Las niñas bailan como flores ante la hostia y le lanzan flores rojas
(José Manuel Vidal, enviado especial a Battambang)-. Sentado tras el altar, monseñor Kike Figaredo sonríe y mira complacido a su gente. Es misa de domingo en Battanbang. En el altar le acompañan su vicario general, padre José Banaynal (Totet) y los tres curas de Mensajeros de La Paz que están de visita: Julio Millán, Ricardo Fernández y José Vicente Rodríguez. En primera fila de la asamblea, una quincena de nuevos bautizados, que acaban de recibir el bautismo de la kromá (el pañuelo típico camboyano), que los incorpora a la comunidad. La familia de los hijos de Dios en Battambang sigue creciendo y se proyecta hacia el futuro.
De hecho, el 75 por ciento de la asamblea es gente joven. Apenas hay ancianos. Aquí, la esperanza de vida no llega a los 65 años y, además, muchos fueron víctimas del cruento régimen de Pol Pot, que dejo más de dos millones de muertos en el país de 1974 al 1979.
País de jóvenes y de gente hermosa. «Aquí pobreza y belleza van de la mano», dice el obispo, cuando nos asombramos de lo guapos que son las y los camboyanos. Y no sólo son guapos, sino que se mueven con una elegancia innata. Como bailarinas de eterna sonrisa. Porque la sonrisa nunca se borra de sus rostros. Y su sempiterna amabilidad, plasmada en su continuo gesto de saludo, que escenifican, juntando las manos delante de la cara, inclinando la cabeza y diciendo:
–Chum riep sua (hola, cómo estás).
Para despedirse, repiten el gesto, esta vez acompañado de la frase orkum charam (gracias).
Abren la procesión de entrada de la misa las bailarinas, seguidas de los recién bautizados y del obispo con los curas. Al igual que en las mezquitas, aquí también se descalzan para entrar en las iglesias. Desde los fieles a los curas, pasando por el obispo. Monseñor Figaredo, el obispo de los pies descalzos.
En la catedral no hay bancos ni sillas. La gente se sienta sobre esterillas en el suelo. Y los curas, en sus correspondientes banquetas, también celebran sentados durante toda la ceremonia, excepto cuando se levantan para dar la comunión.
La misa de este domingo es la de los nuevos cristianos. Diecinueve niños abandonados y recogidos por monseñor Figaredo en la casa-hogar de Lidy. Sólo bautizan a adultos o a los hijos de familias cristianas. Y estos niños forman parte de la gran familia acogida en los hogares que el obispo asturiano tiene en su prefectura. «Negarles el bautismo sería considerarlos cristianos de segunda», explica monseñor.
El Padre Totet presenta a los recién bautizados a la asamblea, que los acoge con una sentida ovación. No es fácil hacerse católico en un país donde el 90 por ciento de la población es budista. Pero también aquí se siembra la Palabra y da frutos abundantes el mensaje de Jesús. Precisamente la lectura del evangelio de hoy es la parábola del grano de mostaza (Mc. 4, 26-34).
Después, monseñor Figaredo presenta a los visitantes españoles, también aplaudidos por la asamblea. La misa es sencilla, pero solemne a la vez. Con la elegancia innata de esta gente, cultivada por un obispo esteta y artista como Figaredo. Todo está cuidado al detalle, pero sin caer en formalismo o ritualismos. Todo discurre con elegancia normalizada. Desde la música a las intervenciones de la gente, pasando por el baile de las niñas.
Dos bailes preciosos, que ejecutan mirando al altar y a la asamblea durante el Santo y el Padre Nuestro. Parecen flores meciéndose para Dios. Además, durante la consagración, mientras el prelado levanta la hostia (grande, enorme, para que se vea bien a Cristo) y se la presenta a la gente arrodillada, las niñas le lanzan pétalos de la flor roja del «flamboyant» o árbol de fuego. De fondo suena el ‘Ubi caritas’.
La ceremonia dura unas dos horas, que se pasan volando. La gente la vive en profundo silencio orante, sin apenas moverse. Hasta los niños están quietos y atentos. En la homilía, el padre Totet glosa la importancia de la vida diaria. Y pone el ejemplo de una madre y de todos los gestos de amor y servicio y trabajo que realiza a lo largo del día, sin darse importancia. Por amor. «Dios germina en lo ordinario», concluye. Y cuenta una anécdota, tras la cual se ríe a carcajadas y contagia su risa sincera a toda la asamblea. Están en familia y se comportan como en casa.
Están en su casa, en su catedral, que es bella en su sencillez. Se nota el toque especial de Kike por todas partes. El templo es amplio, luminoso y con un presbiterio de piedra roja volcánica que invita al recogimiento. El altar es una mesa de madera y los oficiantes celebran sentados, a la usanza camboyana, en pequeños taburetes de madera.
Preside la imagen del Cristo que sonríe y un precioso ramo de flores. Parece de floristería, pero es artesano. A la izquierda, el sagrario de madera. Y dos frases escritas en camboyano con letras que parecen dibujos. Y que rezan así : Espíritu Santo, ven con nosotros y guíanos para que sepamos amar.
Al lado de las frases, una copia de la virgen de la Asunción, talla del siglo XVI traída al país por los portugueses. Porque el catolicismo llego a Asia de la mano de los comerciantes de Portugal, se sembró, creció entre gozos y lágrimas y sigue vivo y en expansión. Asia, la última frontera del catolicismo, que quizás dé a la Iglesia su próximo papa. ¿Un papa filipino? ¿Por qué no?
Sin proselitismo, con la elegancia del testimonio, Cristo seduce a Asia. La prueba la tuvimos el mismo domingo por la mañana, con la celebración de los bautizos. Un rito con los símbolos bien marcados. Porque los signos hablan sin necesidad de explicación. Por eso, el obispo echa agua por tres veces con un cuenco sobre la cabeza de los niños. Y en abundancia. Y les añade a su nombre civil, el nuevo nombre cristiano.
Después, en la vida ordinaria, en su trato diario cercano y cariñoso, Kike Figaredo, el obispo de Battambang volverá a rebautizar a todos estos niños y niñas con nombres o apodos españoles. Muchas Covadongas por su asturianidad. Y Pepes y Pilares. De hecho, cuenta que mucha gente acude a él y le pide:
-Padre, ponme un nombre
-¿De virgen o de santa?
-De virgen
– Pues te llamarás Pilar.
La ceremonia del bautismo de los diecinueve niños de diversas edades es sencilla y entrañable a la vez. Oficia el vicario general, Totet, acompañado del obispo y de los tres curas españoles de Mensajeros de La Paz.
Con calma. Aquí el tiempo discurre en otra dimensión más lenta. A fuego lento, como el clima de esta época previa a los monzones, con un calor que es como una bofetada y una humedad, que nos hace sudar sin tregua.
Antes de bautizarlos, el obispo les pregunta cómo están, les mira a los ojos y coloca sus manos a la altura de la cara en señal de saludo. Y les sonríe complacido. Porque son nuevos miembros para su creciente comunidad. Pero sobre todo porque los quiere y los conoce a cada uno. Sabe sus historias personales, sus gozos y sus penas, comparte sus dolores y disfruta de sus vidas. Por eso, cuando se acerca Joseph a ser bautizado, Kike les dice a los curas españoles:
-Este es un niño solo en el mundo
Tras el rito del agua, el de la imposición del kromá. En vez de imponerles una tela blanca, como suele hacerse en España, Figaredo les coloca el kromá, el pañuelo nacional, símbolo del país, en forma de banda. Y, por último, la entrega de la vela.
Sólo se bautiza un bebe, María, la hija de la secretaria del Padre Totet, que está casada con un budista. El padre asiste al bautizo y, cuando Kike le llama, se acerca emocionado y participa a fondo en el rito. Es el ecumenismo de la vida. Terminados los bautizos, todos juntos rezan el padre nuestro. Sentido. A coro. De corazón. Y Totet les vuelve a decir dos palabras. Con su eterna sonrisa. Y el obispo los bendice y, una y mil veces, vuelve a repetir su gesto de saludo: Chum riep sua.