Un evangelizador que se ha dejado evangelizar por los pobres desde su vocación como Misionero Oblato
(Macario Ofilada, teólogo filipino).- Mañana, 22.2.14, será el primer consistorio del papa Francisco. Entre los nuevos purpurados, se encuentra un filipino (por eso escribo esta semblanza), ahora el nuevo orgullo del pueblo de Dios -no sólo me refiero a los católicos sino también a otros cristianos e incluso a muchos musulmanes porque su prestigio que va más allá de fronteras- que habita el archipiélago magallánico.
Me refiero a Mons. Orlando Quevedo Beltrán, O.M.I., norteño de origen (de la provincia de Ilocos Norte como el dictador Ferdinand Marcos y menos mal que ahí acaban las similitudes) pero desarrolló su ministerio pastoral fecundo en el sur -en todos los sentidos de la palabra y no sólo geográfico- y, ahora con su elevación al Sacro Colegio, es un filipino internacional así como un asiático con un papel relevante en la iglesia universal, pues hasta el año 2019 será elector.
En un hipotético cónclave, junto al Cardenal de Manila (que fue papábile en 2013), podría formar un bloque (por no decir ‘lobby’ que ahora en el Vaticano tiene otro sentido) asiático formidable. Sin embargo, espero que nunca ejercerá este privilegio (léase ‘obligación’), pues pido encarecidamente a Dios que nos conserve al papa Francisco por muchos años para que éste pueda llevar a cabo su primavera eclesial, es decir, que su pontificado no sea un mandato marcado sólo por sus gestos entrañables y palabras bonitas, debidos a su arrojo porteño, sino sobre todo por la acción decisiva como la formación del G-8 de los cardenales.
Quevedo es Arzobispo de Cotabato, una diócesis relativamente desconocida (incluso entre muchos filipinos) en la isla de Mindanao en donde la convivencia de cristianos con los hermanos musulmanes no siempre ha sido fácil. Mindanao es isla de promesa y pobreza, una gran paradoja existencial. Su historia ha de escribirse con melodías sureñas, que evocan la mezcla de aires hispano-cristianos y de ritmos polinesio-musulmanes, y lamentaciones, por las epopeyas continuas de luchas y derramamiento de sangre.
Ahí hay de todo: cristianos, musulmanes, separatistas, terroristas, fundamentalistas pero, a Dios gracias, abunda la buena gente, pobre la gran mayoría sí, pero esta buena gente es un pueblo esperanzado. Ellos viven todos los días la paradoja de promesa y pobreza, marcada por la violencia -de hecho la gran masacre de 50 y tantas personas del 23.11.09 (Maguindanao Massacre) ocurrió cerca de la diócesis de Quevedo en territorio musulmán- pero siempre apostando por la paz y por un futuro esperanzador compartido como hermanos, a pesar de los pesares. ¡Ahí está la grandeza de Mindanao cuya epopeya es un grito por la paz que pronto ha de convertirse en cántico de amor fraterno!
Yo no esperaba la púrpura para Quevedo. Bueno, me dije al escuchar el anuncio del papa tras el Ángelus del 12.1.14, por lo menos la elevación de Quevedo no es un ‘capelo de consolación’, como lo es en el caso de algunos prelados ya mayores y remilgados. Espero que este sistema desaparezca con este papa si bien supondrá muchas dificultades. Deseo que el hermano Francisco honre a los que se lo merezcan cuando todavía pueden votar (y dar guerra, si fuera menester).
Pensé, como muchos, que el nuevo cardenal filipino iba a ser el titular de la Archidiócesis de Cebú, tradicionalmente (desde 1969) sede cardenalicia porque su Arzobispo también tiene fama de ser buen hombre, intelectual y pastor (si bien es aficionado del Rito Extraordinario del Misal Romano). Muchos dicen que, por fin, la Santa Sede reconoce la importancia de la iglesia en Mindanao.
Como bien se sabe, en su visita de estado al papa Juan Pablo II el 18.6.88, la presidenta Corazón Aquino le comentó al Sumo Pontífice la posibilidad de tener un tercer cardenal para la isla de Mindanao, ya que Manila, desde 1960 (para la isla de Luzón), y Cebú a partir de 1969 (para las islas visayas), eran sedes cardenalicias.
Tengo entendido de que los Cardenales de Manila (Sin) y Cebú (Rosales) ya pedían al Santo Padre un tercer cardenal filipino para Mindanao. El 28.6.91, Juan Pablo II nos dio nuestro tercer cardenal: Mons. José T. Sánchez. Mas éste no era de Mindanao sino de la curia romana y fue Prefecto de la Congregación para el Clero hasta su jubilación en 1996.
Hace poco, un distinguido miembro del Senado Filipino dirigió un escrito a la Nunciatura en Manila exigiendo una respuesta su pregunta de por qué Filipinas sólo tenía dos cardenales. Tras una larga historia conflictiva entre clerecía y frailocracía, entre imperialismo y nacionalismo, algunos filipinos, hasta la fecha, piensan que tienen derecho a imponer sus propios criterios sobre entidades internacionales o religiosas como la Santa Sede.
Personalmente, pienso que esta elevación es más bien un premio hacia la persona si bien no dudo de que el papa quiera aprovechar la ocasión para honrar a la iglesia en Mindanao (léase en segundo lugar). Quevedo, obispo desde 1980 y que ejerció su ministerio episcopal en Mindanao, salvo por una paréntesis de 12 años (1986-1998) cuando era nombrado Arzobispo de Nueva Segovia (con sede en Ilocos Sur), es un pensador y pastor reconocido.
Amén de ser Secretario de la Panconferencia de Conferencias Episcopales de Asia (Federation of Asian Bishops’ Conferences o FABC), fue también presidente de la Conferencia Episcopal Filipina. Es el primer cardenal religioso de Filipinas (es Misionero Oblato de María Inmaculada). Recuérdese que el actual Sumo Pontífice es también un religioso.
En el Sínodo de Obispos de 1994 (dedicado a la Vida Consagrada), recibió el mayor número de votos para formar parte del Consejo General de la Secretaría. Tiene en su haber varias publicaciones (artículos) que ponen de manifiesto su inteligencia abierta, coherencia cristiana y formación respetable (tiene un Máster en Pedagogía Religiosa por el Colegio de los Oblatos en Washington, D.C.).
Es un hombre honrado cuya comparecencia, junto con otros obispos, ante el Senado Filipino en julio de 2011 por acusaciones infundadas de haber recibido coches de lujo del gobierno de la anterior presidente Arroyo, no ha mermado para nada su prestigio. Quevedo admitió que recibió un vehículo del gobierno de Arroyo mas no era un coche de lujo sino un vehículo (todoterreno) que se utilizó para los proyectos de CARITAS dentro de su diócesis.
Alguien que conozca Mindanao comprenderá la necesidad para estos tipos de vehículos sobre todo para la labor evangelizadora en diócesis rurales cuyos caminos son un auténtico via crucis. Algunos, del gobierno actual, que ha encarcelado a Arroyo por supuesta corrupción, querían utilizar a esos obispos filipinos como chivos expiatorios. Este intento no prosperó. Querían salpicarles a Quevedo y cía, incluso hacerles daño moral. Pero salieron ilesos de una contienda que carecía de sentido. El prestigio de Quevedo y el de los otros obispos implicados quedan intactos.
Sin duda, el entonces Mons. Bergoglio, por lo menos desde el Sínodo de 1994, se fijó en este hombre, «que huele a sus ovejas», incluso hasta el punto de ser casi víctima de un atentado cuando al terminar la homilía en una iglesia en su diócesis explotó una bomba. Por casualidad, este obispo es también pastor de una iglesia en las periferias, de una diócesis no cardenalicia (pero esto no significa que Cotabato sea a partir de ahora diócesis cardenalicia como Manila, Cebú, Madrid, París, Venecia, Nueva York).
Por todo ello queda patente el talante evangélico del nuevo papa. Fiel a su cometido evangélico de querer una iglesia de y para los pobres y que sale de sí misma para encontrarse con los más pequeños en las periferias, mañana el papa Francisco le impondrá la birreta roja, a un evangelizador que se ha dejado evangelizar por los pobres (desde su vocación como Misionero Oblato), teólogo (por su formación, intervenciones y publicaciones), pastor (por sus muchos años de sacerdote y obispo), mediador eclesial (por su participación relevante en el Sínodo de 1994 y en las conferencias episcopales asiáticas y filipina) hombre de paz y de diálogo interreligioso (reconocido tanto por cristianos como por musulmanes y otros grupos tribales).
Y el color del Sacro Colegio, que evoca la Sangre de Cristo, no es sólo un recordatorio para el neocardenal sino que él mismo es testigo difícil de igualar del significado de dicho color, pues le ha tocado ser obispo en tiempos difíciles desde los tiempos de Marcos para acá y en unos lugares difíciles: Kidapawan (diócesis sufragánea de Cotabato), donde fue obispo de 1980 a 1986 y Cotabato, de la que es arzobispo desde 1998.
Aplaudo la elevación de este hombre renombrado de la iglesia filipina. En unas declaraciones recientes, afirmó que este nuevo honor era para el pueblo («What´s in it for the people?») y no era para él. Añadió en la misma entrevista que quería una iglesia al servicio del pueblo, al servicio del Reino de Dios. Pocos prelados filipinos han podido servir al Reino de Dios de manera eficaz, no desde el privilegio de encontrarse en ciudades importantes sino desde la periferia conviviendo con los más pobres y marginados, como Quevedo.
Por fin, con él, quizá podamos escribir un nuevo capítulo en la historia de la iglesia filipina no desde la óptica de una iglesia privilegiada, como suele hacerse, sino desde la de una iglesia necesitada, hasta el punto de tener que hacer un pacto con el diablo o de aceptar donativos por sus proyectos de caridad de un gobierno cuyas intenciones dejaban mucho que desear.
Nuestros parabienes al nuevo cardenal filipino, y a todos los nuevos cardenales aunque, como todos bien sabemos, el Sacro Colegio no tiene orígenes evangélicos. En general, el perfil de estos neopurpurados es impresionante y merecería la pena dedicar unas líneas sobre cada uno de ellos. No obstante el origen secular del Sacro Colegio, con el papa Francisco, espero que «nuestros» purpurados -son todos nuestros porque dejan de ser sólo para sus respectivas diócesis o naciones- sean signo de la luz del evangelio, sobre todo para los más pequeños, los verdaderos privilegiados a los ojos de Jesús, en este mundo oscurecido por egoísmos y privilegios.
Por eso, también pido que se haga algo digno y respetuoso respecto a aquel cardenal impresentable por cuyo nacionalismo exacerbado no sabía respetar a los más pequeños, ni a los que trabajan por éstos, de su país.