Mediante nuestro testimonio común de la Buena Nueva del Evangelio, podemos ayudar a los hombres de nuestro tiempo a redescubrir el camino que lleva a la verdad, a la justicia y a la paz
(José M. Vidal/ J. Bastante).- Gesto histórico sin precedentes. Francisco y Bartolomeo rezan juntos en el Santo Sepulcro ante la tumba vacía por vez primera en la historia desde la división de las dos grandes ramas del cristianismo, firman una declarción conjunta y escuchan de la boca de Bergoglio la propuesta para ejercer de una manera nueva el primado de Pedro en aras de la unidad de todos los cristianos.
Pedro y Andrés se vuelven a abrazar, recordando el abrazo de hace 50 años entre Pablo VI y Atenágoras. ¿La unidad de los cristianos puede ser una realidad a corto plazo?
El Santo Sepulcro, dividido en múltiples estancias de las diversas confesiones se une por una vez. Coptos, armenios, etíopes, griegos, ortodoxos y católicos rezan unidos. Presididos por sus dos máximos líderes: Francisco y Bartolomeo. Ante el sepulcro, en torno al cual comenzaron guerras y divisiones, y desde el cual recomienza siempre la búsqueda de la unidad.
Suenan las campanas, esperando al Papa y al Patriarca, que llegan con una hora de retraso. Acaban de firmar una declaración conjunta por la unidad.
Bajan juntos las escaleras, agarrados de la mano: ninguno de los dos es joven, y sin embargo, asumen con ilusión la tarea de la reconciliación entre los seguidores de Jesús. En el lugar donde fue crucificado el Salvador.
Se nota que el Papa está visiblemente emocionado: es la primera vez que visita el Santo Sepulcro. Ambos oran en silencio, entre cánticos griegos, junto a la piedra en la que, según la tradición, fue alojado el cuerpo de Jesús. Más de un milenio después, no es una quimera ver a cristianos orar, celebrar, compartir en comunión los misterios de la fe.
Francisco observa con atención todos y cada uno de los rincones del Santo Sepulcro. Una estancia preciosa, que refleja como ninguna otra las distintas formas de vivir el Cristianismo. Y, también, la división que, a diario, impide que se celebren a la vez, en el mismo lugar, distintas liturgias ortodoxas, armenias, coptas o católicas.
El encuentro ecuménico arranca con un recuerdo emocionado a los 50 años del encuentro entre Atenágoras y Pablo VI, y una petición para que los seguidores del Señor trabajen juntos por la paz. «Bienvenidos Papa Francisco y Patriarca Bartolomeo, en la Gloria de Jesús resucitado», arranca el acto, que clama por la reconciliación entre los cristianos.
En los últimos 50 años hemos visto los frutos del diálogo teológico entre las confesiones cristianas, reconocen, pese a las diferencias. «Rezamos no sólo por la unión de nuestras confesiones, sino por la paz en el mundo, y particularmente por la paz en esta región», continúa el discurso de bienvenida del custodio del Santo Sepulcro, haciendo especial hincapié en Siria.
«No seamos hombres de muerte, seamos hombres y mujeres de Resurrección, de vida», afirma el Papa, quien reclamó un «apremiante llamado a la unidad. Todos sois mis hermanos».
«No podemos negar las divisiones que existen entre los discípulos de Jesús»
«A los 50 años del abrazo entre Pablo VI y Atenágoras, reconozcamos el paso tan importante para la unidad»
«Las diferencias no nos deben asustar ni paralizar nuestro camino»
«Como se removió la piedra del sepulcro, podrán moverse todas las piedras que iimpiden el camino de la comunión»
«Pidámonos perdón los unos a los otros por los pecados cometidos en los conflictos entre cristianos, y que tengamos el coraje de pedir y ofrecer nuestro perdón. Si no, no tendremos experiencias de nuestra Resurrección»
«Tengamos el coraje de entender la Iglesia como un diálogo con todos los hermanos en Cristo, para encontrar una forma de ejercicio del ministerio propio del Obispo de Roma que, en conformidad con su misión, se abra a una situación nueva, y pueda hacer, en el contexto actual, un servicio de amor y comunión reconocido por todos»
«Nuestro recuerdo vaya para el Medio Oriente. En nuestra oración, tantos hombres y mujeres que en diversas partes del planeta sufren por la guerra, la pobreza o el hambre. Así como por la persecución de millones de cristianos por distintas causas. Cuando cristianos sufren juntos, se prestan unos a otros ayuda, se realiza un ecumenismo del sufrmiento, el ecumenismo de la sangre, que posee una particular eficacia, no sólo por el contexto, sino por la comunión de los santos, para toda la Iglesia».
«Cuando nos persigan por odio a la fe, no nos preguntamos si son ortodoxos o católicos: son cristianos. Es sangre cristiana»
«Hermanos queridísimos: abramos nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo, al espíritu del amor, para caminar juntos para que llegue el día de la comunión plena. Y que nos sintamos unidos en la oración que Jesús elevó en la víspera de su pasión. Que sean una sola cosa, para que el mundo crea. Y cuando la desunión nos haga pesimistas, caminemos todos bajo el manto de la santa madre de Dios»
El acto, como no podía ser de otra manera, concluyó con el rezo conjunto del Padre Nuestro.
Palabras del Papa en la celebración ecuménica
En esta Basílica, a la que todo cristiano mira con profunda veneración, llega a su culmen la peregrinación que estoy realizando junto con mi amado hermano en Cristo, Su Santidad Bartolomé. Peregrinamos siguiendo las huellas de nuestros predecesores, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras, que, con audacia y docilidad al Espíritu Santo, hicieron posible, ha-ce cincuenta años, en la Ciudad santa de Jerusalén, el encuen-tro histórico entre el Obispo de Roma y el Patriarca de Cons-tantinopla. Saludo cordialmente a todos los presentes. De modo particular, agradezco vivamente a Su Beatitud Teófilo, que ha tenido a bien dirigirnos unas amables palabras de bienvenida, así como a Su Beatitud Nourhan Manoogian y al Reverendo Padre Pierbattista Pizzaballa, que hayan hecho posible este momento.
Es una gracia extraordinaria estar aquí reunidos en oración. El Sepulcro vacío, ese sepulcro nuevo situado en un jardín, donde José de Arimatea colocó devotamente el cuerpo de Jesús, es el lugar de donde salió el anuncio de la resurrección: «No tengan miedo, ya sé que buscan a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho. Vengan a ver el sitio donde yacía y vayan aprisa a decir a sus discípulos: ‘Ha re-sucitado de entre los muertos'» (Mt 28,5-7). Este anuncio, confirmado por el testimonio de aquellos a quienes se apareció el Señor Resucitado, es el corazón del mensaje cristiano, trasmitido fielmente de generación en generación, como afirma desde el principio el apóstol Pablo: «Lo primero que les transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1 Co 15,3-4). Lo que nos une es el fundamento de la fe, gracias a la cual profesamos juntos que Jesucristo, unigénito Hijo del Padre y nuestro único Señor, «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos» (Símbolo de los Apóstoles). Cada uno de nosotros, todo bautizado en Cristo, ha resucitado espiritualmente en este sepulcro, porque todos en el Bautismo hemos sido realmente incorporados al Primogénito de toda la creación, sepultados con Él, para resucitar con Él y poder caminar en una vida nueva (cf. Rm 6,4).
Acojamos la gracia especial de este momento. Detengámonos con devoto recogimiento ante el sepulcro vacío, para redescubrir la grandeza de nuestra vocación cristiana: somos hombres y mujeres de resurrección, no de muerte. Aprendamos, en este lugar, a vivir nuestra vida, los afanes de la Iglesia y del mundo entero a la luz de la mañana de Pascua. El Buen Pastor, cargando sobre sus hombros todas las heridas, sufrimientos, dolores, se ofreció a sí mismo y con su sacrificio nos ha abierto las puertas a la vida eterna. A través de sus llagas abiertas se derrama en el mundo el torrente de su misericordia. ¡No nos dejemos robar el fundamento de nuestra esperanza! ¡No privemos al mundo del gozoso anuncio de la Resurrección! Y no hagamos oídos sordos al fuerte llamamiento a la unidad que resuena precisamente en este lugar, en las palabras de Aquel que, resucitado, nos llama a todos nosotros «mis hermanos» (cf. Mt 28,10; Jn 20,17).
Ciertamente, no podemos negar las divisiones que todavía hay entre nosotros, discípulos de Jesús: este lugar sagrado nos hace sentir con mayor dolor el drama. Y, sin embargo, cincuenta años después del abrazo de aquellos dos venerables Padres, hemos de reconocer con gratitud y renovado estupor que ha sido posible, por impulso del Espíritu Santo, dar pasos realmente importantes hacia la unidad. Somos conscientes de que todavía queda camino por delante para alcanzar aquella plenitud de comunión que pueda expresarse también compartiendo la misma Mesa eucarística, como ardientemente deseamos; pero las divergencias no deben intimidarnos ni paralizar nuestro camino. Debemos pensar que, igual que fue movida la piedra del sepulcro, así pueden ser removidos todos los obstáculos que impiden aún la plena comunión entre nosotros. Será una gracia de resurrección, que ya hoy podemos pregustar. Siempre que nos pedimos perdón los unos a los otros por los pecados cometidos en relación con otros cristianos y tenemos el valor de conceder y de recibir este perdón, experimentamos la resurrección. Siempre que, superados los antiguos prejuicios, nos atrevemos a promover nuevas relaciones fraternas, confesamos que Cristo ha resucitado verdaderamente. Siempre que pensamos el futuro de la Iglesia a partir de su vocación a la unidad, brilla la luz de la mañana de Pascua. A este respecto, deseo renovar la voluntad ya expresada por mis Predecesores, de mantener un diálogo con todos los hermanos en Cristo para encontrar una forma de ejercicio del ministerio propio del Obispo de Roma que, en conformidad con su misión, se abra a una situación nueva y pueda ser, en el contexto actual, un servicio de amor y de comunión reconocido por todos (cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 95-96).
Peregrinando en estos santos Lugares, recordamos en nuestra oración a toda la región de Oriente Medio, desgraciadamente lacerada con frecuencia por la violencia y los conflictos armados. Y no nos olvidamos en nuestras intenciones de tantos hombres y mujeres que, en diversas partes del mundo, sufren a causa de la guerra, de la pobreza, del hambre; así como de los numerosos cristianos perseguidos por su fe en el Señor Resucitado. Cuando cristianos de diversas confesiones sufren juntos, unos al lado de los otros, y se prestan los unos a los otros ayuda con caridad fraterna, se realiza el ecumenismo del sufrimiento, se realiza el ecumenismo de sangre, que posee una particular eficacia no sólo en los lugares donde esto se produce, sino, en virtud de la comunión de los santos, también para toda la Iglesia.
Santidad, querido Hermano, queridos hermanos todos, dejemos a un lado los recelos que hemos heredado del pasado y abramos nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo, el Espíritu del Amor (cf. Rm 5,5) y de la Verdad (cf. Jn 16,13), para marchar juntos hacia el día bendito en que reencontremos nuestra plena comunión. En este camino nos sentimos sostenidos por la oración que el mismo Jesús, en esta Ciudad, la vigilia de su pasión, elevó al Padre por sus discípulos, y que no nos cansamos, con humildad, de hacer nuestra: «Que sean una sola cosa… para que el mundo crea» (Jn 17,21).
Declaración común del Papa Francisco y del Patriarca Ecuménico Bartolomé I
1. Como nuestros venerables predecesores, el Papa Pablo VI y el Patriarca Ecuménico Atenágoras, que se encontraron aquí en Jerusalén hace cincuenta años, también nosotros, el Papa Francisco y el Patriarca Ecuménico Bartolomé, hemos querido reunirnos en Tierra Santa, «donde nuestro común Redentor, Cristo nuestro Señor, vivió, enseñó, murió, resucitó y ascendió a los cielos, desde donde envió el Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente» (Comunicado común del Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras, publicado tras su encuentro del 6 de enero de 1964).
Nuestra reunión -un nuevo encuentro de los Obispos de las Iglesias de Roma y Constantinopla, fundadas a su vez por dos hermanos, los Apóstoles Pedro y Andrés- es fuente de profunda alegría espiritual para nosotros. Representa una ocasión providencial para reflexionar sobre la profundidad y la autenticidad de nuestros vínculos, fruto de un camino lleno de gracia por el que el Señor nos ha llevado desde aquel día bendito de hace cincuenta años.
2. Nuestro encuentro fraterno de hoy es un nuevo y necesario paso en el camino hacia aquella unidad a la que sólo el Espíritu Santo puede conducirnos, la de la comunión dentro de la legítima diversidad. Recordamos con profunda gratitud los pasos que el Señor nos ha permitido avanzar.
El abrazo que se dieron el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras aquí en Jerusalén, después de muchos siglos de silencio, preparó el camino para un gesto de enorme importancia: remover de la memoria y de la mente de las Iglesias las sentencias de mutua excomunión de 1054.
Este gesto dio paso a un intercambio de visitas entre las respectivas Sedes de Roma y Constantinopla, a una correspondencia continua y, más tarde, a la decisión tomada por el Papa Juan Pablo II y el Patriarca Dimitrios, de feliz memoria, de iniciar un diálogo teológico sobre la verdad entre Católicos y Ortodoxos. A lo largo de estos años, Dios, fuente de toda paz y amor, nos ha enseñado a considerarnos miembros de la misma familia cristiana, bajo un solo Señor y Salvador,
Jesucristo, y a amarnos mutuamente, de modo que podamos confesar nuestra fe en el mismo
Evangelio de Cristo, tal como lo recibimos de los Apóstoles y fue expresado y transmitido hasta nosotros por los Concilios Ecuménicos y los Padres de la Iglesia.
Aun siendo plenamente conscientes de no haber alcanzado la meta de la plena comunión, confirmamos hoy nuestro compromiso de avanzar juntos hacia aquella unidad por la que Cristo nuestro Señor oró al Padre para que «todos sean uno» (Jn 17,21).
3. Con el convencimiento de que dicha unidad se pone de manifiesto en el amor de Dios y en el amor al prójimo, esperamos con impaciencia que llegue el día en el que finalmente participemos juntos en el banquete Eucarístico. En cuanto cristianos, estamos llamados a prepararnos para recibir este don de la comunión eucarística, como nos enseña san Ireneo de Lyon (Adv. haer., IV,18,5: PG 7,1028), mediante la confesión de la única fe, la oración constante, la conversión interior, la vida nueva y el diálogo fraterno. Hasta llegar a esta esperada meta, manifestaremos al mundo el amor de Dios, que nos identifica como verdaderos discípulos de Jesucristo (cf. Jn 13,35).
4. En este sentido, el diálogo teológico emprendido por la Comisión Mixta Internacional ofrece una aportación fundamental en la búsqueda de la plena comunión entre católicos y ortodoxos.
En los periodos sucesivos de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, y del Patriarca Dimitrios, el progreso de nuestros encuentros teológicos ha sido sustancial. Hoy expresamos nuestro sincero aprecio por los logros alcanzados hasta la fecha, así como por los trabajos actuales.
No se trata de un mero ejercicio teórico, sino de un proceder en la verdad y en el amor, que requiere un conocimiento cada vez más profundo de las tradiciones del otro para llegar a comprenderlas y aprender de ellas. Por tanto, afirmamos nuevamente que el diálogo teológico no pretende un mínimo común denominador para alcanzar un acuerdo, sino más bien profundizar en la visión que cada uno tiene de la verdad completa que Cristo ha dado a su Iglesia, una verdad que se comprende cada vez más cuando seguimos las inspiraciones del Espíritu santo.
Por eso, afirmamos conjuntamente que nuestra fidelidad al Señor nos exige encuentros fraternos y diálogo sincero. Esta búsqueda común no nos aparta de la verdad; sino que más bien, mediante el intercambio de dones, mediante la guía del Espíritu Santo, nos lleva a la verdad completa (cf. Jn 16,13).
5. Y, mientras nos encontramos aún en camino hacia la plena comunión, tenemos ya el deber de dar testimonio común del amor de Dios a su pueblo colaborando en nuestro servicio a la humanidad, especialmente en la defensa de la dignidad de la persona humana, en cada estadio de su vida, y de la santidad de la familia basada en el matrimonio, en la promoción de la paz y el bien común y en la respuesta ante el sufrimiento que sigue afligiendo a nuestro mundo.
Reconocemos que el hambre, la pobreza, el analfabetismo, la injusta distribución de los recursos son un desafío constante. Es nuestro deber intentar construir juntos una sociedad justa y humana en la que nadie se sienta excluido o marginado.
6. Estamos profundamente convencidos de que el futuro de la familia humana depende también de cómo salvaguardemos -con prudencia y compasión, a la vez que con justicia y rectitud- el don de la creación, que nuestro Creador nos ha confiado. Por eso, constatamos con dolor el ilícito maltrato de nuestro planeta, que constituye un pecado a los ojos de Dios.
Reafirmamos nuestra responsabilidad y obligación de cultivar un espíritu de humildad y moderación de modo que todos puedan sentir la necesidad de respetar y preservar la creación. Juntos, nos comprometemos a crear una mayor conciencia del cuidado de la creación; hacemos un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad a buscar formas de vida con menos derroche y más austeras, que no sean tanto expresión de codicia cuanto de generosidad para la protección del mundo creado por Dios y el bien de su pueblo.
7. Asimismo, necesitamos urgentemente una efectiva y decidida cooperación de los cristianos para tutelar en todo el mundo el derecho a expresar públicamente la propia fe y a ser tratados con equidad en la promoción de lo que el Cristianismo sigue ofreciendo a la sociedad y a la cultura contemporánea. A este respecto, invitamos a todos los cristianos a promover un auténtico diálogo con el Judaísmo, el Islam y otras tradiciones religiosas. La indiferencia y el desconocimiento mutuo conducen únicamente a la desconfianza y, a veces, desgraciadamente incluso al conflicto.
8. Desde esta santa ciudad de Jerusalén, expresamos nuestra común preocupación profunda por la situación de los cristianos en Medio Oriente y por su derecho a seguir siendo ciudadanos de pleno derecho en sus patrias. Con confianza, dirigimos nuestra oración a Dios omnipotente y misericordioso por la paz en Tierra Santa y en todo Medio Oriente.
Pedimos especialmente por las Iglesias en Egipto, Siria e Iraq, que han sufrido mucho últimamente. Alentamos a todas las partes, independientemente de sus convicciones religiosas, a seguir trabajando por la reconciliación y por el justo reconocimiento de los derechos de los pueblos. Estamos convencidos de que no son las armas, sino el diálogo, el perdón y la reconciliación, los únicos medios posibles para lograr la paz.
9. En un momento histórico marcado por la violencia, la indiferencia y el egoísmo, muchos hombres y mujeres se sienten perdidos. Mediante nuestro testimonio común de la Buena Nueva del Evangelio, podemos ayudar a los hombres de nuestro tiempo a redescubrir el camino que lleva a la verdad, a la justicia y a la paz. Unidos en nuestras intenciones y recordando el ejemplo del Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras, de hace 50 años, pedimos que todos los cristianos, junto con los creyentes de cualquier tradición religiosa y todos los hombres de buena voluntad reconozcan la urgencia del momento, que nos obliga a buscar la reconciliación y la unidad de la familia humana, respetando absolutamente las legítimas diferencias, por el bien de toda la humanidad y de las futuras generaciones.
10. Al emprender esta peregrinación en común al lugar donde nuestro único Señor Jesucristo fue crucificado, sepultado y resucitado, encomendamos humildemente a la intercesión de la Santísima siempre Virgen María los pasos sucesivos en el camino hacia la plena unidad, confiando a la entera familia humana al amor infinito de Dios.
«El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,25-26)
Jerusalén, 25 de mayo de 2014