Hablar con demasiado énfasis en el martirio es confundir el ayer con el hoy, arriesgarse a resbalar de nuevo en las infructuosas luchas religiosas del pasado
(Ross Douthat, en The New York Times).- El asesinato del padre Jacques Hamel, sacerdote francés de 85 años que fue degollado en el altar por dos yihadistas, se ha convertido en un disputado símbolo en su país, en el continente y en la Iglesia católica.
Para muchos católicos conservadores, Hamel es un clásico mártir cristiano: asesinado en un lugar consagrado y a manos de hombres impulsados por el odio contra su fe, y que murió diciendo: «¡Vade retro, Satanás!». Para los conservadores en términos más amplios, es un símbolo muy fuerte de la amenaza que representan los yihadistas para la paz en Europa.
Pero dentro del catolicismo hay también una fuerte resistencia a esta interpretación, que se manifiesta desde la cima misma, con el Papa Francisco, que se abstuvo de recurrir al discurso del martirio. El Santo Padre primero calificó de absurdo el asesinato del sacerdote y después, durante una de sus acostumbradas conferencias de prensa a bordo del avión en que viajaba, dio a entender que los asesinos no estaban motivados por la religión, como no lo está un asesino italiano cualquiera que se dice católico.
En tanto, mientras se escuchan peticiones de «santo subito» -exhortaciones de hecho a proclamar santo sin más trámite al sacerdote-, dos de los biógrafos del Papa, Austen Ivereigh y Paul Vallely, publicaron sendos ensayos para advertir que no se haga nada que pudiera inflamar las tensiones interreligiosas o que de alguna otra forma pudiera ser utilizado por las sangrientas manos de Estado Islámico.
Tolerancia religiosa
En esta narrativa, que es también a la que han recurrido muchos europeos laicos, el asesinato de Hamel pertenece no a la vieja iconografía de la Iglesia militante asediada por los infieles, sino a la moderna visión de una sociedad multicultural y multiconfesional amenazada básicamente por la ignorancia y el miedo.
Así pues, la respuesta apropiada es reafirmar la importancia de la tolerancia religiosa, poner de relieve los puntos en común entre los musulmanes franceses y sus vecinos católicos, crear una categoría amplia de «religión pacífica» y expulsar de ella a los yihadistas.
Esas interpretaciones, aunque encontradas, no necesitan ser mutuamente excluyentes. En teoría, debería ser posible (especialmente para el papa) llamar llanamente martirio al asesinato del padre Hamel, rechazando al mismo tiempo las narrativas absolutistas de la violencia islámica y de la guerra religiosa.
Pero evidentemente aquí hay un punto de tensión, un problema que sintetiza lo viejo y lo nuevo. El martirio católico a la vieja usanza podría ser posible en una sociedad multicultural y moderna. Pero de todos modos existe la sensación de que no se supone que suceda en nuestro seno.
Sí, por supuesto, «la sangre de los mártires es la semilla de cristianos», pero eso era en el mundo pre-moderno, el que todavía no se desencantaba, en el que la superstición alimentaba el fanatismo y la privación hacia que todo encuentro entre civilizaciones fuera de suma cero.
Ahora supuestamente hemos avanzado más allá de esas divisiones y si la violencia y el fanatismo todavía asoman su fea cabeza, eso se debe a fallos técnicas o políticas –insuficiente educación, mala asignación de recursos, diálogo insuficiente, manipulación ideológica– más que a divisiones teológicas profundas. De ahí la insistencia del Papa en que la actual oleada yihadista tiene motivaciones económicas, no causas genuinamente religiosas.
Maduración
Ésa es la perspectiva implícita del catolicismo después del Concilio Vaticano II: la Iglesia en la que crecieron tanto el Papa Francisco como el padre Hamel. Supone que la modernidad liberal representa un cambio permanente en los asuntos humanos, una especie de maduración en la que la religión también debe madurar, haciendo a un lado ideas exclusivistas a fin de florecer en comunidad con toda la humanidad. En este contexto, hablar con demasiado énfasis en el martirio es confundir el ayer con el hoy, arriesgarse a resbalar de nuevo en las infructuosas luchas religiosas del pasado.
Pero la Iglesia católica madura, al menos en Occidente, es literalmente una Iglesia en agonía. Como señaló el filósofo francés Pierre Manent, el escenario del asesinato de Hamel ilustra vivamente la condición de la fe en la Europa occidental: «una Iglesia casi vacía, dos fieles, tres monjas, un sacerdote muy anciano».
El orden liberal en general también está dando indicios de encontrarse bajo tensión. La Unión Europea, un gran sueño cuando Hamel fue ordenado sacerdote en 1958, ahora es una burocracia agrietada y rechazada, amenazada por los nacionalismos desde dentro y luchando por asimilar culturas que no han dado el salto liberal.
Es probable que el Islam de muchos de estos inmigrantes sea la fuerza religiosa más potente en Europa en la próxima generación, trayendo consigo un «excepcionalismo islámico» (para tomar prestado el título del excelente libro recién publicado por Shadi Hamid) que bien podría no encajar para nada en el actual experimento laico y liberal.
Mientras tanto, parece que el futuro del catolicismo en Francia podría estar en manos de una combinación de inmigrantes africanos y de los tradicionalistas que añoran la misa en latín. O bien, caer en manos de un movimiento de resurgimiento religioso que muy probablemente tendría nacionalistas, no liberales, con Juana de Arco como su modelo, no un jesuita moderno.
Este futuro, Dios mediante, preservará la paz en nuestra era moderna tardía. Pero también promete algo más complicado y peligroso que la imaginación liberal, laica y católica prevista hace 50 años.
Parte de las reticencias a llamar santo mártir a Hamel es reflejo de los límites de esa imaginación. Después, en el brillante optimismo de los años 60, hubiera parecido del todo imposible que un joven sacerdote de la iglesia del Concilio Vaticano II muriera a edad avanzada en el corazón mismo de Europa. Parecía imposible, pero sucedió.