Los habitantes de Jerusalén conviven con la locura de no saber si su vecino es tan sólo su vecino o también su enemigo "natural"
(Irene López, enviada especial a Israel)- «Por cada muro, un lamento«, dice el cantante Jorge Drexler sobre la ciudad de Jerusalén. De origen judío, Drexler plasma en su letra el desconcierto de un país como Israel, donde las pequeñas islas de las autonomías palestinas (disgregadas por el territorio israelí) se encuentran rodeadas de controles militares, vallas de alambre, minas y torres de vigilancia, a escasos kilómetros de las cooperativas de dátiles que son lo que queda de los antiguos kibbutz judíos.
Israel es un país de contrastes violentos. Tras visitar las ruinas de la casa de Pedro (el primer discípulo de Jesús) en Cafarnaún, junto al Mar de Galilea, nos encontramos en la carretera con lo que los israelíes llaman «el camino borrado«: la frontera con Jordania, otra área súper fortificada donde el paisaje tranquilo de la Baja Galilea (con sus agricultores recolectando aceitunas) se vuelve hostil con el desierto, las alambradas y los aparatos electrónicos con los que Israel ha dibujado una frontera más allá del Río Jordán.
Las montañas que se ven tras el lago de Khefar Nahum son los Altos del Golán, que el Estado de Israel le arrebató a Siria en la guerra de 1967. Actualmente la situación es otra: «El rey de Jordania es el amante de Israel«, dice nuestro guía israelí. «Todo el mundo sabe que tienen relaciones, pero nadie lo comenta».
Sin embargo, en nuestro camino hacia Jerusalén parece que la tensión se va agravando poco a poco, como en las películas de suspense, y al entrar a Cisjordania comienzan a multiplicarse los vehículos militares con los que nos cruzamos. Tras visitar el Monte de las Bienaventuranzas y el Jordán (donde cristianos de todos los lugares del mundo se ponen una túnica blanca para recrear el bautizo por inmersión que Juan le hizo a Cristo en las aguas de ese río) paramos a comer en un lugar de carretera decorado con pósters de la Armada estadounidense, donde jóvenes soldados israelíes comen falafel con su rifle en la mano.
El desierto de Judea
De nuevo en el coche, atravesamos el desierto de Judea, donde los beduinos (pastores de origen árabe) acompañan a sus rebaños de cabras o de camellos como lo hicieron en las escenas bíblicas Jacob o el Rey David, y también Abraham, a quienes los judíos llaman «el primer monoteísta». Y pienso mientras vemos a lo lejos un oasis, que el problema de Israel es precisamente eso: el monoteísmo. Las tres grandes religiones del mundo peleándose por las mismas piedras, los mismos lugares sagrados, la misma tierra. «No hay pueblo que no se haya sentido el pueblo elegido», sigue la canción de Drexler.
El guía nos cuenta que Jericó fue la primera ciudad amurallada de la historia, y señala los restos del muro que la rodeaba en tiempos de Jesús. Sin embargo, a día de hoy hay otros muros (de púas y camiones militares), y un cartel que advierte de que nos encontramos ante una autonomía palestina: «Palestine village: dangerous for Israelis citizens», se lee.
Por fin, tras el último control, llegamos a Jerusalén, la «ciudad dorada» que los judíos reivindican como la capital de Israel por claros motivos políticos. Los periodistas que viajamos invitados por el Ministerio de Turismo de Israel hacemos memoria, y creemos recordar que a todos nos enseñaron en el colegio que la capital de Israel es Tel Aviv, donde se encuentran las embajadas y el aeropuerto. Pero el guía insiste en que son el resto de Estados del mundo los que no quieren reconocer que Jerusalén, donde desde 1948 sólo se puede construir con piedra por ley, es la capital legítima del Estado judío.
La milonga del moro judío
Una vez atravesamos la puerta de Sión, la Ciudad Vieja de Jerusalem se nos revela en todas sus contradicciones: Más soldados llevando su rifle como una extensión de su propio cuerpo, trajes negros y tirabuzones de los judíos más religiosos, árabes vendiendo té y manos de Fátima en sus bazares… Y de nuevo, La milonga del moro judío se me viene a la cabeza, pensando que esa canción de Drexler describe perfectamente la confusión de una ciudad donde las iglesias católica, greco-ortodoxa, armenia y etíope se dividen las esquinas del gran complejo del Santo Sepulcro; donde los musulmanes construyeron la solemne Cúpula de la Roca en el lugar donde, según su tradición, Mahoma dejó su huella, y que desafortunadamente coincide con la misma roca que los judíos consideran el lugar donde Abraham casi sacrifica a su hijo Isaac.
«Yo soy el moro judío que vive con los cristianos, no sé qué Dios es el mío ni cuáles son mis hermanos…», dice la canción, y realmente parece que los habitantes de Jerusalén conviven continuamente con la locura de no saber si su vecino es tan sólo su vecino o también su enemigo natural.
Tras la primera Intifada (del 2000) los musulmanes prohibieron la entrada a la mezquita de la Roca, que se halla a escasos metros del Muro de las Lamentaciones, donde las mujeres judías leen la Torá tapándose el rostro con ella, besan la piedra, lloran, y salen caminando hacia atrás para no darle la espalda al muro.
«Ya no tiene sentido que se le llame el Muro de los Lamentos», dice nuestro guía, «porque ahora estamos bien: tenemos nuestro país«. De hecho, las señales dicen «Muro oriental», y las palomas blancas que se cuelan entre los huecos del muro parecen sugerir una paz frágil pero lograda.
Sin embargo, al salir de Jerusalén hay otro muro más: el de Ramallah (la ciudad más importante de la Autoridad Palestina), y los turistas que vuelven a sus países deben contar con tres horas de interrogatorio, escáneres y registros en su equipaje si tienen la mala suerte de llevar en su pasaporte el sello de algún país árabe.
Lo que lleva a pensar que sigue habiendo muros en Jerusalén, y que, a pesar de que los judíos han logrado su Estado, su ciudadanía y hasta «cultivar el desierto», los lamentos continúan en la tierra de Jesús. Aunque ahora sean otros los que lloran.