Le decimos, a ti, Señor, levanto mi alma, pues lo reconocemos grande, el único grande, generoso, el más generoso, cariñoso, el más acogedor.
Con el Tiempo de Adviento, comienza para nosotros el Año litúrgico, un año de gracia del Señor. Nuestra celebración eucarística se abre con palabras de súplica, que nacen de conciencia humilde y corazón confiado: «A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío». Decimos al Señor, a ti levanto mi alma, como quien desde la tierra, desde lo hondo, desde la noche, desde la ausencia, busca las huellas del Amado.
Decimos al Señor, a ti levanto mi alma, pues en la noche de su ausencia nos sentimos pequeños como niños, necesitados como niños, confiados como niños.
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