(José M. Vidal).- No son héroes y lo saben. Incluso les molesta la palabra. Los misioneros son hombres y mujeres que lo dan todo (su vida) por los demás. Testigos de la misericordia en las periferias. Para muestra dos botones: la hermana Celia Macho, misionera comboniana durante 37 años en África, y monseñor Adolfo Zon, misionero javeriano en el Amazonas durante 21 años. Hoy, con motivo del Domund, presentaron sus testimonios en Madrid.
La hermana Celia lleva 23 años de entrega misionera en su mochila vital, repleta de alegría y satisfacciones, en África. Unos años en Kenia, pero la mayoría en Uganda, un país que la hechizó y le cambió el corazón.
Menor de siete hermanos de una familia madrileña, se hizo monja y misionera por culpa del lema del cartel del Domund de 1973, que rezaba así: «Tu fe es un compromiso misionero». Ingresó en las misioneras combonianas y, desde entonces, ha experimentado en carne propia «ese derroche de Dios para conmigo».
De hecho, a los pocos días de llegar a Uganda en su primer destino misionero, recibió la visita de dos mujeres, que llamaron a la puerta de la casa donde se encontraba y se anunciaron así: «Venimos a ver a Dios». Por eso, la hermana confiesa apabullada: «Los africanos ven en nosotras a los mensajeros de Dios».
Mensajeros que derrochan entrega y hasta hacen milagros. «Durante todos estos años, he visto muchos milagros de la misericordia de Dios». Los ha visto, los ha tocado con las manos y hasta los ha provocado con sus cursillos de sanación y de reconciliación.
Sanación para un país asolado por la guerra del fanático Joseph Kony, durante muchos años, con la secuela de niños soldados o mujeres violadas. Hoy, el país se ha librado de Kony (que sigue llevando su rastro de muerte en países como República centroafricana), pero sigue siendo víctima de otros tipos de violencia.
Por ejemplo, «hay asesinatos rituales de niños y, por eso, las desapariciones infantiles están al orden del día, para venderlos como esclavos o, simplemente, para inmolarlos en los crímenes de brujería», explica la hermana. De hecho, «en Uganda, los niños están acostumbrados a sufrir tanto que hay niños de 8 años que tienen ojos de ancianos de 80».
Una violencia casi institucionalizada y que apenas se nota, entre otras cosas porque si algo tiene Uganda son niños. De hecho, en este país la edad promedio de la población es de 15 años. Y eso que el Sida ha hecho tantos estragos y que «falta una generación casi entera entre los ancianos y los niños». Reconciliar a la gente y sanar a adultos y niños ha sido la labor de tantos años de la hermana Celia en el corazón de África.
Adolfo Zon, obispo de Alto Solimoes
En el otro lado del océano, en plena selva amazónica lleva 21 años desgastando su vida el misionero javeriano Adolfo Zon y, desde hace poco, obispo de Alto Solimoes. Es natural de Ourense, «una de las diócesis más misioneras de España, que puede presumir de contar con unos 400 misioneros». Interpelado también por el cartel del Domund (qué tendrán estos carteles) de 1978, que decía: «Cree en Cristo, anúncialo». Ingresó en los misioneros javerianos, estuvo un tiempo en Navarra y, desde 1993, en la amazonía brasileña.
Allí aprendió y experimentó la misericordia y la ejerció con ayuda integral, de cuerpo y alma: alimento espiritual, pero también físico y cultural. Entregado a fondo y sin reservas a los «ribereños», las gentes que viven en las riberas de los enormes ríos de la cuenca del Amazonas, en Abaetetuba.
Y cuando se preparaba para desgastarse hasta el final en el desembocadura del Amazonas, un día le llamó el Nuncio brasileño y le dijo que el Papa Francisco quería que fuese obispo de Alto Solimoes, a unos 3 mil kilómetros de allí, río arriba, siempre en la Amazonía. Se lo contó a Dios y lo consultó al superior de los Javerianos y, al día siguiente, llamó al representante del Papa y le dijo que aceptaba la mitra. Pero «para ser uno más y servir». No para colocarse por encima de nadie.
Y, desde hace menos de un año, Adolfo Zon es obispo de una zona tan grande como toda Castilla-La Mancha, con sus 131.000 kilómetros cuadrados, 200.000 habitantes, situada en la encrucijada de tres fronteras: Brasil, Perú y Colombia.
Con mucha mies y pocos obreros. Tan sólo 18 sacerdotes y 28 monjas. Eso sí, cuenta ya con más de 500 catequistas o, mejor dicho, «animadores de la comunidad, que celebran habitualmente la Palabra, porque misa, en muchas comunidades sólo la pueden tener un par de veces al año».
Pero ni eso ha borrado la sonrisa y la bonhomía del rostro de monseñor Zon, que, en su nueva diócesis, sigue siendo el obispo de los «ribereños», pero también de los pescadores y de los indios. «Tenemos seis etnias distintas conocidas, pero otras muchas que no han entrado todavía en contacto con el hombre blanco». Con nombres evocadores: los Marubo, los Korobo o los Ticuna.
Una diócesis con la problemática de la amazonía, agravada por la triple frontera: «Aquí hay tráfico de todo tipo: de personas, de órganos, de niños, de armas, de drogas…». A lo que hay que añadir el choque con las culturas indígenas. «Me preocupa especialmente el alto número de suicidios de jóvenes indígenas», explica el obispo, que no parece obispo.
Para atender a sus nuevas ovejas, monseñor Zon está poniendo en marcha «una Iglesia en salida, casa de la iniciación, casa de la Palabra, comunidad de comunidades al servicio de la gente». Una Iglesia muy respetuosa con sus habitantes.
«El rio Salimoes y el rio Negro se encuentran, pero durante muchos kilómetros no mezclan sus aguas. El Negro sigue siendo negro y el Solimoes conserva su color marrón. Es un símbolo de que el proceso de inculturación es largo, exige mucha paciencia y saber leer la realidad«, dice monseñor Zon.
Y lo dice con la sonrisa puesta de un misionero que ya ha dado lo mejor de su vida y está llamado a donarla entera (ahora como obispo) en su diócesis conflictiva de la triple frontera, pero también en una diócesis que, como dice el Papa en la Laudato si’ «cuenta con una naturaleza espléndida, lugar privilegiado para el encuentro con Dios«.
A su lado, el eterno obispo auxiliar de Madrid, Fidel Herráez, los miraba con sana envidia. Tanto a la hermana comboniana como a su colega obispo. Y por eso subrayó que el Domund no puede reducirse a un día y agradeció el testimonio de «estos dos hermanos que se han dado y que son un testimonio vivo de algo que todos deberíamos vivir»
Para salir de nuestro sopor y de «nuestra vida cristiana bastante mortecina» porque, a menudo, olvidamos que «somos mediadores del amor de Dios». E invitó a ayudarlos y a entregarse, también aquí, porque «cuesta menos dar cosas que darse a uno mismo», para «hacer que todo el año sea Domund». Porque, también aquí tenemos que ser «misioneros de la misericordia». Como lo son allá monseñor Zon y la hermana Celia.