido y son verdaderamente el amor en el corazón de la Iglesia Diocesana de Madrid (Santa Teresa del Niño Jesús).

    ¡Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre!

    Amén.

    Palabras de Monseñor Fidel Herráez al final de le aucaristía

    Querido Sr. Cardenal:

    Acabamos de celebrar esta Eucaristía, que ha presidido usted acompañado por varios hermanos Obispos, el Presbiterio diocesano, Institutos de vida Consagrada, Asociaciones y movimientos apostólicos, fieles de las comunidades parroquiales, familiares y amigos, convocados todos para poner hoy ante el Señor la más sentida y honda acción de gracias.

    Vivimos siempre la Eucaristía como misterio de comunión y fuente de misión. Y al hacerlo en esta ocasión hemos querido recapitular lo que ha sido su entrega e impulso evangelizador entre nosotros.

    Cuando llegó a Madrid hace 20 años, nos traía una llamada que había alentado su ministerio, que resonaba en su corazón de pastor y era la leyenda grabada en su escudo episcopal : «In Ecclessiae communione «. Y desde la primera carta pastoral nos invitó a caminar con generosidad y audacia para eso, para «Evangelizar en la comunión de la Iglesia».

    La comunión en la Iglesia, antes de ser una tarea es don de Dios que recibimos y que se fortalece en la Eucaristía. El Espíritu Santo nos conduce al conocimiento de Jesucristo, que es la Verdad; nos une a Él como los sarmientos a la vid; nos hace una misma cosa con Él; miembros de su cuerpo, diferentes pero trabados en una misma gracia, en una misma fe, en una misma misión.

    Unidos en la Eucaristía al Enviado del Padre, quedamos convertidos también nosotros en enviados para anunciar el Evangelio. La comunión con la verdad que nos ilumina y nos libera, aviva en nosotros el deseo de comunicarla y nos lleva a la misión. Así nos lo recuerda usted en su última carta pastoral: «Comunión misionera, gozo del evangelio».

    Comunión y misión, dos aspectos programáticos de su labor que, como respuesta fiel y agradecida, pedimos a Dios que queden acuñados en el corazón de la diócesis, en esta Eucaristía. Ahora, como signo de esta gratitud, queremos ofrecerle un cáliz y una patena. Nos gustaría que estos vasos sagrados le recordaran siempre nuestro reconocimiento por su entrega pastoral, a lo largo de estos veinte años, para conducirnos a la comunión con Jesucristo, desde donde nos llega persistente y comprometido el envío a anunciar el Evangelio. Llevan una sencilla grabación que expresa el agradecimiento de la comunidad diocesana. Al tiempo que repetimos la oración del salmo 115, «¿Como pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre». Qué Él le bendiga y que Ntra. Señora de la Almudena, patrona de nuestra Villa, guíe y acompañe siempre sus pasos por los caminos de la paz.

    Rouco, antes de besar el altar de La Almudena
    Última misa de Rouco Varela
    Procesión de Rouco en La Almudena
    Última misa de Rouco Varela
    Rouco, en su misa de despedida
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    Jesús Bastante

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