En el otoño de 1918, Francisco y su hermana Jacinta cayeron enfermos de la conocida como gripe española y no tardaron en fallecer
Francisco Marto (1908-1919), uno de los pastorcillos que aseguró haber visto a la Virgen en Fátima en 1917 y que será canonizado este sábado por el papa Francisco, dedicó su corta vida a la tarea de consolar a Jesús por los pecados del mundo.
El niño asistió a las apariciones de la Virgen junto a su hermana Jacinta y su prima Lúcia, una vivencia que le impresionó hasta tal punto que en los dos años que vivió tras las apariciones dedicó su vida a rezar el rosario para intentar acabar con el sufrimiento de Dios.
Francisco era un niño más del Portugal rural de la época: nació en 1908 en la aldea de Aljustrel, en Fátima, en el seno de una familia humilde y católica dedicada al campo.
La iconografía le representa vestido con pantalones largos, chaqueta corta y una enorme capucha típica que le llegaba hasta los hombros, como aparece en el retrato oficial de su canonización.
La mayoría de los detalles que se conocen en la actualidad sobre su carácter proceden de las Memorias de su prima Lúcia, la única de los tres videntes que sobrevivió al evento y que fue monja hasta su muerte en 2005.
«Francisco no parecía hermano de Jacinta, a excepción de su rostro y en la práctica de las virtudes. No era como ella, caprichoso y vivo; era todo lo contrario, natural, pacífico y condescendiente«, relataba Lúcia, quien contaba que le encantaba tocar el pífano, una pequeña flauta que llevaba siempre encima.
Al igual que su hermana, no frecuentaba la escuela y se dedicaba a cuidar del rebaño de la familia en un descampado llamado Cova da Iria, donde aseguró que había asistido a seis apariciones de la Virgen, entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917.
Esta vivencia dejó completamente impresionado a Francisco, que quedó marcado por una de las misiones que les había encomendado la Virgen: la de consolar a Jesús por los pecados del mundo.
«Francisco pasa a ser más comprometido, sobre todo con lo que entendió como el sufrimiento de Dios. Era muy sensible a la percepción de que Dios estaba triste porque los hombres se alejaban de Él. Deseaba estar solo, pero solo con Dios», explicó en declaraciones a Efe la postuladora de la causa de su canonización, Ângela Coelho.
Tras la primera aparición, Francisco buscó refugio en «Nuestro Señor escondido» y se separaba de su hermana y su prima para rezar el rosario en solitario y para «pensar en Dios».
Por ello, se puede decir que Francisco «recibió el don de la contemplación», como confirma Ângela Coelho, que recuerda que Francisco era el único de los tres videntes que no conseguía oír lo que la Virgen les decía.
Sin embargo, esta diferencia nunca le importó ni le hizo sentirse menospreciado frente a su hermana y su prima, y quedó igual de comprometido que ellas con el mensaje transmitido por la Virgen.
«Es una lección para nuestro tiempo. Francisco aceptaba su condición de alguien que sólo podía ver y se entregó a su parte del misterio tal y como era», señala Coelho, que explica que los tres videntes «entendieron que lo más importante era aceptar con paciencia las dificultades de la vida».
Con esa paciencia afrontó Francisco los días que los tres videntes pasaron en la prisión de Vila Nova de Ourém bajo constantes interrogatorios sobre lo que les había contado la Virgen, donde, según contaba Lúcia, el niño «se mostró bastante animado e intentaba animar a Jacinta en los peores momentos».
En el otoño de 1918, Francisco y su hermana Jacinta cayeron enfermos de la conocida como gripe española y no tardaron en fallecer, algo que la Virgen ya les había revelado durante las apariciones.
Francisco murió en su casa la noche del 4 de abril de 1919, al día siguiente de recibir la comunión, y fue enterrado en el cementerio de Fátima.
En marzo de 1951, sus restos mortales fueron trasladados a la Basílica de Nossa Senhora do Rosário de Fátima, donde descansan en la actualidad.
Jacinta, su hermana
Jacinta Marto, una de los dos niños pastores testigos de las apariciones marianas que serán canonizados por el papa este sábado, fue la más obsesionada con salvar a los pecadores, por los que se impuso duras penitencias que pusieron fin a su hasta entonces carácter risueño.
Las descripciones de la niña -que tenía 7 años cuando comenzaron los relatos de las apariciones de Virgen en mayo de 1917-, destacan su vitalidad y energía, su pasión por el baile y su enorme rivalidad cuando de jugar se trataba, sobre todo, con su prima Lúcia, la tercera vidente de Fátima.
«Era mimada, caprichosa, con mucha energía, inquieta, sensible y con espíritu abierto de artista», cuenta a Efe el periodista Manuel Arouca, uno de los pocos expertos en Portugal sobre la figura de Jacinta, vidente de Fátima junto a su hermano Francisco, que también será canonizado, y a Lúcia.
Arouca asegura, tras investigar para su libro «Jacinta, la profecía», que la pequeña fue «la que más se transformó» de los tres menores, ya que dejó de golpe sus habituales aficiones, como bailar o jugar, para entregarse a duras penitencias, que llevaba «hasta el límite» en su afán por salvar a pecadores.
Las más «cotidianas» eran realizar ayuno, negarse a beber incluso cuando pasaba jornadas particularmente pesadas bajo el sol para pastorear y, de forma ocasional, otras penitencias «que le causaban mucho dolor físico».
Jacinta (Aljustrel, 1910), como prácticamente todas las campesinas portuguesas de la época, era analfabeta, y su actividad principal consistía en pastorear el rebaño de ovejas familiar, una «vida dura» acorde con los tiempos.
En sus ratos libres, bailaba y escuchaba sin perder detalle las historias religiosas de Lúcia, que había comenzado a recibir rígidas lecciones de catequesis por parte de su madre, aunque ponía su acento curioso planteando preguntas «incómodas».
«Por ejemplo, le provocaba mucha confusión comprender cómo Jesús podía estar escondido en la hostia. Era directa, no se cohibía a la hora de preguntar lo que no le parecía que tenía sentido, para ella la catequesis estaba llena de afirmaciones sin respuestas que la convenciesen», sostiene Arouca.
Las apariciones acaban para siempre con su desenfado, y se convierten, ante todo, en un secreto que no puede contener. Pese al pacto establecido entre los tres niños pastores, Jacinta es la primera en revelar que vieron una presencia que «brillaba como el sol y era de una inmensa belleza».
A partir de ese momento, su energía para los juegos deja paso a una gran «espiritualidad», y la más pequeña de los pastorcillos empieza, por causa de los relatos de las apariciones, a ser «perseguida por personas que constantemente la querían tocar».
Sus costumbres cambian, comienza a odiar que le toquen el pelo del que antes presumía y que hasta la prima Lúcia recuerda en sus memorias, y se encierra en las penitencias y el rezo, preocupada por los pecadores, mientras se suceden los interrogatorios de la Iglesia y el poder político ante la creciente curiosidad de los vecinos.
En el otoño de 1918, Jacinta y su hermano Francisco contraen la gripe española, que sería la causante de sus muertes, según los videntes ya anticipadas por la Virgen en las apariciones.
Tras permanecer varios meses en su aldea natal de Aljustrel y ser atendida en un centro de salud cercano, la pequeña es trasladada al Hospital Dona Estefânia de Lisboa, donde es operada, y acaba por fallecer el 20 de febrero de 1920, a pocos días de cumplir diez años.
Sus restos mortales son sepultados en el cementerio de Vila Nova de Ourém, localidad a la que pertenece Fátima, hasta septiembre de 1935, cuando fueron trasladados al cementerio de Fátima.
Finalmente, en marzo de 1951, los restos de Jacinta fueron de nuevo trasladados, esta vez a la Basílica de Nossa Senhora do Rosário de Fátima, donde descansan desde entonces.