Otra voz que grita fuerte es la de las víctimas de los conflictos en el mundo, que resuena muy cerca de aquí en una guerra atroz e inhumana
(José M. Vidal).- Pedro vuelve a abrazar a Andrés. Divina liturgia en la fiesta del trono de San Andrés, el fundador de la Iglesia de Constantinopla. Con la participación del Papa de Roma y del Patriarca de Constantinopla. Unidos en la oración y caminando hacia la «plena comunión», que, como dijo el Papa de Roma, «no es sumisión ni absorción». Unidad en la diversidad entre los dos hermanos en la fe
La pequeña catedral de San Jorge está a rebosar. El mismo templo que, en 2006, visitó Benedicto XVI. Llega el Papa y le colocan una estola roja y se sitúa en un trono, mientras el coro entona himnos.
Sale el Patriarca revestido con sus ornamentos litúrgicos, con tiara, y rodeado de sus jerarcas: 12 arzobispos de todo el mundo, que conforman el Santo Sínodo del trono patriarcal.
Se canta el Trisagio, con la coda del himno a San Andrés, para dar comienzo a la divina liturgia de San Juan Crisóstomo.
La liturgia comienza con la letanía universal, en la que se pide por «la paz de lo alto», por la paz del mundo y por la unión de las Iglesias o por la abundancia de los frutos de la tierra.
Se suceden las antífonas, que el Papa sigue con unción, asi como himnos antiquísimos. Los celebrantes entran en el santuario, reservado al clero.
A continuación se entona un himno dedicado, precisamente, al Papa de Roma.
El Patriarca bendice al pueblo con dos candelabros. Uno de tres velas (símbolo de la Trinidad) y otro de dos (símbolo de las dos naturalezas de Cristo), mientras el coro canta «santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, líbranos, Señor, de todo mal».
Proclamación de la epístola de Pablo a los Corintios. El Patriarca da la paz y, tras ello, se canta la perícopa del Evangelio de San Juan: «Rabí, ¿dónde moras?…Venid y ved…Fueron y vieron. Andrés encontró a su hermano Pedro y le dijo: ‘Hemos hallado al Mesías’…¡Tú eres Simón, hijo de Jonás, tu serás llamado Pedro».
Tras la liturgia de la Palabra, comienza la eucarística, con el canto del himno de los querubines, que tendrá su culminación en la anáfora.
A continuación, la entrada de los dones: pan y vino para la consagración.
El Patriarca recuerda a todos los Primados de las iglesias ortodoxas.
Continúa la liturgia, larga y solemne. El Patriarca sale del santuario para bendecir y da la paz al Papa de Roma, en un gesto inédito.
Tras la paz, la confesión de la fe del credo de Nicea-Constantinopla y la anáfora, para desembocar en la consagración.
Se llega así a la consagración, el momento más sagrado de la divina liturgia.
Después, el Patriarca reza por los demás metropolitanas y, después, cada uno de ellos reza, en su lengua respectiva, por Bartolomé.
El Papa de Roma reza el Padre Nuestro en latín. Y el Patriarca da la paz.
Comunión bajo las dos especies.
El Papa, concentrado y, quizás, un poco cansado. La celebración comenzó hace ya dos horas y todavía no ha terminado.
«Con temor de Dios, con fe y con amor, acercaos a recibir los santos dones», dice el diácono, invitando a la comunión.
El Patriarca da la comunión bajo las dos especies, con una larga cucharilla, ante la atenta mirada del Papa.
Y la liturgia se encamina hacia sus ritos finales.
El Patriarca sale del santuario, se coloca en el trono y da la bendiciòn final.
Y tras la liturgia, la alocución de Bartolomé
Algunas de sus frases
«Agradecemos el precioso don de su bendita presencia entre nosotros»
«Os abrazamos con el abrazo de la paz y del amor»
«Conservamos fresco el recuerdo con Su Santidad en Tierra Santa»
«Los paralelos y, a veces, enfrentados caminos de nuestras iglesias…»
«Hacer todo lo que esté de nuestra parte, para que se edifique la comunión en la fe común»
«Estamos en la via de Emaús, larga, pero sin retorno»
«Diálogo entre hermanos y no, como antes, entre adversarios»
«Os acogemos Santísimo hermano como portador del amor del apóstol Pedro al apóstol Andrés, el primer llamado»
«Esta fe que hemos conservado en común en Oriente y Occidente somos llamados a ponerla como base de nuestra unidad»
«Nuestra obligación no se limita al pasado, sino que se extiende al futuro»
«La Iglesia existe por y para el mundo y no para sí misma»
«El mundo vive el temor de la supervivencia y la agonía del mañana»
«Conflictos y enemistades, a veces, en nombre de Dios»
«¿Que planeta encontrarán las próximas generaciones para habitar, si el hombre moderno, con su avidez, lo destruye irremediablemente»
«Unos ponen la esperanza en la ciencia, en la tecnología o en la política…Se necesita la llamada de la reconciliación y de la justicia»
«Urge, como jamás, el camino hacia la unidad de los que evocan el nombre del Gran Pacificador»
«Santidad, sois predicador del amor, de la paz y de la reconciliación. Predicáis con vuestras palabras, pero sobre todo con vuestra sencillez y amor hacia todos»
«Inspiráis confianza en los desconfiados y esperanza en los desesperanzados…»
«Esperanza en el acercamiento entre nuestras dos grandes iglesias»
«Santo Hermano, la Iglesia de la ciudad de Constantino, que os acoge con amor y honor, lleva en sus hombros una pesada herencia y una responsabilidad para el presente y el futuro».
«Trabajamos para la preparación del Santo Concilio de la Iglesia ortodoxa para 2016 aquí»
«Pedimos para él vuestras oraciones»
«Desgraciadamente, la comunión eucarística rota no permite todavía un gran y común Concilio ecuménico. Rezamos, para que pronto sea restablecida la comunión plena»
«La unidad se está realizando ya en algunas regiones desgraciadamente a través del martirio»
«Bienvenido entre nosotros, muy querido hermano»
Alocución del Papa
Algunas frases
«Encontrarme hoy en esta iglesia es realmente una gracia singular que el Señor me concede»
«Mirarnos el rostro, etapas de ese camino hacia la plena comunión que pretendemos»
«Un verdadero diálogo es siempre un encuentro entre personas»
«La Verdad es la persona de Cristo»
«El ejemplo de Andrés nos muestra que la vida cristiana es una experiencia personal»
«El diálogo entre cristianos no puede sustraerse a esta lógica del encuentro personal»
«Las Iglesia ortodoxas tienen verdaderos sacramentos y sucesión apostólica»
«Es suma importancia conservar el riquísimo patrimonio de la Iglesia de Oriente, sus tradiciones litúrgicas y espirituales y canónicas»
«La plena comunión no significa si sumisión ni absorción, sino acogida de todos los dones que Dios nos ha dado a cada uno»
«Para llegar a la meta deseada de la plena unidad, la Iglesia católica no pretende imponer condición alguna»
«Lo único que desea la Iglesia católica es la comunión con las iglesias ortodoxas, que será siempre fruto del amor»
«Voces que piden a nuestras iglesias que vivan a fondo el ser discípulos de cristo»
«La primera de estas voces es la de los pobres»
«No podemos permanecer indiferentes ante los gritos de estos hermanos y hermanas»
«Nos piden no sólo ayuda material, sino que le ayudemos a recuperar su dignidad de personas humanas»
«Nos piden que luchemos contra las causas estructurales de la desigualdad y la falta de trabajo, techo y tierra»
Llamados a luchar como cristianos contra la globalización de la indiferencia»
«Otra voz que grita fuerte es la de las víctimas de los conflictos en el mundo, que resuena muy cerca de aquí en una guerra atroz e inhumana»
«Como el atroz atentado en la mezquita de Nigeria»
«Atentar en nombre de Dios es un pecado gravísimo contra Dios»
«Una tercera voz que nos interpela es la de los jóvenes, muchos de ellos viven sin esperanza»
«Buscan la alegría sólo en los bienes materiales o en las emociones del momento»
«Ellos nos piden que demos pasos adelante en la plena comunión»
«Queridísimo hermano, estamos ya en camino hacia la plena comunión»
«Pidamos a Dios el gran don de la plena unidad y la capacidad de acogerlo»
Texto íntegro del discurso del Papa
Como arzobispo de Buenos Aires, he participado muchas veces en la Divina Liturgia de las comunidades ortodoxas de aquella ciudad; pero encontrarme hoy en esta Iglesia Patriarcal de San Jorge para la celebración del santo Apóstol Andrés, el primero de los llamados, Patrón del Patriarcado Ecuménico y hermano de san Pedro, es realmente una gracia singular que el Señor me concede.
Encontrarnos, mirar el rostro el uno del otro, intercambiar el abrazo de paz, orar unos por otros, son dimensiones esenciales de ese camino hacia el restablecimiento de la plena comunión a la que tendemos. Todo esto precede y acompaña constantemente esa otra dimensión esencial de dicho camino, que es el diálogo teológico. Un verdadero diálogo es siempre un encuentro entre personas con un nombre, un rostro, una historia, y no sólo un intercambio de ideas.
Esto vale sobre todo para los cristianos, porque para nosotros la verdad es la persona de Jesucristo. El ejemplo de san Andrés que, junto con otro discípulo, aceptó la invitación del Divino Maestro: «Venid y veréis», y «se quedaron con él aquel día» (Jn 1,39), nos muestra claramente que la vida cristiana es una experiencia personal, un encuentro transformador con Aquel que nos ama y que nos quiere salvar. También el anuncio cristiano se propaga gracias a personas que, enamoradas de Cristo, no pueden dejar de transmitir la alegría de ser amadas y salvadas. Una vez más, el ejemplo del Apóstol Andrés es esclarecedor. Él, después de seguir a Jesús hasta donde habitaba y haberse quedado con él, «encontró primero a su hermano Simón y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías» (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,40-42). Por tanto, está claro que tampoco el diálogo entre cristianos puede sustraerse a esta lógica del encuentro personal.
Así pues, no es casualidad que el camino de la reconciliación y de paz entre católicos y ortodoxos haya sido de alguna manera inaugurado por un encuentro, por un abrazo entre nuestros venerados predecesores, el Patriarca Ecuménico Atenágoras y el Papa Pablo VI, hace cincuenta años en Jerusalén, un acontecimiento que Vuestra Santidad y yo hemos querido conmemorar encontrándonos de nuevo en la ciudad donde el Señor Jesucristo murió y resucitó.
Por una feliz coincidencia, esta visita tiene lugar unos días después de la celebración del quincuagésimo aniversario de la promulgación del Decreto del Concilio Vaticano II sobre la búsqueda de la unidad entre todos los cristianos, Unitatis redintegratio. Es un documento fundamental con el que se ha abierto un nuevo camino para el encuentro entre los católicos y los hermanos de otras Iglesias y Comunidades eclesiales.
Con aquel Decreto, la Iglesia Católica reconoce en particular que las Iglesias ortodoxas «tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún con nosotros con vínculo estrechísimo» (n. 15). En consecuencia, se afirma que, para preservar fielmente la plenitud de la tradición cristiana, y para llevar a término la reconciliación de los cristianos de Oriente y de Occidente, es de suma importancia conservar y sostener el riquísimo patrimonio de las Iglesias de Oriente, no sólo por lo que se refiere a las tradiciones litúrgicas y espirituales, sino también a las disciplinas canónicas, sancionadas por los Santos Padres y los concilios, que regulan la vida de estas Iglesias (cf., nn. 15-16).
Considero importante reiterar el respeto de este principio como condición esencial y recíproca para el restablecimiento de la plena comunión, que no significa ni sumisión del uno al otro, ni absorción, sino más bien la aceptación de todos los dones que Dios ha dado a cada uno, para manifestar a todo el mundo el gran misterio de la salvación llevada a cabo por Cristo, el Señor, por medio del Espíritu Santo. Quiero asegurar a cada uno de vosotros que, para alcanzar el anhelado objetivo de la plena unidad, la Iglesia Católica no pretende imponer ninguna exigencia, salvo la profesión de fe común, y que estamos dispuestos a buscar juntos, a la luz de la enseñanza de la Escritura y la experiencia del primer milenio, las modalidades con las que se garantice la necesaria unidad de la Iglesia en las actuales circunstancias: lo único que la Iglesia Católica desea, y que yo busco como Obispo de Roma, «la Iglesia que preside en la caridad», es la comunión con las Iglesias ortodoxas. Dicha comunión será siempre fruto del amor «que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado» (Rm 5,5), amor fraterno que muestra el lazo trascendente y espiritual que nos une como discípulos del Señor.
En el mundo de hoy se alzan con ímpetu voces que no podemos dejar de oír, y que piden a nuestras Iglesias vivir plenamente el ser discípulos del Señor Jesucristo.
La primera de estas voces es la de los pobres. En el mundo hay demasiadas mujeres y demasiados hombres que sufren por grave malnutrición, por el creciente desempleo, por el alto porcentaje de jóvenes sin trabajo y por el aumento de la exclusión social, que puede conducir a comportamientos delictivos e incluso al reclutamiento de terroristas. No podemos permanecer indiferentes ante las voces de estos hermanos y hermanas. Ellos no sólo nos piden que les demos ayuda material, necesaria en muchas circunstancias, sino, sobre todo, que les apoyemos para defender su propia dignidad de seres humanos, para que puedan encontrar las energías espirituales para recuperarse y volver a ser protagonistas de su historia. Nos piden también que luchemos, a la luz del Evangelio, contra las causas estructurales de la pobreza: la desigualdad, la falta de un trabajo digno, de tierra y de casa, la negación de los derechos sociales y laborales. Como cristianos, estamos llamados a vencer juntos a la globalización de la indiferencia, que hoy parece tener la supremacía, y a construir una nueva civilización del amor y de la solidaridad.
Una segunda voz que clama con vehemencia es la de las víctimas de los conflictos en muchas partes del mundo. Esta voz la oímos resonar muy bien desde aquí, porque algunos países vecinos están sufriendo una guerra atroz e inhumana. Turbar la paz de un pueblo, cometer o consentir cualquier tipo de violencia, especialmente sobre los más débiles e indefensos, es un grave pecado contra Dios, porque significa no respetar la imagen de Dios que hay en el hombre. La voz de las víctimas de los conflictos nos impulsa a avanzar diligentemente por el camino de reconciliación y comunión entre católicos y ortodoxos. Por lo demás, ¿cómo podemos anunciar de modo creíble el mensaje de paz que viene de Cristo, si entre nosotros continúa habiendo rivalidades y contiendas? (Pablo VI, Exhort. Ap., Evangelii nuntiandi, 77).
Una tercera voz que nos interpela es la de los jóvenes. Hoy, por desgracia, hay muchos jóvenes que viven sin esperanza, vencidos por la desconfianza y la resignación. Muchos jóvenes, además, influenciados por la cultura dominante, buscan la felicidad sólo en poseer bienes materiales y en la satisfacción de las emociones del momento. Las nuevas generaciones nunca podrán alcanzar la verdadera sabiduría y mantener viva la esperanza, si nosotros no somos capaces de valorar y transmitir el auténtico humanismo, que brota del Evangelio y la experiencia milenaria de la Iglesia. Son precisamente los jóvenes – pienso por ejemplo en la multitud de jóvenes ortodoxos, católicos y protestantes que se reúnen en los encuentros internacionales organizados por la Comunidad de Taizé – los que hoy nos instan a avanzar hacia la plena comunión. Y esto, no porque ignoren el significado de las diferencias que aún nos separan, sino porque saben ver más allá, son capaces de percibir lo esencial que ya nos une.
Santidad, estamos ya en el camino hacia la plena comunión y podemos vivir ya signos elocuentes de una unidad real, aunque todavía parcial. Esto nos reconforta y nos impulsa a proseguir por esta senda. Estamos seguros de que a lo largo de este camino contaremos con el apoyo de la intercesión del Apóstol Andrés y de su hermano Pedro, considerados por la tradición como fundadores de las Iglesias de Constantinopla y de Roma. Pidamos a Dios el gran don de la plena unidad y la capacidad de acogerlo en nuestras vidas. Y nunca olvidemos de rezar unos por otros.
Texto completo del discurso del Patriarca Bartolomé
Santísimo y amado Hermano en Cristo, Francisco, Obispo de Roma, Gloria y alabanza damos a nuestro Dios Trino que nos ha concedido la alegría inexpresable y el honor particular de la presencia personal de Vuestra Santidad, durante el festejo de este año de la memoria sagrada del fundador, a través de su predicación, de nuestra Iglesia, el Apóstol Andrés el Primer Llamado. Agradecemos cordialmente a Vuestra Santidad el precioso don de su bendita presencia entre nosotros, junto con su venerable Séquito. Con amor profundo y gran honor os abrazamos dirigiéndoos el cordial abrazo de la paz y del amor: «Gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rom 1,7). «Porque nos apremia el amor de Cristo» (2 Cor 5,14).
Todavía conservamos fresco en nuestro corazón el recuerdo de nuestro encuentro con Vuestra Santidad en la Tierra Santa en común peregrinaje piadoso al lugar donde nació, vivió, enseñó, padeció, resucitó y ascendió, allí donde estuvo antes, la Cabeza de nuestra fe, así como también el agradecido recuerdo del evento histórico del encuentro allí de nuestros inolvidables predecesores el Papa Pablo VI y el Patriarca Ecuménico Athenágoras. Aquel encuentro de ellos, hace ya cincuenta años, en la Santa Ciudad, cambió la dirección del curso de la historia; los paralelos y algunas veces enfrentados caminos de nuestras Iglesias se encontraron en la visión común del descubrimiento de la perdida de su unidad, el amor congelado ha vuelto a inflamarse y fue acelerada nuestra voluntad de hacer todo lo que esté de nuestra parte para que de nuevo se edifique nuestra comunión en la misma fe y en el Cáliz común. Desde entonces se abrió la vía de Emmaús, vía probablemente larga y algunas veces escabrosa, pero sin retorno, invisiblemente caminando junto con nosotros el Señor, hasta que Él se nos revele «en el partir el pan» (Luc 24,35).
Esta vía la han seguido desde entonces y la siguen todos los sucesores de estos inspirados jefes, instituyendo, bendiciendo y apoyando el diálogo de la caridad y de la verdad entre nuestras Iglesias para la elevación de los obstáculos acumulados por un milenio completo en las relaciones entre ellas, diálogo entre hermanos y no, como antiguamente, de adversarios, precisando con toda franqueza la palabra de la verdad, pero también respetándose recíprocamente como hermanos.
Dentro de este clima del camino común trazado por nuestros mencionados predecesores, os acogemos hoy también, Santísimo Hermano, como portador del amor del Apóstol Pedro a su hermano el Apóstol Andrés, el Primer Llamado, cuya memoria sagrada solemnemente celebramos hoy. Según costumbre sagrada, instituida y observada ya desde décadas por parte de las Iglesias de la Antigua y Nueva Roma, representaciones oficiales de ambas intercambian visitas durante la fiesta patronal de cada una de ellas, para que también a través este modo sea demostrada la hermandad carnal de los dos corifeos Apóstoles, que de común han conocido a Jesús y han creído en Él como Dios y Salvador. Esta común fe la han transmitido a las Iglesias que han fundado con su predicación y han santificado con su martirio. Esta fe han vivido y han dogmatizado los Padres comunes de nuestras Iglesias, reunidos desde oriente y occidente en Concilios Ecuménicos, heredándola en nuestras Iglesias como fundamento inquebrantable de nuestra unidad. Esta fe, que hemos conservado en común en el oriente y en el occidente por un milenio, somos llamados nuevamente a ponerla como base de nuestra unidad, de modo que «manteneos unánimes y concordes» (Fil 2,2) avanzamos junto con Pablo adelante «olvidando lo que queda atrás y lanzando hacia lo que está por delante» (cfr. Fil 3,14).
Porque en verdad, Santísimo Hermano, nuestra obligación no se limita en el pasado, sino que se extiende sobre todo y, especialmente en nuestros días, en el futuro. Porque, ¿para que vale nuestra fidelidad al pasado, si esto nada significa para el futuro? ¿Qué utilidad tiene nuestro orgullo por todo que hemos recibido, si todo esto no se traduce en vida para el hombre y el mundo de hoy y del mañana? «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» (Hebr 13,8), y su Iglesia viene llamada a tener su visión dirigida no tanto al ayer, sino al hoy y al mañana. La Iglesia existe por el mundo y por el hombre y no por si misma.
Nuestra visión dirigida al hoy no puede evitar nuestra agonía también para el mañana. «Luchas por fuera, temores por dentro» (2 Cor 7,5). Esta comprobación del Apóstol para su época, vale integra hoy también para nosotros. Porque, mientras todo el tiempo que nos ocupamos con nuestras contradicciones, el mundo vive el temor de la supervivencia, la agonía del mañana. ¿Como puede sobrevivir mañana una humanidad afligida hoy por muchas divisiones, conflictos y enemistades, muchas veces también en el nombre de Dios? ¿Cómo será repartida la riqueza de la tierra más justamente de modo que no viva mañana la humanidad una esclavitud más horrible, que jamás conoció antes? ¿Qué planeta encontrarán las próximas generaciones para habitar, si el hombre moderno con su avidez lo destruye cruel y irremediablemente?
Muchos ponen hoy sus esperanzas en la ciencia; otros en la política; otros en la tecnología. Pero ninguna de estas puede garantizar el futuro si el hombre no adopta la llamada de la reconciliación, del amor y de la justicia; la llamada de la aceptación del otro, del diferente, aún también del enemigo. La Iglesia de Cristo, que es la primera que ha enseñado y ha vivido esta predicación, debe aplicarla en primer lugar para sí misma «para que el mundo crea» (Juan 17,21). He aquí el porque urge como jamás en otro tiempo el camino hacia la unidad de los que invocan el nombre del gran Pacificador. He aquí el porque la responsabilidad de nosotros los cristianos es grande frente a Dios, a la humanidad y a la historia.
Santidad,
En el todavía breve recorrido a la cabeza de vuestra Iglesia os habéis mostrado ya en la conciencia de nuestros contemporáneos como predicador del amor, de la paz y de la reconciliación. Predicáis con vuestras palabras, pero sobre todo y principalmente con vuestra simplicidad, humanidad y amor hacia todos, con los cuales ejercitáis vuestro alto ministerio. Inspiráis confianza en los desconfiados, esperanza en los desesperados, expectación en aquellos que esperan una Iglesia afectuosa para todos. Además ofrecéis a vuestros hermanos Ortodoxos la esperanza que en vuestros días el acercamiento de nuestras dos grandes y antiguas Iglesias se continuará basándose sobre los firmes fundamentos de nuestra común tradición, la cual desde siempre observada y reconocía dentro de la estructura de la Iglesia un primado de amor, honor y servicio en el ámbito de la sinodalidad, de modo que «con una boca y un corazón» viene confesado Dios Trino y derramado Su amor por el mundo.
Santidad,
La Iglesia de la Ciudad de Constantino que por primera vez os acoge hoy con mucho amor y honor, como también con profundo reconocimiento, lleva en sus hombros una pesada herencia, como también una responsabilidad tanto para el presente como para el futuro. En esta Iglesia la Divina Providencia ha puesto, a través del orden instituido por parte de los sagrados Concilios Ecuménicos, la responsabilidad de la coordinación y de la expresión del consenso de las Santísimas Iglesias Ortodoxas locales. Dentro de esta responsabilidad trabajamos ya intensamente para la preparación del Santo y Gran Concilio de la Iglesia Ortodoxa, que se decidió fuera convocado aquí, con la benevolencia de Dios, dentro el año 2016. Las comisiones responsables trabajan ya febrilmente para la preparación de este gran evento en la historia de la Iglesia Ortodoxa, por el éxito del cual pedimos también vuestras oraciones.
Desgraciadamente, la comunión eucarística entre nuestras Iglesias, rota desde hace mil años, no permite todavía la constitución de un común Gran y Ecuménico Concilio. Rezamos que una vez restablecida la plena comunión entre ellas no tarde en resurgir también este gran e ilustre día. Hasta aquel bendito día, la participación de cada una de nuestras Iglesias en la vida sinodal de la otra será mostrada con el envío de observadores, como ya sucede, por medio de vuestra gentil invitación, durante los Sínodos de vuestra Iglesia, y como, esperamos, que sucederá también durante la realización, con la ayuda de Dios, del nuestro Santo y Gran Concilio.
Santidad,
Los problemas que la coincidencia histórica levanta hoy frente a nuestras Iglesias nos imponen que superaremos el girar en torno nosotros mismos, para afrontarlos con la más estrecha colaboración posible. Los modernos perseguidores de los cristianos no preguntan a qué Iglesia pertenecen sus víctimas. La unidad, por la cual nos comprometemos, se realiza ya en algunas regiones, desgraciadamente, a través del matririo. Tendamos en común la mano al hombre moderno, la mano del único que puede salvarlo a través Su Cruz y Su Resurrección. Con estos pensamientos y sentimientos expresamos también ahora la alegría por la presencia entre nosotros de Vuestra Santidad, agradeciéndola y rezando al Señor que por las intercesiones del celebrado hoy, el Apóstol Primer Llamado y de su hermano en carne Pedro Protocorifeo, proteja Su Iglesia y la conduzca al cumplimiento de Su santa voluntad. ¡Bienvenido entre nosotros, muy querido Herman