Por ahora Libia está dividida en dos. Es terrible, porque no se vislumbra la posibilidad de una reconciliación
Armas al alcance de todos, secuestros, atentados, occidentales que abandonan el país, escombros por todas partes y miedo, muchísimo miedo. Este es el ambiente que se respira hoy en Trípoli, la azotada capital de Libia, que desde la revolución popular contra el coronel Gadafi no ha vuelto a levantar cabeza. Hay una parada de armas en pleno centro, cerca de la antigua Plaza Verde, ahora rebautizada como Plaza de los Mártires.
El propietario ha colocado una rejilla en la acera y expone a la luz del sol armas de todo tipo: pistolas, fusiles de francotirador y especialmente Kalashnikovs, que aquí es el arma más popular. Actualmente por un modelo nuevo se pagan hasta mil o mil 500 dólares, mientras que en los años dorados de la revolución, en 2011 y 2012, es decir, cuando se vaciaron los arsenales de Gadafi, los Kalashnikovs se vendían a 200 o 250 euros.
Así es como funciona la ley del mercado. Con la creciente inseguridad que se vive hoy en Libia, la demanda de armas se ha disparado. Además, las milicias han dejado atrás los días de hermandad revolucionaria y luchan entre ellas para hacerse con el control del territorio palmo a palmo. Nadie puede permitirse el lujo de estar desarmado. «¿Tú qué harías?», dice sonriendo Hafed, empleado de banca, exhibiendo la pistola que esconde bajo el asiento del coche.
«¿Tú no intentarías defender a tu familia? Amigo, aquí estamos en guerra otra vez«. La paradoja es que, a primera vista, no se ven muchas armas alrededor. No en Trípoli, al menos, que es una excepción por los dos ligeros puestos de control que hay en la entrada y en la salida de la ciudad.
Aquí se intenta que las ametralladoras pasen desapercibidas: las esconden bajo una manta militar para no llamar la atención. Los nuevos señores de Trípoli, es decir, los políticos y los milicianos de Misurata, no quieren que los locales y los pocos extranjeros que no se han ido se den cuenta de que la capital está militarizada por enésima vez.
En pocas palabras, no quieren que los perciban como a los nuevos usurpadores. Y hay que decir que lo consiguen. Los habitantes de Misurata han dado alas a una coalición político-militar llamada Fajr Libya (Amanecer de Libia), que agrupa a un conjunto de poderosos aliados de orientación islamista. Fajr Libya, que apoya al gobierno en Trípoli -no reconocido por la comunidad internacional pero legitimado por sentencia del Tribunal Supremo de Libia-, está enfrentado a Karama (Operación Dignidad), coalición cuyo objetivo es expulsar de Libia a los fundamentalistas islámicos y que tiene como líder al general Khalifa Haftar, exhombre de Gadafi.
Karama apoya al gobierno que salió de las elecciones de junio pasado, que después fueron invalidadas por el Tribunal Supremo, y que está exiliado en Tobruk. En julio de 2014 Fajr Libya desató una masiva ofensiva en Trípoli y expulsó del poder a los aliados de Haftar. Desde entonces es el dueño indiscutible de la ciudad y de sus alrededores.
«Gracias a Dios, ahora las cosas están un poco mejor«, dice Alessia, una de los poquísimos occidentales que se han quedado en Trípoli. «Durante varios meses mi hijo y yo nos hemos visto obligados a atrincherarnos en casa. Sin electricidad, sin gas, sin gasolina, y después incluso sin alimentos. Poco a poco la ciudad se ha apagado, y nosotros con ella. Se oían sólo disparos, día y noche. Y mi hijo me preguntaba: ´Mamá, ¿cuándo terminará esto?´».
Alessia y su hijo fueron testigos directos de la histórica batalla del aeropuerto internacional de Trípoli, que comenzó el 13 de julio y se prolongó durante más de un mes, hasta el 23 de agosto. A un lado de milicianos de Misurata, en el otro los de Zintan, aliados de Haftar, que se habían hecho con el control del aeropuerto -por los beneficios del tráfico de pasajeros y de las adunas- en 2012, después de la caída del régimen, por la fuerza y sin ninguna orden oficial. «De la noche al día se nos vino el mundo abajo», dice Alessia, que trabaja en una compañía de expediciones ítalo-libia y que vive con su hijo a pocos kilómetros del aeropuerto.
«Era el mes de Ramadán y todo parecía tranquilo. No se veían milicianos. Entonces, de repente, nos encontramos en el infierno», recordó. «La gente estaba agotada porque la batalla se extendió a los barrios de aquí, de nuestro alrededor. Todos los días vivíamos pendientes de si los combates se estaban acercando«, añade.
Hoy su hijo, Giovanni, cumple 14 años. Y a ella le hace mucha ilusión celebrarlo con un pastel y velas para que su hijo pueda apagarlas con sus amigos. «No podemos conformarnos con esta situación», explica. «Hay que tratar de exorcizar el miedo y esta sensación de inseguridad permanente en la que nos obligan a vivir». Pero son muy pocos los que piensan como ella.
La comunidad occidental, que había vuelto a Libia con cuentagotas al final de la revolución, se ha reducido muchísimo por culpa de la violencia y en especial de los secuestros, que están a la orden del día. Lo demuestra la desaparición el 6 de enero de un médico europeo que trabajaba desde hacía unos 10 días en una clínica privada de Trípoli. En poco más de un año se han registrado decenas de secuestros de occidentales, casi siempre con una petición de rescate. La única embajada occidental que permanece abierta en Trípoli es la italiana, que ofrece servicios básicos a los ciudadanos occidentales.
El personal diplomático vive desde hace tiempo atrincherado en un hotel que está a pocos metros de la embajada. Para completar un panorama ya de por sí dramático, los atentados son frecuentes. El peor fue el del Hotel Corinthia, en pleno centro de Trípoli, que tuvo lugar el 27 de enero. Dos coches bomba fueron detonados cerca del primer puesto de control del hotel, y al menos cuatro hombres armados abrieron fuego contra los guardias que estaban en la entrada, tres de los cuales murieron en el tiroteo. Los sistemas de seguridad no funcionaron y los atacantes consiguieron penetrar en la estructura.
Disparaban al azar y mataron a por lo menos cinco personas: un ciudadano estadunidense, un francés, dos mujeres filipinas y un surcoreano. Los posibles objetivos de los terroristas podrían ser múltiples: delegaciones comerciales y diplomáticas extranjeras que encontraron en el hotel una sede provisional, o el primer ministro del gobierno que cuenta con el apoyo de Fajr Libya, Omar al-Hasi, que en el momento del ataque estaba en una habitación del 22 piso y que consiguió huir por una de las salidas secundarias. Todavía no está claro quienes son los responsables de este atentado al estilo militar.
Los representantes de Fajr Libya acusaron inmediatamente a «los leales al régimen de Gadafi», en referencia a las milicias dirigidas por el general Haftar. Pero es una acusación de la que no existe ninguna prueba. Un post en Twitter, en cambio, ha reivindicado «el ataque por parte del Estado Islámico de Trípoli y provincia», y afirma además que «los héroes del Califato atacaron el hotel», porque es «la sede de empresas de seguridad de los cruzados».
La presencia del Estado Islámico en el país ya es un hecho: hay grupos y células que operan en diferentes áreas. En la catedral de San Francisco se puede respirar un poco de «normalidad». La gente llega con cuentagotas, con la cabeza baja y a paso ligero. Son los pocos extranjeros católicos que siguen en Trípoli, un puñado de valientes que se obstinan en creer en el futuro del país. Muchos otros, en cambio, han perdido la esperanza.
El obispo de Trípoli, monseñor Martinelli, vive en Libia desde hace 30 años y nunca se ha rendido. No se marchó tampoco durante la revolución. Pero ante la nueva ola de violencia que está causando estragos en el país, levanta los brazos en señal de rendición: «No se ponen de acuerdo entre ellos; imagínate que han hecho de Libia dos países, uno distinto del otro. Es terrible. Es como si en una familia dos hermanos se separan».
«Ojalá consigamos restaurar cierta normalidad lo antes posible», confiesa el obispo. «Por ahora Libia está dividida en dos. Es terrible, porque no se vislumbra la posibilidad de una reconciliación. Además, desde el extranjero es difícil descifrar la situación que estamos viviendo». «Tanto los unos como los otros nos piden apoyo», dice Martinelli. «¿Pero cómo podemos elegir? Nosotros estamos a favor de la unidad de Libia y nos duele ver tantas divisiones. Son los libios los que tienen que resolver sus diferencias antes de que sea demasiado tarde».
(RD/Agencias)