CRIMEN Y CASTIGO

Josep Prat, el cura que mató a un monaguillo de 47 puñaladas en Valencia

Josep Prat, el cura que mató a un monaguillo de 47 puñaladas en Valencia
El monaguillo Francisco Calero Navalón y el sacerdote Josep Prat. EP

La historia estremece y nunca se contó en toda su crudeza, porque los tiempos eran otros (Una pareja de lesbianas mata a sus seis hijos adoptivos y se suicida tras ser acusadas de abuso).

«El diablo está en todas partes», se lamentaban los vecinos de Puerto de Sagunto (Valencia) en 1971 (Iglesia Católica: 11 obispos españoles han encubierto casos de abusos en los últimos 40 años).

Ninguno de ellos comprendía qué pudo pasar por la cabeza del sacerdote José Prat para que cosiera con 47 puñaladas el cuerpo de su monaguillo, Francisco Calero Navalón, conocido como Paquito. Tenía nueve años (La Iglesia católica no es solo la iglesia de los abusos… hay mucho más y maravilloso).

Su asesinato convulsionó a una España aún en blanco y negro. El religioso fue condenado a 17 años de reclusión que no cumplió, según un libro publicado en 2004 por la orden a la que pertenecía, la de los misioneros paúles (La novena víctima sexual de Montserrat: «Abusó de mí tras un cáncer y un intento de suicidio»).

La familia de la víctima se sintió engañada. Le dijeron que el cura había sido excomulgado, pero lo cierto es que solo pasó ocho años retirado (Los gestos inéditos del Papa Francisco contra la pederastia).

Después, según escribe Fran Serrato en ‘El País’ este 7 de abril de 2019, ejerció de vicario en Lérida (EEUU: Publican una lista de cerca de 400 curas acusados de pederastia).

El caso, con todo lujo de detalles, lo relataba así hace muchos años la gran Margarita Landi:

Fue el 2 de marzo de 1971 cuando un niño de nueve años, Francisco Calero Navalón, que era acólito en la parroquia de Nuestra Señora de Begoña del Puerto de Sagunto (Valencia), fue violado y asesinado por el párroco en funciones, José Prat Balaguer, perteneciente a la orden de los Padres Paúles.

Naturalmente, entonces no era fácil reseñar un suceso de tal naturaleza, y si se publicó fue porque se trató con mucha delicadeza.

Al llegar por la mañana a Sagunto encontré la primera negativa en el cuartel de la Guardia Civil; me dijeron que si quería una autorización para realizar mi trabajo tendría que pedírsela al capitán, que «aún debía estar en su casa». Fui a verle y, aunque me recibió en bata y zapatillas, muy amablemente, se negó en rotundo a darme la menor información:

-Usted comprenderá -me dijo-, que de este asunto no se puede hablar; se trata de un sacerdote…

Nos invitó a tomar café y se disculpó cuanto pudo, pero nada más, de modo que, acompañada del fotógrafo Enrique Guerrero, me dispuse a conseguir el reportaje por mis propios medios, investigándolo a mi manera.

Como el Puerto se encuentra a unos cuatro kilómetros de la histórica y heroica ciudad de Sagunto, tomé el volante de mi coche y nos trasladamos allí, donde buscamos primero el cuartelillo de la Guardia Civil, cuyo comandante de puesto era un brigada que estaba sentado a la mesa de su despacho. Tras saludarle e identificarnos, le dije:

-Ya sé que no querrá usted decirme nada sobre la muerte del monaguillo, pero venimos a pedirle que nos indique el domicilio de la familia.

-¿Por qué cree que no voy a querer decirle nada? -fue su sorprendente pregunta, seguida de una invitación a que nos sentáramos. Junto a él estaban dos de los números que tenía a sus órdenes.

El brigada nos los presentó diciendo: -Miren, éstos acaban de dejar en la cárcel de Valencia al criminal, después de haber pasado tres días en las dependencias del Palacio Arzobispal, como está estipulado en el vigente Concordato con la Santa Sede, en calidad de detenido. Ha sido el arzobispo quien ha autorizado su ingreso en prisión, donde ojalá esté por muchos años…

Y aquel guardia civil, que era padre y estaba indignado por el vil asesinato de un chaval de nueve años, nos dijo todo cuanto sabía. El hecho tuvo lugar en el despacho del párroco, junto a la sacristía, entre las seis y las seis y media de la tarde, durante la hora que mediaba entre la salida del colegio y la misa de siete que cada día se oficiaba en la parroquia.

Unos minutos antes de las seis, varias personas que transitaban por la amplia plaza de la Alameda donde se encuentra la iglesia y el grupo escolar, pudieron ver al padre José paseando, tras haber entrado un momento en dicha escuela preguntando por Paquito Calero Navalón, alegando que «le necesitaba».

A las seis salía el pequeño; el cura le llamó y los dos juntos se encaminaron hacia el templo. Menos de una hora después Paquito estaba muerto y el criminal se entregaba al comandante de puesto de la Guardia Civil, mostrándose muy sereno.

En tan corto espacio de tiempo, don José había acribillado a puñaladas a Paquito, tras golpearle fuertemente en la cabeza con un pesado cenicero y haber tratado de estrangularle, mientras le violaba. De esto último no se hablaba entonces; tan sólo se dijo que se debió a un ataque de enajenación mental que le hizo perder el control de sus nervios y olvidarse de todos sus principios.

El arma homicida fue un pequeño abrecartas en forma de espada que se hallaba sobre la mesa-escritorio del párroco. Cuarenta y siete veces penetró en el pequeño cuerpo del monaguillo (seguramente ya sin sentido por los golpea recibidos en la cabeza), y una de ellas le seccionó una de las arterias carótidas, herida ésta que por sí sola pudo producirle la muerte, pues por ella se desangró con rapidez.

Cuando el sacerdote logró reaccionar, tras su frenético arrebato, y se dio cuenta de su monstruosa acción, se cambió de ropa, se lavó, se peinó, se puso un abrigo de seglar sobre su clergyman y se dispuso a entregarse a la justicia, momento en el que penetró en el antedespacho otro de los sacerdotes de la parroquia y vio lo ocurrido. Don José le dijo que iba al cuartel de la Guardia Civil porque «se había vuelto loco y matado al monaguillo».

Dejó aterrorizado a su hermano en religión y se encaminó a la casa cuartel, que estaba algo alejada de su parroquia, en vez de limitarse a caminar los cincuenta metros que le separaban de la comisaría de Policía.

Pensó que la Guardia Civil «le encerraría bajo siete llaves», «que se sentiría más a salvo de las iras del pueblo», que… Bueno, quienes comentaban el suceso pensaban que eligió a la Benemérita para entregarse por vergüenza, ya que tanto el comisario como todos los funcionarios de aquella plantilla eran muy conocidos suyos y le hubiera sido más difícil confesarles su delito.

Mientras, al malogrado Paquito le llevaron en una ambulancia (avisada por otro sacerdote) al sanatorio de Altos Hornos, pues habían notado que le quedaba algo de vida. Pero era tan poca que a los pocos minutos de ingresar los doctores no pudieron hacer más que certificar su defunción.

Después de ver y fotografiar la plaza de la Alameda, la iglesia y la puerta de la sacristía, nos dirigimos a la casa de Isabel Navalón, madre de Paquito, pero estaba cerrada y sólo nos fue posible hablar con vecinos y vecinas, adultos y menores, que conocían bien al niño y mejor a la familia.

Todos estaban sorprendidos y muy indignados por el crimen. Así supimos que el entierro había supuesto una gran manifestación de duelo, que todos los habitantes del Puerto de Sagunto habían asistido y que se había llevado el pequeño féretro blanco a hombros hasta el cementerio.

Varias niñas de la calle y otros tantos niños nos hablaron de Paquito: un niño muy simpático, muy bueno, que nunca hacía travesuras y se portaba bien con todo el mundo. Le gustaba mucho ser monaguillo y quería mucho al padre José, porque le daba propinas cuando había algún bautizo o una boda y chocolate y caramelos. Algunas de las niñas que acudían a la iglesia para cantar en el coro después de salir del colegio me dijeron que el padre José era muy serio y nunca hablaba con ellas.

En opinión de una señora, el párroco en funciones tenía muchas manías, una de ellas la de tener todo siempre cerrado con llave, que no quería dárselas ni a la mujer de la limpieza. Otra muy devota, que por ir mucho a la iglesia le conocía bien, dio su opinión:

-El diablo está en todas partes y se divierte haciendo pecar a los mejores; yo sé que el padre José es bueno, pero al fin y al cabo es hombre y está expuesto a muchos peligros.

Hablamos también con el padre Jaime Pons, de otra iglesia, quien pensaba que el autor del crimen estaba loco, «al menos en el momento en que lo hizo». Además, dijo:

«El pasado mes de enero se le murió en los brazos el párroco titular, de un ataque cardíaco, y don José no podía olvidar aquel momento. Creo que eso le desquició y por ello empezó con la manía de las llaves. Además, estaba preocupado porque tenía que irse de la parroquia, porque él es de una orden religiosa y querían que el párroco fuera un cura secular. Se pensaba marchar el día 7 y, ya ven, el día 2 ha hecho esto tan terrible.»

Por fin encontramos a la madre de Paquito en la casa de sus padres. Era una mujer de veintiocho años, Isabel Navalón Collado, y llevaba seis años viuda. Su marido, minero, murió de silicosis y la dejó con tres criaturas de muy corta edad, de las cuales Paquito era el único varón y segundo de sus hijos. Pasó algunos años vendiendo plásticos en la playa; luego hizo trabajos de limpieza en las casas y más tarde pudo colocarse como limpiadora en la empresa Sierra Menera. Era pequeña, pálida, usaba gafas y estaba deshecha por la tragedia. Me dijo:

-Como yo tengo que salir de casa para ir a trabajar, cuando el niño me dijo que le gustaría ser monaguillo me pareció muy bien y le dejé. A mí me parecía que si al salir de la escuela se metía en la iglesia estaría mejor que en la calle, aprendiendo cosas malas con los demás chicos… ¿Quién iba a pensar lo que podía pasarle?

-Ya ve -intervino el abuelo del niño-, ella decía siempre: «Mientras esté en la iglesia no le ocurrirá nada malo», ¡y mire!… Es que como don José y sus compañeros son padres Paúles, se iba a ir para dejar la parroquia a otros curas seculares, que son los que deben llevar las parroquias. El día señalado era el domingo día 7 de este mes, y don José había prometido a los cuatro monaguillos y otros niños llevarles de excursión el sábado para despedirse, pero el martes mató a mi pobre nieto…

Lloró el anciano y por unos minutos estuvimos en silencio; después, secándose las lágrimas y con voz entrecortada, exclamó:

-¡Y bien que lo mató!… A golpes, mordiscos, estrujones, porque le quiso estrangular, ¿sabe usted? y clavándole un puñal cuarenta y siete veces… ¡Bien que lo mató!, mientras le violaba, que nadie quiere decirlo, ¡y lo hizo!… Que nosotros tenemos toda su ropa y en los calzoncillos se ve bien que lo hizo…

Su hija, llorando, asentía mientras se levantaba de la butaca e iba en busca de las ropas ensangrentadas y desgarradas, entre las que estaba la pequeña prenda íntima. Fue una patética escena que me impresionó muchísimo.

-A mí que no me vengan diciendo lo que no es -me advirtió el abuelo-. Yo la he recibido a usted, porque ha venido de buenos modos y porque quiero que se sepa como ha muerto mi nieto. Yo lo que temo es que ese cura, que es muy listo, haga creer al juez que se «volvió loco», que «no sabía lo que hacía». Lo sabía muy bien; a él le gustaba el niño y, como tenía que marcharse, le violó y le mató para que no pudiera contárselo a nadie. Se sabe que era el preferido suyo, que le daba dinero y caramelos para que se encariñara. Ahora, ¡sabe Dios lo que dirá! Que fue una tentación, un arrebato… Pero bien pudo lavarse, cambiarse de ropa y perfumarse para salir a entregarse. ¡Pronto se le pasó!…

Luego nos enterarnos de lo que el padre Prat había dicho: que al despertar se vio asaltado por una idea fija que le «decía» que tenía que matar a un niño o una niña. Fue a Valencia para distraerse, pero siguió preocupado y, a la vuelta, pasó por el Puerto de Sagunto, como buscando una víctima, mas sin decidirse a matar a nadie.

Tenía que decir misa a las siete y salió en busca de Paquito a la escuela una hora antes; el niño le siguió hasta el despacho, confiado, le dio unas chocolatinas y cuando se volvió a meterlas en su cartera trató de estrangularle, pero como él quiso defenderse cogió el abrecartas y se lo clavó «varias veces».

Ocho meses después, el 10 de noviembre, se celebró el juicio en Valencia ante un Tribunal constituido por cinco magistrados, debido a que la acusación particular solicitaba la pena de muerte. La causa se vio a puerta cerrada.

El fiscal, en sus conclusiones definitivas, calificó los hechos de asesinato, con la eximente incompleta de enajenación mental, la atenuante de arrepentimiento y la agravante de haberse cometido en lugar sagrado. Pedía que se le impusieran la pena de diecisiete años de reclusión menor. El acusado terminó pidiendo una pena de veintiséis años, ocho meses y un día de reclusión mayor.

El Tribunal declaró al procesado responsable de un delito cualificado por la alevosía, con la eximente incompleta de enajenación mental no plena, atenuante de arrepentimiento espontáneo y abuso de confianza.

El fallo fue una condena de diecisiete años de reclusión menor, con prohibición de volver al término municipal de Sagunto durante tres años, inhabilitación absoluta durante el tiempo de la pena y el pago de las costas procesales, ya que con anterioridad había indemnizado cumplidamente a la madre de su víctima, porque le habían declarado solvente.

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